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– No se conocen, ¿verdad? El señor Víctor Arledge, el señor Hugh Everett Bayham.

Los dos hombres se estrecharon las manos y Florence se puso en pie, expresó su ferviente deseo de proseguir la conversación en algún otro momento, se despidió y se fue del brazo de Bayham.

Víctor Arledge esperó unos minutos para no correr el riesgo de alcanzarlos y después encaminó sus pasos hacia el comedor.

Durante los días siguientes Arledge estuvo muy contento y recobró su natural buen humor.

La muerte de Collins, por un lado, y su primer contacto con Bayham y su joven amiga, por otro, lograron que su apatía se desvaneciera y que sus horas no fueran perdidas en vano. Desde aquella fecha, aunque se encontrara desocupado en apariencia, sus sentidos estaban siempre alerta y a la expectativa, avisados de la posibilidad de un nuevo intercambio de impresiones, ya con alguno de los pasajeros restantes, que tal vez podría darle datos acerca de Florence y su padre, ya con ellos mismos o con Bayham. Puede decirse sin reservas que la joven se había convertido, quizá por otros motivos, en objeto de los pensamientos de Arledge tanto como Bayham lo había sido hasta entonces por motivos de curiosidad; y ello, lejos de preocuparle, le hacía revivir aún más. Aunque no sabía por qué Florence Bonington llamaba tanto su atención sin haber hecho nada, en definitiva, para merecerlo, lo cierto es que los movimientos de Arledge estaban pendientes de los de ella, a la espera de una conversación, un saludo, una sonrisa, una mirada furtiva. Pero pronto supo averiguarlo. Florence Bonington era muy joven -no más de diecinueve años- y, aunque desde luego no era una adolescente quinceañera, su belleza perfecta y un tanto fría y sus rasgos generales coincidían con los de la hermana de la aventajada estudiante de piano que había seducido a Hugh Everett Bayham. Era aquel parecido físico lo que hacía que Arledge tratara por todos los medios de complacerla y ganarse sus simpatías. No negaré que la primera explicación que dio Arledge a su repentino interés por la joven tuviera algunos visos de veracidad, pero sí añadiré que tal explicación tenía también como fundamento la carta de Esmond Handl y no los evidentes encantos de la señorita Bonington. Si Arledge, un hombre que tenía con las mujeres el éxito necesario para no verse forzado a dar grandes pasos para conquistarlas, se tomó tantas molestias para entablar amistad con Florence Bonington fue porque, por un lado, a través de Bayham -su objetivo principal- había sabido del muy especial éxtasis que aquella joven, de ser la que él sospechaba, era capaz de proporcionar, y porque, por otro, especulaba con la posibilidad de que fuera ella la que, una vez rendida, le contara los verdaderos pormenores de la aventura de Bayham en Escocia, seguramente, además, con mayor conocimiento de causa. Y esperaba con ansiedad el momento de ver al padre de la joven, que aún no había hecho acto de presencia sobre la cubierta del Tallahassee, y de comprobar si se trataba, como suponía, de un caballero de sienes plateadas, nariz recta, cejas arqueadas y mirada inteligente.

Kerrigan y Seebohm tardaron tres días en solventar los papeleos derivados de la muerte del contramaestre y obtener el permiso de McLiam para proseguir el viaje, y este corto periodo de tiempo, pese a verse amenazado por la suspensión de la travesía y por las difusas sombras de feroces bandidos, sirvió para que los pasajeros calmaran sus ánimos y aplacaran sus inquietudes y para que Esmond Handl superara su malestar y volviera a ser el mismo de siempre. Alejandría, además, se reveló como una de las ciudades más hermosas y deslumbrantes del mundo para los expedicionarios, que tuvieron tiempo suficiente para recorrer sus calles con tranquilidad. Todo mejoró, pues, y mientras el Tallahassee estuvo anclado en el puerto egipcio las tentaciones de Arledge de dar por terminado su viaje en Tánger se vieron momentánea pero estrepitosamente vencidas.

Uno de estos tres días, concretamente la antevíspera de aquel en que el velero habría de abandonar Alejandría, Arledge, tras haber dado un largo paseo por los barrios más pintorescos de la metrópoli en compañía de los Handl, que se habían separado de él durante unos minutos para hacer compras, se sentó en un café de nombre italiano con el propósito de sacudir el polvo que casi privaba de color a su traje y tomar un refresco, cuando vio, a cierta distancia, que Bayham, Florence Bonington y un caballero cuyos rasgos no acertaba a adivinar trataban de hacerse entender o discutían -era difícil asegurarlo- con un vendedor ambulante. Pidió una limonada a un camarero que se había acercado para atenderle, le dijo que volvería inmediatamente y, haciendo lo que se podría llamar -no del todo impropiamente: sus intereses estaban en juego- acopio de valor, fue hacia ellos. Bayham hacía gestos con las manos al vendedor; Arledge presumió que regateaba sin mucho éxito.

– Buenos días -dijo dirigiéndose a Florence Bonington-. Me da la impresión de que tienen dificultades con este experto comerciante. Si puedo servirles de intérprete…

– Oh, buenos días, señor Arledge -contestó la joven volviéndose hacia él; el señor Bonington, un hombre bajo, rechoncho, mal vestido y vulgar, también lo hizo, y ella añadió-: Creo que no conoce usted a mi padre. El señor Arledge, mi padre, el doctor Bonington.

– Encantado -dijo el novelista sin poder disimular cierta expresión de desencanto.

El doctor Bonington hizo una leve inclinación de cabeza.

– Al parecer, este vendedor trata de engañarnos, señor Arledge, y Hugh, como podrá observar, no logra entenderse muy bien con él: -dijo Florence, y dio un golpecito en el hombro de Bayham, que seguía proponiendo números con los dedos y aún no se había percatado de la intervención de Arledge. Hugh Bayham se volvió y, después de saludar con cortesía, explicó su problema.

– Este hombre quiere tres libras por ese jarrón que tiene entre las manos. Me parece excesivo e intento hacérselo comprender.

– ¿Qué precio le parece justo?

– Una libra y media, por ejemplo.

– Me temo que nunca hubiera podido hacer que entendiera esa cifra valiéndose únicamente de los dedos, señor Bayham.

– No me importa pagar tres libras por algo que me gusta, aunque no lo valga -dijo Florence Bonington-, pero me molesta que se obstine en estafarnos.

– No se preocupe, señorita Bonington -dijo Arledge-. Creo que podré arreglarlo.

Se encaró con el vendedor y en su aceptable árabe le explicó la situación. Una libra y media le pareció poco, pero acabó por acceder y Arledge le pagó. Miró a Florence con el jarrón entre las manos y dijo:

– Señorita Bonington, este vaso es un obsequio.

– Gracias, señor Arledge, pero no era necesario que…

– Por favor, ni una palabra más. Y ahora, sin excusa posible, serán tan amables de dejar que les invite a un refresco en aquel café. Tengo una mesa y también una limonada que hace un rato estaba verdaderamente fría. Por favor.

El doctor Bonington pareció dudar; pero Bayham se le anticipó.

– No tenemos intención de negarnos, señor Arledge. Con sumo gusto le acompañaremos.

– Alejandría es una ciudad muy hermosa -dijo Florence cuando ya se hubieron sentado-. Creo que podría quedarme a vivir aquí.

– Sería un tanto incómodo -dijo Arledge-. Hay demasiada mezcla de razas y eso es siempre poco tranquilizador. Los distintos temperamentos chocan y los disturbios se suceden sin interrupción.

– Pero tenga en cuenta, señor Arledge -dijo Bayham-, que a partir de ahora, con la renuncia de Francia y el británico como único control, las cosas sin duda mejorarán.

– Quizá, pero de todas formas es una ciudad muy insegura. Añada usted a esta amalgama la cantidad de marinos de todas las nacionalidades que dan rienda suelta a sus bárbaros impulsos en esta urbe. Una ciudad portuaria, es doblemente peligrosa. Les aseguro que no me atrevería a estar donde estoy ahora a las nueve de la noche.

– Me parece que exagera un poco, señor Arledge, y además, está usted estropeándonos nuestros planes. Pensábamos dar una vuelta esta noche -dijo Florence-. Tengo entendido que la puesta de sol es todo un espectáculo.

– No era mi intención, pero creo mi deber advertirles del riesgo que ello encierra. La vigilancia no es del todo satisfactoria y cruzar la zona del puerto a esas horas es poco menos que un suicidio. Hay atracadores profesionales y todos los habitantes, en realidad, lo son en potencia. Ya lo ha visto con ese vendedor. Si hubiera tenido unos años menos nos habría despojado de todo lo que tenemos en lugar de tratar de arañar unos chelines con no demasiado énfasis.

– Sigo pensando que exagera, señor Arledge -dijo Bayham-. Hay algún peligro, sí, pero no es mayor que el de otras grandes ciudades.

– ¿Londres, por ejemplo? -Londres, por ejemplo, no es una ciudad absolutamente segura.

– Nunca mejor dicho, señor Bayham. Tengo entendido que sufrió usted una agresión hace no mucho.

– Yo sigo pensando que, a pesar de todo, la ciudad es muy hermosa -le interrumpió Florence.

– Eso es innegable -respondió Arledge-. Pero no es óbice para que…

En aquel instante Arledge vio aparecer a Léonide Meffre, que iba directamente hacia la mesa que él, Bayham y los Bonington ocupaban. Otra vez interrumpió su frase, y se levantó al ver que lo hacían sus interlocutores.

– Hola, Meffre -dijo el padre de Florence estrechándole la mano-. Siéntese con nosotros.

Arledge no pudo reprimir una mueca de disgusto, pero no tuvo más remedio que hacer sitio para el poeta francés, que se sentó y dijo:

– Tengo un recado para usted, Arledge. Me encontré con sus amigos, no recuerdo su nombre… los que escriben canciones.

– Los Handl -apuntó Arledge con hosquedad.

– Exacto. El señor Handl no se encontraba muy bien después de tan larga caminata y él y su esposa han regresado al barco. Me pidieron que me acercara hasta donde usted estaba y que le transmitiera sus excusas.

– Se lo agradezco mucho, Meffre -dijo el novelista haciendo un esfuerzo para que el tono de su voz coincidiera con la frase. Y añadió-: Parece que Esmond nunca va a poder disfrutar de este crucero.

Se hizo un silencio y Meffre, algo incómodo, se apresuró a decir:

– Lamento haberles interrumpido. Sigan con su conversación, por favor.

El doctor Bonington se pasó una mano por la cabeza y dijo:

– Ya no recuerdo de qué hablábamos. Arledge aprovechó la ocasión.

– Charlábamos sobre un desagradable incidente que tuvo el señor Bayham en Londres hace unos meses.

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