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El señor Branshaw, sentado en un butacón con la novela entre sus manos, carraspeaba, inquieto por la tardanza de la señorita Bunnage, y cuando ya habían transcurrido veinte minutos desde la hora de la cita, me propuso reanudar la lectura sin más dilaciones, alegando que no podía perder más tiempo con aquella historia y que si la señorita Bunnage no había acudido sería porque su interés habría decaído hasta el punto de no desear conocer el desenlace del libro. Yo insinué que aquello no era posible y le rogué que aguardara todavía diez minutos más. Accedió, pero todo fue en vano: la damita no llegó, y entonces, trastornado por el nerviosismo y el temor, me atreví a pedirle un nuevo aplazamiento que me permitiera -su teléfono no contestaba- ir hasta la casa de la señorita Bunnage para ver qué había sucedido y regresar con ella, si no había impedimentos, tan pronto como me fuera posible. Pero el señor Branshaw parecía estar harto de nosotros: hizo una levísima alusión al comentario que yo había hecho acerca de la novela el día anterior y mostró su descontento por la informalidad y la inconstancia de la señorita Bunnage, para añadir con tono de reproche:

– Señor mío, no puedo negar que cuando vi el entusiasmo y la emoción que suscitaba la existencia de la novela de mi amigo en el ánimo de la señorita Bunnage no pude por menos de sentirme halagado, tan esencial en mi vida resulta la aclamación de esta obra; y si bien mis intenciones eran las de mantener secreto su contenido hasta que fuera publicada, pensé que, por un lado, bien valía la pena dar una satisfacción a tan alta autoridad en Víctor Arledge como es la señorita Bunnage, y que, por otro, el que ella tuviera conocimiento del texto y lo aprobara serviría de punto de base para su lanzamiento. Por ello, y teniendo que hacer pese a todo un gran sacrificio para tomar tal decisión, acepté lo que ella me proponía. Usted, como ya se habrá imaginado (lamentaría decepcionarle ahora), fue invitado por no violar las más elementales reglas de educación. Pero ahora me doy cuenta de que cometí un grave error. Me temo, como ya le he dicho antes, que la señorita Bunnage encontró también el relato un poco premioso y los diálogos sin calidad y decidió que no valía la pena venir aquí esta mañana, lo cual, sin duda, va a dañar a La travesía del horizonte hasta límites imprevisibles. No intente contradecirme, por favor. No hay ninguna otra explicación plausible, y sobre todo no deseo prolongar durante un día más -quién sabe si inútilmente- esta situación, que me es en verdad dolorosa. No obstante suelo presumir de hombre justo, y aprecio su… digamos relativo interés por una cuestión que hasta ahora no le había preocupado. Por ello, y para acabar de una vez, voy a leerle el resto de la novela. Creo que si usted se ha tomado la molestia de venir hoy y de venir ayer aquí es por algo más que simple deferencia, y merece ser correspondido. Le ruego que no diga ni una palabra más y se limite a escuchar, si no lo considera una pérdida de tiempo.

Intimidado por su discurso, sumiso y afectado, asentí con la cabeza en señal de agradecimiento y, todavía alterado por la inexplicable ausencia de la señorita Bunnage, me acomodé en el sillón, algo abrumado, algo abochornado, pero al mismo tiempo lleno de ilusión. Holden Branshaw abrió el ejemplar, anunció el libro segundo y me miró en busca de una confirmación. Yo sonreí y murmuré que estaba dispuesto, pero antes de que terminara mi frase él ya había proseguido la lectura de La travesía del horizonte:

«El capitán J D Kerrigan, que había relegado su autoridad a bordo del Tallahassee en provecho del capitán Eustace Seebohm, inglés, a fin de evitar dificultades de tipo burocrático, fue tal vez la única persona del velero que no cambió de actitud después de la noticia del secuestro de Ion Perdicaris y su hijastro. Si antes de saberlo Kerrigan había bebido sin moderación y había lamentado la muerte de tres poneys de Manchuria, después de saberlo incrementó las dosis de alcohol hasta el punto de que las reservas de whisky que con propósitos eminentemente medicinales los expertos y los investigadores habían almacenado en las bodegas del Tallahassee se vieron reducidas a lo justo, y tuvo que lamentar la muerte de cuatro poneys más. Ello no quiere decir, evidentemente, que la desaparición de los Perdicaris le afectara en especial, sino que su estado de tristeza y desconsuelo se hacía cada vez más grave y patente y que su dejadez y su pesadumbre iban aumentando y haciéndose más inmediatas de día en día. Para aquellos que le conocían bien -dentro de lo que era posible cuando tal término se aplicaba al capitán J D Kerrigan- su descomposición les era poco menos que familiar y sabían que la única solución consistía en dejarle marchar a donde quisiera ir. Y ello fue lo que provocó nuevos trastornos a bordo, que, tal vez de no haberse tratado de Kerrigan, habrían también divertido a Victor Arledge y le habrían ayudado a levantar definitivamente sus ánimos.

El capitán Seebohm, hombre de bastante buen carácter y mucha experiencia, tomó la crisis de Kerrigan, en un principio, como simples devaneos lógicos en un marino. Esta errada consideración, que tal vez se vio inducido a aceptar como cierta por culpa precisamente de su mucha experiencia y de su carácter tolerante, fue lo que hizo que el mismo Seebohm montara en cólera cuando los deslices de Kerrigan adquirieron mayores proporciones y su presencia en el barco se convirtió en un hecho inadmisible para los pasajeros y su conducta en un pésimo ejemplo para la tripulación. El censurable comportamiento de Kerrigan alcanzó su más alta cota dos días después de que el Tallahassee tuviera conocimiento de la nueva fechoría de Raisuli, cuando, habiéndose confinado en su camarote durante más de veinticuatro horas con cinco botellas de whisky, se decidió a abandonar su encierro para ir en busca de más bebida, y al encontrar las puertas de la bodega cerradas con llave por orden de Seebohm y a una pareja de marineros valentones custodiando el cerrojo y sordos a sus mandatos y a sus improperios, se encaminó vociferando, con paso tambaleante que intentaba ser decidido, hacia los dominios de su superior: y en su alocada carrera tropezó con los pies de Amanda Cook, que estaba semiechada sobre una hamaca, y cayó al suelo; la violonchelista, asustada y solícita, se levantó inmediatamente y le ofreció su mano para que se incorporara al tiempo que le pedía mil excusas. Kerrigan, soliviantado e iracundo, se levantó, cogió a Amanda Cook por la cintura, la elevó por encima de su cabeza y la lanzó por la borda ante el desconcierto -pues en aquellos momentos más se trataba de eso que de otros sentimientos más loables- del resto de los pasajeros que se encontraban en aquella zona de la cubierta. Varios marinos se tiraron al agua tras ella, pero Kerrigan, como si con su impulsiva e impremeditada acción hubiera hallado la solución que le habría de permitir abrir las puertas de la bodega, se precipitó hacia Florence Bonington, atónita entre la hamaca que había dejado vacía Amanda Cook y la que ocupaba en aquellos instantes Hugh Everett Bayham, la tomó en sus brazos, la levantó como si se tratara de una pesa menor y, manteniéndola en el aire, amenazó con hacerle correr la misma suerte que la violonchelista si no se le daba acceso inmediato a la bodega y a su contenido. Sorprendido por el griterío que Kerrigan había provocado al tirar por la borda a Amanda Cook, el resto del pasaje, hasta aquel momento disperso por las demás zonas del navío, se había concentrado ante Kerrigan; entre otros, el capitán Seebohm y Víctor Arledge, que observaban boquiabiertos la imagen que ofrecían la señorita Bonington izada y el segundo de a bordo enajenado. Éste estaba de espaldas a la barandilla, por lo que no era posible reducirlo por detrás, y un grupo de fornidos tripulantes, que le cercaban a derecha y a izquierda, no parecían inclinados a dar el paso definitivo por temor a que su superior repitiera lo que había hecho con la señorita Cook, a pesar de que otros seis o siete, igualmente bien dotados, se encontraban ya en posición de tirarse al mar en caso de que la señorita Bonington cayera, fortuita o intencionadamente -si bien la casualidad o el resbalón tenían poco lugar en tan desusada situación-, al agua. Mientras todos estos comparsas componían tan tensa y hierática escena los hombres que habían acudido en auxilio de Amanda Cook ya habían logrado rescatarla y subían por unas escalerillas con la violonchelista a cuestas, pues el Tallahassee se había parado en cuanto alguien dio la voz de mujer al agua y los espontáneos salvavidas habían sido más que eficientes. Kerrigan, por su parte, seguía amenazando con cumplir lo prometido si no se satisfacían en el acto sus exigencias y la señorita Bonington, sobrepuesta ya al terror inicial, se limitaba a emitir leves quejidos de dolor y de cansancio. Seebohm y Bayham eran los que estaban más cerca de Kerrigan y hacían amagos de abalanzarse sobre él, quien, al percibirlos, con una rapidez casi inexplicable en un hombre tan bebido, les respondía con uno y otro amago de tirar a Florence por la borda. Por fin sonó una voz: la de Victor Arledge, que imponiéndose a los murmullos de los demás, se dirigió a Kerrigan en un tono templado y conciliador. Los argumentos que Arledge expuso a Kerrigan podría haberlos concebido cualquiera, pero tal vez si hubiera sido cualquier otra persona la que los hubiese expuesto no habrían surtido el mismo efecto. Arledge hablaba pausadamente, sin agresividad ni temor y con cierto paternalismo, y Kerrigan, lentamente, empezó a calmarse y a respirar con menos agitación hasta que por fin bajó los brazos y, casi con delicadeza, depositó a Florence Bonington en el suelo. El momento fue aprovechado por Seebohm y sus secuaces para lanzarse sobre él, pero Kerrigan, al verse agredido, se revolvió contra ellos y una expresión de fiereza apareció en su rostro. Mientras se debatía entre empellones y puñetazos sacó una navaja de su bolsillo y se la clavó en el vientre, o muy cerca, al capitán Eustace Seebohm. Se oyó un ruido semejante al que hacen las palomas cuando se persiguen unas a otras, brotó la sangre y el capitán del Tallahassee se desplomó. La marinería, acobardada, encontró muchas dificultades para reducir al segundo de a bordo.

La herida que en un principio pareció mortal de necesidad resultó ser, al cabo de las horas y de acuerdo con el veredicto de los médicos, de pronóstico reservado, y el capitán Seebohm, a quien de hecho el resto de los ocupantes del velero había dado por muerto en el momento en que cayó al suelo ensangrentado, sólo tuvo que temer por su vida durante día y medio, pues pasado este tiempo, y a pesar de que su estado continuó siendo grave, se le consideró fuera de todo peligro y se le auguró, salvo imprevistos, una pronta recuperación. El capitán Kerrigan, por su parte, tardó poco en restablecerse de sus magulladuras y de una superficial brecha en la cabeza, pero en cambio fue arrestado y encerrado en su camarote bajo estrecha vigilancia; y el inepto oficial llamado Fordington-Lewthwaite que, en defecto de sus superiores, se hizo cargo de la jefatura del barco, aconsejó al febril Seebohm -y obtuvo su consentimiento para llevar a cabo tal propuesta- que se abriera expediente a Kerrigan con vistas a un futuro juicio que habría de celebrarse en cuanto el Tallahassee hiciera escala en un puerto de jurisdicción británica.

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