A medida que, pese a todo, los tres hombres se fueron familiarizando con su mutua compañía, la conversación entre ellos se hizo más rica y frecuente. Del mero saludo pasaron a comentar las noticias de la prensa y de esto a entablar largas charlas -las más de las veces sobre temas anodinos y triviales- que incluso, en alguna ocasión, llegaron a retrasar el obligado encuentro de Bayham con los Bonington. Arledge, que consideraba a Meffre un pésimo conversador, pensaba que aquellos avances se debían única y exclusivamente al aprecio que Bayham había empezado a sentir por él -en su opinión todo ello- el día en que ambos, sin proponérselo, se habían aliado contra el francés en una discusión sobre Raisuli. Todo, pues, le hacía suponer con mayor seguridad que Bayham respondería gustoso a sus preguntas el día en que se las formulara, y este convencimiento fue el que le llevó a cometer un acto que, conociendo su frío temperamento, no fue tan siquiera la causa fundamental de que Victor Arledge se refugiara en la casa de campo de un pariente lejano y abandonara la literatura, pero que, sin lugar a dudas, sí contribuyó a hacer de los últimos años de su vida un verdadero tormento.
Victor Arledge conocía el carácter orgulloso y pendenciero de Léonide Meffre y por ello es de suponer que lo que hizo no fue fortuito desde ningún punto de vista, sino probablemente intencionado y planeado hasta el último detalle. Hasta que ideó su estratagema había desechado la posibilidad de contar a la señorita Bonington y a Bayham la historia de Kerrigan, pues aunque éste -por otro lado en un estado de excitación que no le permitía conservar su sentido de la proporción- la había insinuado, la idea le había parecido a Arledge descabellada e impracticable. Al concebir, sin embargo, la escena que habría de brindarle más tarde la oportunidad de encararse con Bayham, recurrió a aquella insensata petición que Kerrigan le había hecho, a pesar de que sabía ya entonces -un esbirro de Fordington-Lewthwaite le había transmitido el mensaje del capitán americano- que éste, arrepentido, la había retirado.
Una mañana, en popa, con Bayham y Meffre como de costumbre, Arledge sacó el tema de los recitales de piano y comentó lo mal que se interpretaban en la actualidad los impromptus y valses de Schubert, a los que, dijo, los pianistas trataban como obras frívolas y menores que no merecían su virtuosismo. Bayham, en parte dándose por aludido, en parte interesado por la cuestión en sí, se enzarzó animadamente en la discusión, a la que Meffre asistía más bien como espectador, y el tiempo pasó con gran rapidez. Bayham olvidó, divertido por los derroteros que iba tomando la conversación (Brahms y Schumann, sus autores favoritos), su obligada cita con los Bonington, como ya había sucedido en alguna otra ocasión. Pero esta vez se retrasó demasiado, tanto que al cabo de tres cuartos de hora de animada charla Florence Bonington apareció, vestida de amarillo y con una sombrilla en la mano y, desautorizando en broma las apresuradas disculpas de Bayham, le reprendió, con una sonrisa que delataba lo falso de sus severas palabras, por su negligencia y por la falta de interés que con su tardanza había demostrado tener por ella. A esta comedia se unió Meffre con sus risas y con comentarios que no le tocaba hacer a él, y, después de unos minutos, cuando la broma pasó, Bayham ofreció su brazo a la señorita Bonington y se despidió de los caballeros. Fue entonces cuando Arledge, haciéndose sorprendido, exclamó:
– ¡Pero cómo! ¿Ya se van? Esperen un momento. Precisamente me alegraba de que estuviera usted aquí, señorita Bonington, porque hacía tiempo que esperaba la ocasión de tenerlos reunidos a ustedes dos. He de contarles algo referente al capitán Kerrigan, muy privado. Me encargó que les transmitiera sus excusas y me rogó que les relatara una historia a fin de que comprendieran y perdonaran su actitud. Les estaría muy agradecido si se dignaran perder unos minutos y escucharme.
La joven pareja pareció dudar y por fin el pianista, tras consultar con la mirada a la señorita Bonington y recibir una respuesta afirmativa de los ojos de ella, contestó:
– Como guste, señor Arledge, siempre que no nos entretenga demasiado tiempo.
– No más de media hora.
– De acuerdo entonces -dijo Florence-. Pero, si me lo permiten, voy a comunicarle a mi padre que no nos reuniremos con él todavía.
Y, con paso ligero y grácil, la señorita Bonington desapareció. Los tres hombres volvieron a quedarse solos y durante unos segundos reinó el silencio. Se miraron entre sí y entonces Arledge, dirigiéndose a Léonide Meffre, dijo:
– Antes he dicho que la historia que he de relatar al señor Bayham y a la señorita Bonington es muy privada; pues bien, no sólo lo es, en efecto, sino que también es de muy delicada índole y constituye un secreto que sólo puedo revelar a estas dos personas. Lo contrario sería una indiscreción y un abuso de confianza. Por tanto, señor Meffre, lamento profundamente tener que pedirle esto y le ruego que me disculpe por ello, pero me veo obligado a exigirle que nos deje a solas durante no más de treinta minutos.
Léonide Meffre se incorporó en su hamaca, miró fijamente a Arledge y respondió:
– ¿Quiere usted decir que debo retirarme?
– Si es tan amable; si es un caballero.
– ¿Insinúa que no lo soy?
– En absoluto: creo que sí lo es y por ello espero que satisfaga mi petición.
– ¿Y si no lo hiciera?
– Me decepcionaría usted. ¿Lo hará?
– Aún no lo he decidido -contestó Meffre, e, insolente, se volvió a echar sobre la hamaca.
– Señor Meffre, creo que no es mucho pedir que nos deje a solas un rato. Le aseguro que no lo haría si supiera de alguna otra parte del barco en la que pudiéramos estar tan tranquilos y aislados como aquí. Pero ya sabe usted que no la hay; y en los camarotes, tan reducidos, hace demasiado calor durante el día.
Meffre volvió a incorporarse y, ya sin ningún disimulo, inquirió impertinentemente:
– ¿No se le ha ocurrido pensar que también a mí me puede interesar la vida oculta del capitán Kerrigan? Y no sólo eso: ¿no se le ha ocurrido pensar tampoco que yo me sentí tan ofendido por su comportamiento como el que más y que se me debe una explicación?
– Su primera pregunta, señor Meffre, sólo tiene como respuesta el mayor desprecio, y en cuanto a la segunda, el capitán Kerrigan me pidió que me disculpara en su nombre ante todos los pasajeros. Creo que ya lo hice ante usted y por tanto no tiene derecho a saber más. Lo que he de confiar al señor Bayham y a la señorita Bonington tiene un carácter muy distinto y, sobre todo, no tengo permiso para contárselo a nadie más.
– El capitán Kerrigan no tiene por qué enterarse de que me lo ha contado a mí también.
– Señor Meffre, me está usted insultando con sus palabras. ¿Cree que no tengo sentido de la responsabilidad?
Bayham intervino entonces:
– Tal vez, señor Arledge, a la vista del comportamiento del señor Meffre, deberíamos dejarlo para otro momento.
– Ya es muy tarde para eso, señor Bayham. El descaro y la falta de educación del señor Meffre han ido demasiado lejos como para que ahora nos retiremos. Por última vez, señor Meffre, ¿va usted a dejarnos a solas o no? Estamos perdiendo mucho tiempo y el señor Bonington aguarda a su hija y al señor Bayham.
En aquel instante reapareció Florence, que había oído las últimas palabras de Arledge. Desconcertada, la joven, preguntó con timidez qué sucedía.
Nadie le respondió y Meffre, con cierta sorna, dijo:
– Señor Arledge, nadie puede obligarme a abandonar este lugar excepto Fordington-Lewthwaite. Hablen con él-y, acto seguido, cogió uno de sus periódicos, lo abrió y se puso a leer.
– Señor Meffre, se lo advierto por última vez: o cambia usted de actitud y accede a los ruegos que con toda cortesía le he formulado o me veré obligado a darle un escarmiento.
Meffre cerró el periódico y se volvió hacia Arledge, iracundo.
– ¿Me está usted amenazando?
– En efecto, usted lo ha dicho.
Florence, habiendo comprendido lo que sucedía, intentó relajar la tensión.
– Caballeros, tengan moderación. La cosa no es para tanto.
– Tal vez no lo era, señorita Bonington -dijo Arledge-, pero ahora ya se ha convertido en una cuestión personal entre el señor Meffre y yo; entre este insolente imbécil y yo.
El insulto, por fin, había brotado de los labios de Arledge, y Meffre reaccionó como aquél había supuesto. El poeta se levantó bruscamente, avanzó hasta el novelista y le abofeteó.
– No consiento que nadie me insulte, señor Arledge. Le exijo una satisfacción inmediata.
Arledge no pudo evitar una leve sonrisa de triunfo y respondió:
– Como guste, señor Meffre. Mañana al amanecer. El señor Bayham y el señor Tourneur serán mis padrinos, si no tienen inconveniente.
– Piense en lo que hace, Arledge -dijo el pianista-, piénselo bien.
– ¿Está usted dispuesto a ser mi padrino?
– Sí, por supuesto -contestó Bayham, sumiso.
– Fijemos las armas -dijo Meffre.
– Pistolas.
– De acuerdo. Le espero aquí mañana a las seis. Confío en que no faltará.
– Tenga por seguro que no faltaré. Queda usted encargado de traer las armas, si puede conseguirlas y no tiene inconveniente.
– Las conseguiré, no se preocupe.
Meffre volvió a echarse sobre la hamaca, abrió de nuevo su periódico y se enfrascó en la lectura. Arledge sonrió a Bayham y a Florence y dijo:
– Lamento haberme visto obligado a ofrecerles esta sórdida escena. Les he hecho perder, además, su valioso tiempo, y no me lo perdonaré. Excúsenme ante su padre, señorita Bonington, por haberles retenido en balde. Me temo que tendremos que dejar la historia del capitán Kerrigan para mañana.
Bayham y Florence, visiblemente impresionados por lo que acababan de contemplar, murmuraron unas palabras de ánimo o de cortesía y desaparecieron. Víctor Arledge, entonces, se sentó en la hamaca contigua a la que ocupaba Meffre, encendió un cigarrillo y se puso a observar el ir y venir de las olas cruzadas por la estela del Tallahassee.
Fordington-Lewthwaite reaccionó ante los sucesos de la manera prevista: al ser consciente de sus responsabilidades como eventual capitán del Tallahassee montó en cólera al principio, indignado sobre todo porque se hubiera celebrado un duelo a bordo sin haberse él enterado. Pero luego, y puesto que su integridad era sólo aparente, aceptó los hechos con calma y, temeroso de las quejas que los expedicionarios podrían elevar a sus superiores una vez terminada la travesía si no se dejaba regir por sus caprichos, procedió a arrojar al mar, sin ninguna solemnidad y casi a escondidas de los pasajeros, el cadáver de Léonide Meffre.