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Esta mañana me desperté en Maidstone, sobre la hierba de un parque, con dinero suficiente para regresar a Londres. Pueden creerme o no, sé que mi historia es harto inverosímil y no muy digna de atención, pero les doy mi palabra de honor de que es así como la recuerdo. Aquí está mi billete desde Maidstone, y mis ropas se encuentran en mi casa, sin lavar, desgastadas y llenas de guijarros y de arena de playa; mis hombros están amoratados y mi nuca presenta un ligero abultamiento; mañana iré a hacerme un reconocimiento médico a fin de comprobar si en efecto he sido drogado, y ya he avisado a la policía para que efectúe las indagaciones pertinentes. Por lo demás me encuentro perfectamente y presumo que todo ha sido un error de mis secuestradores, quienes, al advertir su equivocación, me dejaron en libertad. Todo ha pasado y desearía que no se volviera a hablar de ello en mi presencia. Seamos serios y yo trataré de que, por mi parte, los hechos acaecidos durante estos cuatro días sólo permanezcan, imborrables pero inofensivos, en mi memoria. Gracias por escucharme, queridos Esmond y Clara.'

Al día siguiente un médico comprobó las suposiciones de Hugh Everett Bayham. La policía continúa investigando sin ningún resultado positivo, y todo el mundo, salvando el episodio de la hermosa adolescente, cree en la veracidad de la aventura y la comenta con entusiasmo. Y con ellos -es bien patente-, yo, que me honro en tener la exclusiva de la versión directa. Sólo he visto a Margaret y a Bayham en una ocasión desde entonces, a la salida de un teatro, y si bien estaban un poco más graves o menos joviales que de costumbre, parecían haber olvidado lo ocurrido.

Y bien, eso es todo por hoy, querido Víctor. Espero tus noticias, y desde luego, si hay alguna novedad referente a este asunto, te lo comunicaré inmediatamente, Saludos de Clara y los mejores deseos de tu amigo

Esmond Handl"

No hubo novedades. También Arledge, como Handl y sus amigos, pensaba que parte de aquella fantástica historia era mentira, pero no se sentía inclinado, como ellos, a dudar de la existencia de la joven. Las palabras que Handl ponía en boca de Bayham eran, con toda seguridad, exactas, pues Esmond era un hombre capaz de recitar de memoria, con haberlo oído tan sólo una vez, el papel de uno de los personajes de cualquier obra de teatro. Y era precisamente el tono empleado por el pianista lo que llamaba la atención de Arledge; su impertinente desenfado del comienzo, su repentino alto en la narración para anunciar la nebulosidad que envolvía a lo que iba a seguir, su súbita seriedad al contar la aparición de la muchacha, sus denodados esfuerzos por mostrar pruebas que garantizaran la autenticidad de los hechos, y aquel trato hosco y frío que había dispensado a su mujer tras cuatro días de angustiosa separación, todo ello le hacía pensar que la media semana que Hugh Everett Bayham había pasado fuera de Londres le había afectado -en uno u otro sentido- más de lo que a primera vista parecía, y fomentaba sus ya de por sí muy lógicos deseos de conocerle, que, unidos a otros más ocultos y animosos, convertían su viaje en una verdadera obsesión.

Arledge no había querido saber cuánto iba a el durar la travesía con exactitud, temeroso de que a la respuesta a esta pregunta pudiera disuadirle de participar en la aventurada empresa en el último instante, pero llegó un momento, aproximadamente diez días antes de iniciar la marcha, en que tuvo la ocasión de comprobar que las bellas imágenes con que Kerrigan le había tentado y convencido aquella mañana en la rue Buffault habían pasado a segundo término, e incluso era posible que hubieran desaparecido de su mente. Bajo ninguna circunstancia pensaba en el Tallahassee como un barco que iba a ser su lugar de residencia durante mucho tiempo, ni en la expedición como lo que -dejando de lado el improcedente crucero previo- en realidad era: un vanidoso intento de adentrarse en la Antártida más de lo que lo habían hecho Bruce, Larsen, Scott y Nordenskjöld; y mientras el resto de los expedicionarios dedicaba la mayor parte de su tiempo a informarse acerca de los anteriores viajes realizados al polo sur y a aprender cosas tan útiles como qué hay que hacer si el suelo se resquebraja y alguien queda a merced del agua helada, Arledge no se preocupó por estas cuestiones más de lo que lo hizo -desde que supo que habría de conocer a Hugh Everett Bayham en Marsella- por borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre. Y así, cuando diez días antes recibió la visita de un Kerrigan apesadumbrado en demasía por la noticia de que uno de los más populares expedicionarios ingleses había anulado su tarjeta de embarque, tuvo la ocasión de comprobar, mientras preguntaba intentando guardar la calma de quién se trataba, que el único motivo que le impulsaba ya a tomar parte en la aventura era el frenético deseo de saber qué le había sucedido realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia. La respuesta de Kerrigan, sin embargo, no sólo le tranquilizó a este respecto sino que le proporcionó una información que venía a confirmar el turbio carácter que el secuestro del pianista inglés tenía: Margaret Holloway se había separado de su marido y, por tanto, renunciaba a la travesía.

El día que zarpó el Tallahassee -velero con casco metálico, tres mástiles y máquina de vapor, clasificado por el Lloyd's Register of Shipping como buque mixto, propiedad de la Cunard White Star, construido por Newport News Shipbuilding and Dry Dock Company (Estados Unidos), cuya matrícula fue cambiada en Liverpool al ser comprado y abanderado por Gran Bretaña en 1896 (aunque conservándose como identificación el nombre de la ciudad que lo bautizó), con una velocidad de 11,5 nudos, con capacidad para setenta pasajeros, y al mando del capitán de navío Eustace Seebohm, inglés, y del primer oficial J D Kerrigan, americano- hubo un gran alboroto en el puerto de Marsella. Globos, confetti y serpentinas invadieron el navío y sembraron de color las aguas cercanas. Todos los expedicionarios, según se iban embarcando, fueron vitoreados. Finalmente, a las diez de la mañana, después de las ceremonias obligadas, el velero se alejó de la costa llevando a bordo cuarenta y dos pasajeros de categoría, quince hombres de ciencia, y una inevitable, furibunda, maldiciente tripulación.

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