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El porqué de la conducta de Kerrigan era algo que todos los pasajeros se preguntaban a excepción de Víctor Arledge y Léonide Meffre, quienes por haber tratado al misterioso americano -si bien de muy distinta manera- durante cierto tiempo, sabían que precisamente preguntárselo era inútil y no conducía a ningún fin. Seguramente por ello fueron Arledge y Meffre los únicos expedicionarios que (dejando de lado las naturales condolencias por lo ocurrido, no muy hondas, que compartieron con los demás) no se vieron excesivamente afectados por los acontecimientos, y los únicos, por tanto, que persistieron en sus previos intereses particulares, en medio de los sombríos y agónicos sentimientos del resto de los viajeros y del creciente malhumor de la tripulación, cuyos componentes, embravecidos por la timidez y el academicismo de Fordington- Lewthwaite, se insubordinaban cada vez con más frecuencia y mayor desfachatez. Florence Bonington, por el contrario -y en su caso aún había alguna justificación-, y con ella su padre, Hugh Everett Bayham, los Handl, los Tourneur, y por supuesto Amanda Cook y el humanitario señor Littlefield, quedaron poco menos que postrados por los sucesos: sus ánimos, frágiles y una vez más zarandeados por el azar, decayeron, y su postura de entonces ha contribuido a hacer fuerte mi convencimiento de que el que producían las aguas no era el único vaivén cuyas influencias eran notables a bordo del Tallahassee. La cubierta quedó desierta desde entonces; los pasajeros procuraban reunirse en los salones, que les ofrecían cobijo y seguridad, y sólo algún aventurado que necesitaba del calor del sol o de la brisa nocturna osaba desplazarse muy de cuando en cuando hasta las hamacas de popa, bien provisto de naipes, licores o tabaco que a falta de compañeros le guardaran de la soledad. Entre éstos se encontraban Victor Arledge, Léonide Meffre y -una vez que se hubo repuesto del susto experimentado al ver en los brazos de un demente a la que muy bien podría llegar a ser su dama algún día- Hugh Everett Bayham, el pianista prometedor. Estos tres caballeros no habían mantenido hasta entonces unas relaciones muy cordiales entre sí; Arledge y Meffre se ignoraban por no decir que se detestaban; Bayham y el primero habían tenido encuentros poco felices y guardaban las distancias; Meffre y el músico se habían conocido dos años antes en un balneario de Baden- Baden. Su contacto había sido más bien casual, y aunque un leve roce que habían tenido en Alemania referente a un palco y a una señora durante una representación del Ulises de Monteverdi parecía haber pasado a la historia, aún quedaba como consecuencia de ello una velada reticencia, por parte del francés principalmente, a entablar conversación directa cuando las ocasiones no sólo lo propiciaban sino que tal vez también lo requerían.

Ello explica que las primeras veces que los tres hombres coincidieron en las hamacas de popa el silencio absorbiera sus personalidades, tan brillantes. Bayham, consumado jugador de cartas, ni siquiera se atrevía a proponer partidas y se conformaba con sus solitarios, y Meffre reducía sus actividades a leer de arriba a abajo los periódicos que hubieran caído en su poder y a fumar un apestoso tabaco de pipa. Arledge, por el contrario, juntaba sus manos y se enfrascaba en la contemplación del mar, a la espera de algún comentario por parte de los otros, o -incluso- de que Léonide Meffre desapareciera de escena durante unos minutos, hecho que quizá le daría el valor necesario, el impulso definitivo para abordar de nuevo con sus interrogaciones al pianista inglés.

Aquella situación duró más tiempo de lo que en un principio podría haberse supuesto: no hubo entre los demás pasajeros ningún lance o evento capaz de hacerles recuperar el optimismo y el buen humor de manera colectiva, y, decepcionados y meditabundos, sus ánimos se fueron extinguiendo sin apenas lucha. Cada día más reacios a abandonar sus refugios, hartos de aquella travesía -pero sin llegar a darse verdadera cuenta de que lo estaban: la apatía se lo impedía-, aburridos y perezosos, ni siquiera recordaban el motivo de su presencia en aquel barco. La ausencia de Kerrigan, ya echado de menos durante su crisis, se hizo notar, tan abundantes habían sido sus idas y venidas por el velero: cuidándose de todos los detalles, inspeccionando sin tregua el estado de salud de los poneys de Manchuria, supervisando las maniobras de la tripulación, había conseguido que su persona fuera imprescindible para la armonía de la cubierta. La ineficacia de Fordington-Lewthwaite, para colmo de males, era monocolor.

Tras algunos intentos fallidos Victor Arledge obtuvo por fin un día permiso de Fordington-Lewthwaite para ir a visitar a Kerrigan a su camarote, habiéndose comprobado previamente que el contacto con el capitán americano no representaba ningún peligro para el novelista. Kerrigan, según los informes de sus guardianes, no había superado su desconsuelo y pasaba los días echado sobre la cama, inquieto y desasosegado, pero, ya sereno, sin bebida y bien alimentado, se mostraba físicamente recuperado e inofensivo.

Cuando Arledge entró en su camarote Kerrigan estaba durmiendo. Al sentir la mano del escritor sobre su hombro se incorporó sobresaltado, y luego, al reconocerle, sonrió con agradecimiento. Arledge le estrechó en un abrazo, murmuró unas palabras de calor y se sentó a los pies del lecho, mientras instaba a Kerrigan a que volviera a tumbarse. Le preguntó cómo se encontraba y si sabía de los propósitos de Fordington-Lewthwaite y Seebohm con respecto a él. Kerrigan respondió afirmativamente sin darles mucha importancia, y, preocupado, preguntó a su vez cómo había sido su comportamiento, en la opinión de Arledge, el día en que había apuñalado a Seebohm y había puesto en peligro la vida de dos mujeres. Sus recuerdos eran muy difusos.

– Desastroso, sin duda alguna -contestó Arledge con una sonrisa no carente de cierta complicidad.

Al comprobar que no había ninguna clase de reproche en la visita de Arledge, Kerrigan respiró con alivio y sonrió más abiertamente y con mayor confianza, aunque todavía con cierto nerviosismo. Se había vuelto a tumbar en la cama y se frotaba los brazos, quizá porque tenía frío, quizá como preámbulo de la conversación que -lo presentía- iban a mantener, quizá porque la contestación de Arledge, aunque pronunciada en un tono amistoso, había hecho embarazosa la situación. Arledge, para tranquilizarle, añadió:

– Pero ya todo ha pasado y no tiene importancia. Por lo menos, no la tiene para mí.

– Pero sí la tiene para mí -dijo entonces Kerrigan y, como si con su respuesta hubiera encontrado la manera apropiada para empezar un relato, se puso a explicar, de forma inconexa y con la voz entrecortada, las causas que le habían impelido a actuar tan bárbaramente aquel día.

Victor Arledge fue siempre un acérrimo enemigo de la confianza y de lo que ésta por lo general lleva consigo, pero sobre todo no estaba acostumbrado a que Kerrigan le hiciera confidencias y menos aún a escuchar de sus labios justificaciones o disculpas, y por ello se sintió incomodado. Intentó detener su discurso alegando que no era precisamente a él a quien tenía que pedir excusas, pero Kerrigan insistió sin atender a razones. Manifestó su necesidad de desahogarse para poder seguir viviendo (¿a quién si no a él podría contar sus pesares?) y le rogó que se encargara de transmitir sus inaceptables disculpas a la señorita Cook, al capitán Seebohm y al resto de los pasajeros, y que contara a la señorita Bonington y a Hugh Bayham -de los que esperaba inteligencia y comprensión-, en privado y si lo juzgaba conveniente, lo que él ahora iba a decirle. Arledge, que nunca hasta entonces había visto a Kerrigan en tan humilde actitud, y sintiéndose violento por ello, trató de disuadirlo de sus intenciones una vez más, pero sin éxito: sus esfuerzos fueron vanos; sus argumentos, desoídos o rebatidos por Kerrigan, no surtieron el menor efecto. Y así el capitán, con aún mayor determinación que al principio, dio comienzo a un largo e impúdico monólogo: más de uno hubiera pagado por no escucharlo.

Cuando Víctor Arledge abandonó el camarote de Kerrigan una hora más tarde, su rostro tenía una expresión que era mezcla de alegría, cansancio y estupor. Anduvo ensimismado, con lentitud, por la cubierta, hasta que llegó a las tumbonas de popa. Allí se apoyó en una de ellas, luego se apartó para acodarse en la barandilla y otear el horizonte a la usanza de los viejos marinos; buscó a Bayham y a Meffre con la mirada sin hallarlos, y por fin, pesadamente, se dejó caer sobre una de aquellas hamacas de lona verde y cerró los ojos. Así permaneció durante treinta y cinco minutos; meditó acerca de Kerrigan durante aquel tiempo.

Los días fueron pasando y con ellos las ansias de Arledge -aunque el sustantivo es poco elegante es sin duda el más adecuado- por averiguar las verdaderas dimensiones del secuestro de Bayham fueron en aumento. Una vez que había decidido dejarse de miramientos y hablar con franqueza, no encontrar el momento oportuno para hacerlo le exasperaba. Como los demás pasajeros, si bien por distintos motivos, también él olvidó el porqué de su presencia en aquel barco, y sus solitarios vagabundeos a lo largo del velero se hicieron continuos, a falta de escalas -los expedicionarios, sumisos, se habían entregado a la voluntad de los investigadores científicos- y de conversaciones interesantes que le distrajeran. Aunque nunca había considerado seriamente la posibilidad de que las aventuras de Bayham terminaran allí donde él, según Handl, les había dado punto final, aquella alternativa, de habérsela planteado después de tomar su decisión, le habría parecido inadmisible, a tal extremo llegaron sus obsesiones. En su ofuscación empezó a ver en Bayham a un ser odioso que se complacía en torturarle con su tenaz silencio. Hugh Everett Bayham era tal vez la persona a bordo que mejor había reaccionado tras el arresto de Kerrigan. Siempre discreto y nunca agobiante, hacía lo posible por animar a los viajeros, en especial a Florence Bonington y a su padre, que habían quedado profundamente afectados por los acontecimientos; pasaba largas horas en los salones intentando divertirles con chistes, bromas y juegos de manos, les leía en voz alta las noticias más destacadas y los artículos más amenos de los periódicos, y organizó, todo por el bienestar de sus protegidos, un baile de disfraces que se malogró por culpa del excesivo vaivén del barco en la fecha señalada. E incluso, en un alarde de generosidad, preguntó un par de veces por el estado de salud del capitán Kerrigan.

Era al anochecer, cuando los Bonington ya se habían retirado, o muy de mañana, mientras los aguardaba, cuando Bayham se dirigía a las hamacas de popa y pasaba un rato haciendo solitarios en la silenciosa compañía de Victor Arledge y Léonide Meffre. Aquellos eran los únicos momentos en que Arledge tenía ocasión de hablar con él, pues el pianista estaba muy ocupado durante el resto del día con sus atenciones para con la familia Bonington: hasta el punto de que llegó a fundirse con sus componentes en un grupo inseparable y despersonalizado que, aparte de poco tentador, era absolutamente restringido. Tal vez Victor Arledge debería haberse dado cuenta, durante aquellos días de abulia y rutina, de que la personalidad de Hugh Everett Bayham -inédita, de hecho, hasta aquel momento- no podía ser ni muy vigorosa ni muy atractiva, y por ende haber supuesto que lo que se ocultaba detrás de su forzado viaje a Escocia no merecía ni su atención, ni sus desvelos, ni, más adelante, su desolación. Pero Victor Arledge careció durante aquella travesía de la lucidez que siempre le fue característica y, obcecado por lo que había dejado de ser simple curiosidad para convertirse en un mero trastorno, era incapaz de separar las virtudes de los defectos en una persona. Empezó a detestar a Léonide Meffre, el único obstáculo de sus planes, de manera desmesurada. El poeta francés disfrutaba en verdad de la brisa que alcanzaba a la popa del Tallahassee y pasaba la mayor parte del día echado sobre una hamaca de esta zona, impidiendo involuntariamente, con su presencia, que Arledge hiciera realidad sus propósitos. Nunca se retiraba antes que Bayham, y éste, por las mañanas, siempre llegaba después que Meffre. Arledge, sin perder la esperanza de que algún día sucediera lo contrario, se levantaba al amanecer y sin haber desayunado se encaminaba hacia el lugar de coincidencia rogándole al cielo que Bayham hubiera madrugado más de lo que solía o que Meffre hubiera muerto durante la noche.

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