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A esta serie de inconvenientes e incentivos (todos ellos de idéntica consecuencia: avivar el deseo de partir) se añadió, entre los segundos, uno que, enriquecido por una mala costumbre, llegó a arrebatarle el sueño a Arledge más de una noche. La curiosidad, pues de ella se trataba, fue en Victor Arledge, desde niño, más que una característica, un método, y entre sus futuros compañeros de viaje había un personaje que llamaba su atención en este sentido con más fuerza de lo normal. Era un expedicionario inglés, residente en Londres, llamado Hugh Everett Bayham, pianista joven y prometedor, hijo de un acomodado terrateniente, asiduo de la vida nocturna londinense, casado con la conocida actriz Margaret Holloway. Pero no eran estos datos, vulgares y carentes de atractivo, los que hacían que los oídos de Arledge se agudizaran cada vez que aquel nombre era mencionado en su presencia. Poco antes de que Kerrigan concibiera la realización de aquella travesía, Arledge había recibido una larga carta de Esmond Handl -solían escribirse aproximadamente cada dos meses- en la que le hablaba de Bayham y de un extraño suceso que había tenido lugar en torno a él. Cuando Arledge tuvo noticia de ello sintió impulsos de trasladarse a Londres y, por medio de Handl, ponerse en contacto con Bayham, tal era el misterio que rodeaba a su persona; pero la pereza, tan arraigada en él como la curiosidad si no más, le disuadió, y aquel asunto cayó en el olvido; mas no por mucho tiempo: una semana después de haber firmado la tarjeta que decidía su participación en la aventura del Tallahassee Kerrigan le anunció que cuatro músicos ingleses habían dado su conformidad para ser parte integrante de la expedición. Y uno de ellos era Hugh Everett Bayham. Desde entonces, espoleado por la perspectiva de un encuentro con él, el interés de Arledge no sólo volvió a aparecer sino que se fue incrementando a medida que los días se sucedían. La carta de Handl fue rescatada de entre sus gigantescas pilas de correspondencia, ocupó un lugar privilegiado en su mesa de trabajo y fue releída con regularidad.

"Mi querido amigo:

Por una vez voy a poder omitir las noticias consabidas y monocordes con que acerca de nuestras actividades y progresos te suelo atosigar. En esta ocasión tengo algo mucho más interesante que contar y estoy seguro de que el relato que voy a ofrecerte será de tu agrado; ello permite que por adelantado goce de tu agradecimiento. Sin embargo, antes de nada, y para que esta carta no resulte demasiado extraña a tus ojos, te diré que Clara se encuentra en perfecto estado de salud después de una ligera afección pulmonar que la retuvo en cama: durante diez días y que todo marcha muy bien entre nosotros, que Adiós, querida Bárbara cosecha éxitos diarios de público y de crítica, que, Margaret Holloway ha accedido a pasarse por una vez a la comedia e interpretar el papel principal de nuestra próxima obra al lado de Roger Gaylord, y que te deseo gloria y vítores en el teatro Antoine. Y una vez demostrado que soy yo y no un impostor el que escribe, pasaré a narrarte las inauditas jornadas de Hugh Everett Bayham, buen amigo -si bien reciente-, músico de indudable talento, hombre de gran imaginación -aunque no desmesurada-, figura continental del momento, de quien, como recordarás, ya te hablé en mi última carta con motivo de nuestra presentación.

Pues bien; Bayham gusta de dar largos paseos nocturnos, a solas, por las calles de nuestra ciudad; y esta afición se convierte en hábito cuando su velada ha consistido en una de sus algo teatrales, un tanto aparatosas y sin duda agotadoras actuaciones. Hace un par de semanas, después de un apoteósico concierto (Brahms y Clementi) y de los naturales agasajos que lo sucedieron, Bayham, como ya va siendo costumbre, se despidió de todos a las puertas del salón de conciertos, montó en un coche con su esposa y, tras dejarla en casa, se dispuso a dar su obligado paseo. Poco podíamos imaginar entonces que durante los cuatro días siguientes habríamos de emplear todas nuestras fuerzas (dignas de otra clase de actividades, menos inquietantes y más reposadas) en hallar su paradero. En efecto, Margaret Holloway se despertó sola en el lecho aquella mañana, y desde aquel instante ninguno de sus conocidos pudimos vivir tranquilos. Margaret nos obligó a dar una batida por calles, establecimientos públicos y hogares privados (omitiré mis pesquisas, llenas de infortunios y de embarazosas situaciones en las que una persona como yo nunca debería encontrarse), y al segundo se avisó a la policía, la cual, con más experiencia en esta clase de asuntos y con mejores medios que nosotros, obtuvo idéntico resultado.

Finalizaba el cuarto día con Margaret presa de un lamentable ataque de histeria cuando Bayham se presentó en mi casa (allí se encontraba su esposa, sollozando) limpio, fresco e impecablemente vestido. Sonrió cuando yo le abrí la puerta, estrechó mi mano mientras me preguntaba a qué se debía el cansancio que denotaba mi rostro, pasó al salón, abrazó con cariño pero sin calor a Margaret y, una vez que todos nos hubimos sentado ante sus ruegos y mientras él saboreaba un cigarro que había sacado de su chaqueta, empezó a hablar de la siguiente manera:

'Supongo, mis queridos amigos, a juzgar por el cuadro que acabo de contemplar al entrar en esta casa, que tendré que dar una explicación detallada de lo sucedido; y dado que mi figura, si no popular, sí es conocida, me alegro de que esta primera versión de los hechos que naturalmente le dedico a mi esposa, tenga también otros oyentes. Quizá, de esta forma, me ahorre más de una repetición del relato, el cual, no me cabe la menor duda, interesará vivamente a nuestras amistades, que tanto se han preocupado por mí durante mi ausencia y que por ello mismo, me temo, exigirán una relativa satisfacción; por este motivo, y sin que esté en mi animo causarles la menor molestia, les guardaré eterno agradecimiento si nos eximen a Margaret y a mí, todavía excitados y nerviosos por los acontecimientos, de esta obligación que, pese a su indiscutible encanto, puede llegar a resultar, al cabo del tiempo, sumamente aburrida.'

– Por favor, Hugh, basta de preámbulos -dijo Margaret.

Hugh la miró con frialdad y contestó: -Ya has visto otras veces, querida, a lo que nos ha llevado tu mal carácter. Déjame seguir como yo lo juzgue conveniente -y, como si el incidente no hubiera existido, prosiguió:

'No es sencillo hacer una exposición clara y completa de lo sucedido durante estos cuatro días puesto que ni yo mismo lo sé con certeza; sin embargo, con las oportunas reservas (que no atañen a la historia en sí, sino al vocabulario empleado por uno de los comparsas y a algunos pasajes que me veré obligado a suavizar en atención a las señoras), lo intentaré.

Todo empezó cuando aún no había dado quinientos pasos desde la puerta de mi casa y el aire aún no había tenido tiempo de disipar, el olor a tabaco de mi traje. Yo no me había dado cuenta de que un coche tirado por dos caballos me seguía a unos metros por la calzada hasta que, al pararme para mirar un escaparate, oí que se detenía a mi lado, que una portezuela se abría y una voz dijo: -¿El señor Hugh Everett Bayham, por favor?

No es del todo infrecuente que algún entusiasta de la música me reconozca por la calle y me salude, por lo que me volví en absoluto sorprendido, esperando encontrarme con uno de ellos o bien con algún conocido, pero la pésima iluminación de la calle y el color oscuro de la tapicería del carruaje sólo me permitieron adivinar un elegante traje de caballero y unos rasgos finos y correctos.

– En efecto -respondí-. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

– Señor Bayham -contestó el caballero-, como tal vez habrá notado, vengo siguiéndole desde hace un rato sin atreverme a abordarle, tan…

– Vamos, vamos -le interrumpí-. No había advertido nada. ¿Qué se le ofrece?

– Verá, señor Bayham, no son éstos momentos ni lugar para presentaciones. La urgencia y la gravedad del asunto que me obliga a dirigirme a usted de manera tan poco ortodoxa lo impiden. Le ruego, no obstante, que suba a mi coche sin perder un segundo, donde estaremos más cómodos y más dispuestos a entablar conversación. Por favor.

En menos de quince segundos todo un proceso de comparación pasó por mi mente; si subía al coche corría el riesgo de arrepentirme más tarde; si no lo hacía, tal riesgo no existía: me arrepentiría sin duda. Me dispuse a entrar. El caballero me ofreció su mano como apoyo, y al tocarla, a pesar del guante que la cubría, tuve la impresión de estrujar algo blando y frío que se dispersaba entre mis dedos como gelatina. El contacto de las manos fue breve y anecdótico y no le di mayor importancia. Me acomodé junto al caballero, cuyo rostro ahora podía discernir con claridad (el pelo canoso, la frente despejada, los ojos grises, las cejas arqueadas, la nariz recta) y dije:

– ¿Y bien?

Pero no obtuve respuesta. En aquel momento el caballero dio una rápida orden al cochero, éste se la transmitió a los caballos por medio del látigo, y las dos bestias se pusieron en marcha, a galope tendido. Entonces me fijé en que no eran animales de tiro ni los percherones que estamos acostumbrados a ver por la ciudad, sino verdaderos caballos de carreras. Iban a gran velocidad por las calles ya desiertas, y el traqueteo me arrojaba una y otra vez contra el caballero, asimismo zarandeado por el movimiento, y contra las paredes del carruaje, impidiéndome proferir queja o protesta alguna, tan ocupado estaba en no perder definitivamente el equilibrio. La carrera duró unos diez minutos y por fin noté que los caballos aminoraban su marcha y pude ver que nos acercábamos a Victoria Station. El coche se detuvo y entonces, sin que tuviera tiempo para reponerme del ajetreado viaje ni para mostrar mi indignación ante tales procedimientos, dos hombres me sacaron de él y me llevaron prácticamente en volandas hasta un andén. Un tren estaba ya en marcha. Corrieron junto a él y me empujaron a su interior; pude ver cómo el caballero corría detrás de nosotros y subía también, con grandes dificultades. Me arrastraron con idéntica precipitación hasta un compartimento vacío que cerraron con pestillo y me arrojaron de mala manera contra uno de los asientos. El caballero (quizá ya no deba llamarle así) se sentó frente a mí y los dos hombres me flanquearon. Uno de ellos, entonces, empezó a insultarme con un cerrado acento escocés que difícilmente me permitía comprender sus palabras, y a acusarme de oportunista. Su lenguaje era intolerable y su voz, que más tarde me perseguiría como una pesadilla que se repite durante varias noches seguidas, chillona y graznadora. Pareció calmarse al cabo de cuatro o cinco minutos y calló. Por primera vez el silencio reinó en el compartimento y yo, dicha sea toda la verdad, no me atreví a aprovecharlo. No me habían amenazado con armas ni me habían coaccionado con palabras, pero el eficaz salvajismo con que el secuestro (creo que puedo llamarlo así, a pesar de todo) se había llevado a cabo, la gran seguridad de no equivocarse y de tener razón en sus afirmaciones de la que todos hacían gala y la evidente violencia de sus actitudes me aterraban hasta límites insospechados. Sólo cuando hubieron transcurrido más de diez minutos, y en vista de que ninguno de los tres hombres parecía dispuesto a darme una explicación, o por lo menos a darme instrucciones, me atreví a hablar, tímidamente:

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