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– ¿Qué significa esto, señores? Debe de haber algún error…

– ¡Silencio! -gritó el caballero, al mismo, tiempo que el hombre que me había insultado me golpeaba en un costado con un objeto duro y punzante que no pude ver.

– Pero díganme al menos por qué -volví a intentarlo.

Esta vez fue el caballero quien me dio una bofetada. Como podrán imaginar, dado que conocen de sobra mi carácter indolente, amigo de la sutileza, cualquier tipo de violencia me causa pavor, y más aún el daño físico. Ello hizo que mi muy teórico y quebrantado valor acabara de esfumarse a la vista de tal incidente. Opté, pues, por no volver a hablar a menos que se me preguntara y por esperar al desarrollo de los acontecimientos. El haber tomado una decisión proporcionó cierto desahogo a mi maltratado cuerpo y algún descanso, ya que no lucidez, a mi confundida mente. Quizá les parezca extraño que el sueño pudiera vencerme en una situación tan apurada como la mía en aquellos momentos, pero así fue; tengan en cuenta que sólo dos horas antes había estado interpretando a Brahms y que el cansancio, a veces, está más allá de los temores y las tensiones. No pensé, siquiera, en la posibilidad de salvación que suponía un cobrador o un inspector que tarde o temprano tendría que aparecer. Y tampoco medité sobre las diversas clases de secuestros conocidas. Mis asaltantes habían bajado la cortina de la ventanilla y no tenía ni el consuelo de distraerme mirando el paisaje nocturno. Cuando mis ojos se cerraron ya había aceptado los hechos; no los comprendía ni los aprobaba, pero sí los aceptaba, e incluso me atrevería a decir que aún no me arrepentía de haber subido al coche. Creo que ahora tampoco me arrepiento. Todas estas ideas eran muy vagas y fugaces: desfilaban por mi cabeza sin hacer alto y yo tampoco hacía esfuerzos por retenerlas.

Cuando me desperté ya era de mañana y había un fuerte olor a brezos. Miré por la ventanilla, descubierta, y vi un paisaje rural, verde y gris, puede que escocés. Recobré, dentro de lo que cabe, mi sentido del humor, y dije a mis acompañantes:

– Buenos días, caballeros.

Ninguno de ellos, que ya estaban -o quizá todavía seguían- despiertos, me contestó, así que me dediqué a observarlos con detenimiento: el caballero, cuyo rostro ya había podido escrutar levemente antes del engaño, parecía un hombre educado, y su mirada, aunque muy fría y un poco repugnante, era inteligente. Los otros dos, que llevaban gorras caladas y gabardinas blancas, eran tan vulgares que lo más probable es que no los reconociera si los volviera a ver.

Transcurrió más de una hora sin que el tren hiciera paradas y empecé a temer que aquel viaje resultase interminable. La fila de vagones bordeaba una costa desconocida para mí cuando de repente se detuvo ante una estación de pueblo, modesta y anodina, carente de letreros que indicaran en qué lugar nos encontrábamos. La parada duró unos minutos y cuando el tren se puso de nuevo en marcha los tres hombres se levantaron, me cogieron por los brazos y apresuradamente -cómo no-descendimos de un salto. Mientras el tren ya se alejaba atravesamos aquella destartalada estación con la misma rapidez que habíamos empleado en Victoria Station y nos instalamos en una desvencijada diligencia que nos aguardaba fuera (el caballero, el hombre que me había insultado y yo en el interior; el otro en el pescante, junto al cochero). Fue entonces cuando me pusieron una venda negra sobre los ojos, a pesar de mis reiteradas protestas, ya que si algo valía la pena de aquella aventura, ello era el paisaje, muy hermoso en verdad. Noté que pasábamos por una aldea muy breve para luego seguir por caminos pedregosos y estrechos; más tarde, las ruedas de la diligencia se deslizaron por arena de playa, y el mar, sin duda, estaba muy cerca, tan cerca que el barro sustituyó a la arena y la marcha se hizo dificultosa. Aquí terminó mi viaje. Me hicieron descender y, siempre empujado por los dos esbirros del caballero, entré en una casa precedida por dos escalones y un porche. Dentro había un exquisito olor a perfume floral y yo pisaba sobre alfombra. Aquellas fueron mis dos últimas sensaciones claras y totalmente reales. De pronto sentí que me golpeaban en la nuca y supongo que perdí el conocimiento. Y aquí, querida Margaret, queridos amigos, comienza una parte del relato cuyo contenido, prácticamente, ignoro por completo. No puedo dar detalles acerca de lo que sigue, pues desde el instante en que desperté perdí todo sentido del tiempo y no lo he vuelto a recobrar hasta que, hace una hora, compré un periódico y comprobé que sólo habían transcurrido cuatro días desde que acepté la invitación del caballero del coche. Los tres últimos han sido excesivamente confusos como para dar una explicación coherente y cronológicamente ordenada de lo que sucedió. Sólo puedo hablarles de las sensaciones que me invadieron, de las escenas que se repetían y de la mujer que me sedujo.

Vivía yo en un salón lleno de libros y de anticuados muebles rurales dispuestos con excelente gusto, en un segundo piso de una casa de campo cuya fachada nunca pude ver y que, efectivamente, estaba junto al mar. Aunque pasé largas horas allí, no podría describirlo con exactitud, ni tampoco- a pesar de que recuerdo que leía de vez en cuando- citar las obras que se apiñaban en las estanterías. Creo que dormía con frecuencia, lo cual explica en parte mi creencia de que permanecí encerrado durante meses en aquel amplio y espacioso cuarto. A veces entraba el hombre que me había insultado en el tren portando una bandeja con leche o cerveza, pan y carne, sopa o verduras, que depositaba sobre una mesa, y aprovechaba su visita para darme puñetazos en los brazos y ejercer su irrepetible lenguaje en una jerga, para mi desgracia, no del todo incomprensible. En más de una ocasión escuché voces femeninas que, alegres o divertidas, bromeaban entre sí. Sin duda, la casa estaba habitada por tres o cuatro mujeres además del caballero, y todas, menos una tal vez, eran muy jóvenes. Aunque nunca pude captar las palabras que pronunciaban -siempre procedentes del piso inferior- sé, por el tono de las voces, por los agradables murmullos que llegaban hasta mí y por la cadencia de los diálogos, que se trataba de una madre y varias hijas, dos o tres, no lo sé con certeza. Una de ellas tocaba el piano casi constantemente, y tanto su repertorio como su estilo eran impecables y magistrales. La música penetraba en mi habitación a través del suelo y las ventanas, y aunque yo me asomé muchas veces para tratar de ver algo del cuarto que había bajo mi salón, nunca pude discernir más que -arriesgándome no sólo a caer sino también a que uno de los dos hombres del tren, que vigilaba permanentemente mis ventanas desde el exterior de la mansión, me descubriera-la parte derecha de un teclado -el piano, necesariamente, tenía que estar pegado a la pared- y, de vez en cuando, la mano derecha de la joven que lo tocaba desplazándose con suavidad hasta aquellas teclas, las más agudas. También pasaba largos ratos con el oído sobre el entarimado, tratando de descifrar las palabras de las mujeres, con escaso éxito. Sólo cuando la joven intérprete empezaba a tocar una nueva pieza, yo, al re conocerla, comprendía que una de las palabras que previamente había escuchado respondía al nombre del autor de dicha pieza. El ambiente que de manera difusa envolvía a aquellos breves conciertos era el de una lección familiar de piano. Quiero decir que la joven era seguramente una estudiante de música muy aventajada, quizá demasiado, y que el resto de la familia -la madre, las hermanas, raramente el padre, cuya voz yo identificaba con la del caballero- gustaba de asistir, embelesada, a las prácticas virtuosas de aquélla. Yo me distraía ejercitando mis dedos sobre una mesa con las obras que ella interpretaba, y en más de una ocasión deseé fervientemente poder salir de aquel salón, bajar y sustituir mi mesa por el piano de la joven, o más aún, poder tocar aquellas piezas de su elección en su compañía, a cuatro manos. Ahora ya no recuerdo cuáles eran exactamente, pero sí que eran muy conocidas en su mayoría. Sólo tengo presente una ocasión, en la que todo fue distinto. Mi guardián subió a mi habitación y cerró las contraventanas de manera que yo, desde dentro, no pudiera abrirlas. Yo estaba tendido sobre el lecho y le dejé hacer, débil como estaba, preguntándome a qué se debería la novedad. Poco después empezaron a llegar hasta mis oídos murmullos más numerosos de lo habitual, como si abajo hubiera una concurrencia expectante. De pronto se hizo el silencio y sonaron las primeras notas de la sonata en re menor para piano y violín de Schumann. Todo ello delataba un recital. Creo que esto sucedió el segundo día de mi encierro, pero, debo insistir en ello, no podría asegurarlo. El violín, pensé, debía de ser tocado por alguno de los invitados -cuya llegada, ahora era evidente, se me había prohibido ver- o por el caballero, que tal vez sólo practicaba en las grandes conmemoraciones. Cuando acabaron hubo una pausa y pude oír el tintineo de vasos y las toses características de los entreactos y, poco después, el piano de la joven y el violín de su padre interpretando la sonata a Kreutzer. Mi asombro fue mayúsculo, sobre todo al comprobar que aquellos aficionados se podían codear con los más prestigiosos profesionales, y no tuve más remedio que admirarlos. Fue entonces cuando me pregunté si mi secuestro no se debería a los celos de la competencia o al excesivo entusiasmo de algún amante de la música que más tarde -puesto que estoy aquí- habría de arrepentirse de su bárbara acción. Me temo que jamás llegaré a saberlo. Todos estos recuerdos son borrosos y alucinantes, lo cual me lleva a suponer que me hacían ingerir algún narcótico o droga con la leche, o, quién sabe, tal vez me la inyectaban mientras dormía. A pesar de todo, mi estancia allí, desde luego, fue monótona; nadie más que aquel hombre que me golpeaba me visitó, hasta el último día, es decir, ayer, por la mañana -o al menos esa es la impresión que tengo, ya que, aparte de las sonatas para violín y piano, es lo único que viene a mi memoria con nitidez y proximidad-. Creo que estaba leyendo una aburrida novela de Thackeray y escuchando una bonita pieza para piano que sin duda era composición de la joven cuando la puerta se abrió y una muchacha de unos quince años entró y se acercó a mí. Sus ojos azules despedían dulzura e inteligencia, su largo cabello negro caía por sus hombros desnudos y enmarcaba un pálido rostro de pómulos pronunciados y delicados rasgos. No recuerdo que dijera nada, ni tampoco lo que sucedió después de que acariciara mis labios con los suyos por primera vez. Es fácil imaginarlo, sin embargo, y perdonen, señoras, la crudeza de la narración. No es mi intención ofender, y no creo que, de hecho, lo esté haciendo, pues es evidente que mi estado no tenía nada que ver conmigo ni con mis verdaderos sentimientos, dando por descontado (y tal vez no debería hacerlo) que lo que relato fue real y no un producto de mis fantasías. He de confesar, no obstante, que, fuera en un sueño o en una casa junto al mar de Escocia, yo no opuse ninguna resistencia. La joven partió y yo dormí largo tiempo, acompañado por las hermosas notas del piano que tocaba su hermana.

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