Llamé a la puerta, pero nadie respondió, de modo que volví a llamar y aguardé, en vano. Insistí tres veces más sin ningún resultado y entonces pensé en tratar de descubrir algo a través de las ventanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las contraventanas menos una del piso de abajo estaban cerradas. Miré por la ventana que estaba descubierta, pero, obviamente puesto que la luz sólo penetraba por aquel hueco, la oscuridad impedía discernir nada -o casi nada: apenas si logré vislumbrar las cuatro patas de una silla-. Extrañado, me pregunté a qué podrían deberse aquel silencio y aquel abandono, y varias respuestas desfilaron por mi cabeza, entre ellas la acertada.
Mi excitación disminuyó y entonces me invadió una terrible sensación de cansancio que me obligó a tomar otro coche y dirigirme hacia mi casa.
Allí me di un baño y almorcé en compañía de una prima mía de veintiocho años, hermosa e inteligente, recién llegada a Londres, que me había estado esperando pacientemente y a la que yo había invitado a comer una semana antes, habiéndolo luego olvidado por completo. Constance, ese es su nombre, me notó intranquilo y agitado, y, solícita, me preguntó qué me sucedía. Yo, entonces, cada vez más nervioso, me levanté de la mesa y busqué el teléfono de la señorita Bunnage en el listín. Llamé, pero nadie respondió. Estaba ya dispuesto a llamar a la policía cuando Constance, visiblemente alarmada por mi estado y mi comportamiento, repitió su pregunta. Me senté de nuevo a la mesa y le conté, muy por encima, todo lo que había ocurrido en los dos últimos días. Se mostró interesada por el relato y preocupada por la suerte de la señorita Bunnage y me propuso que volviéramos los dos hasta Finsbury Road y preguntáramos a los vecinos o esperáramos sentados en los escalones del portal hasta que la señorita Bunnage o su criada apareciesen. Yo, cómo no -agradecido por que hubiera sido ella y no yo quien hubiera tenido la ocurrencia, impidiendo con ello que yo la considerara ridícula o improcedente-, aplaudí su idea e inmediatamente los dos nos pusimos en marcha. Constance había traído su coche y en pocos minutos nos encontramos ante la puerta verde oscuro de la damita.
Constance, mucho más decidida que yo, llamó al timbre de la casa contigua, pero allí tampoco nadie salió a abrir, de modo que nos sentamos en los peldaños de acceso al número cuatro y nos dispusimos a esperar. No tuvimos que hacerlo durante mucho tiempo, porque cuando llevábamos allí no más de diez minutos vimos aparecer tres coches negros seguidos -la calle apenas si tiene tráfico- que se detuvieron a nuestra altura, y de ellos descendieron unas doce personas, entre las que estaba la vieja criada de la señorita Bunnage. Mis sospechas se vieron confirmadas al observar que todos iban vestidos de gris o negro y estaban muy compungidos. La vieja criada, ayudada por dos hombres -sin duda los demás eran los vecinos ausentes-, se encaminó hacia el lugar en que Constance y yo habíamos estado esperando. Nos pusimos en pie y yo, con gravedad, pregunté:
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está la señorita Bunnage? -y al ver que la criada no me reconocía, añadí-: ¿No se acuerda usted de mí? Ayer estuve almorzando en esta casa.
La vieja criada me miró y pareció caer en la cuenta de quién era yo. La presencia de Constance debía de haberla desconcertado.
– Acabamos de enterrarla -respondió, y con un ademán pidió paso para entrar en la casa.
Constance y yo nos hicimos a un lado, pero antes de que la vieja criada desapareciera tras la puerta, le pregunté si la señorita Bunnage había dejado algún mensaje para mí y dije mi nombre. Ella se volvió y respondió que no con la cabeza.
Los vecinos me explicaron que la señorita Bunnage estaba muy delicada del corazón y que durante la noche anterior había sufrido un ataque que le había provocado la muerte instantánea. Su testamento había sido en favor de la vieja criada: ahora la casa, los cuadros, los muebles, los libros y algún dinero le pertenecían.