Malinalli y Cortés penetraron desnudos al temascal. Era sorprendente mirar a Cortés despojado de sus vestiduras y sus apariencias. Se le veía disminuido y vulnerable. La condición indispensable para realizar ese rito de purificación y renacimiento era la desnudez, pues para que la limpieza de la sangre suceda es necesario que todos los poros del cuerpo se expandan, se abran y, al hacerlo, permitan que el vapor, esa otra imagen del agua, ese espíritu del agua purifique al cuerpo en cuatro tiempos, que significan los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, los cuatro elementos.
Era la primera experiencia que Cortés tenía con esta práctica sagrada y aceptó participar en ella a petición de Malinalli, quien estaba tan convencida de que los dioses nos devuelven la conciencia al materializar su sustancia en el agua, que le había pedido a Cortés que antes de tomar ninguna acción en contra de los habitantes de Cholula, se relajara dentro del temascal.
Cortés se resistió en un principio, la petición le parecía sospechosa. ¿Qué propuesta era ésa de entrar en un pequeño recinto circular que tenía una sola puerta de salida -la misma que de entrada-y al que tenía que introducirse desnudo y desarmado? El ambiente que se respiraba en Cholula no era como para prodigar confianza ciega a nadie. Hasta el momento, ninguno de los dos regidores de la ciudad lo habían querido recibir. Cholula contaba con un regidor temporal, Tlaquiach -señor del aquí y el ahora- y uno espiritual, Tlachiac -señor del mundo bajo la tierra-; ambos vivían en casas anexas al templo de Quetzalcóatl. La gente de Cholula hablaba náhuatl, la lengua del imperio, y eran súbditos de los mexicas, a quienes pagaban tributo, pero Cholula era un señorío independiente y, al igual que Tlaxcala, tenía un gobierno regido por varios señores. Eran gente orgullosa y no concebían ninguna circunstancia de la cual su dios Quetzalcóatl no pudiera protegerlos, por lo que se mostraban todo menos temerosos ante los extranjeros. Confiaban plenamente en su dios tutelar.
Cortés y sus hombres habían llegado a Cholula de camino a Tenochtitlan, acompañados de sus aliados, los totonacas de Cempoala y los tlaxcaltecas. Los españoles entraron en Cholula después de caminar la distancia de unos cuarenta kilómetros que separaba Tlaxcala de Cholula. Fueron recibidos y alimentados, pero no así los totonacas y tlaxcaltecas, quienes permanecieron en las afueras de la ciudad. Sólo algunos cientos entraron junto con los españoles, transportando la artillería y el equipo en general. La razón era que los habitantes de Cholula tenían viejas rencillas con los de Tlaxcala y de ninguna manera aceptaron que entraran a la ciudad, y mucho menos armados.
Cortés quedó impactado ante la belleza y grandeza de Cholula. Cholula era una ciudad próspera y densamente poblada. Sus templos indicaban que Cholula era sin duda uno de los más importantes centros religiosos del Nuevo Mundo. El templo principal estaba dedicado al culto de Quetzalcóatl y la ciudad tenía la pirámide más alta de México, con ciento veinte gradas.
Aparte de este templo, Cortés contó cuatrocientas treinta y tantas torres -pirámides-, que él llamaba mezquitas. Cholula tendría casi doscientos mil habitantes y unas cincuenta mil casas. Era la ciudad más importante que habían visto los españoles en su largo trayecto desde la costa. Uno de sus atractivos era un mercado inmenso cuyas especialidades eran los trabajos de arte plumario, las vajillas de barro y las piedras preciosas.
Sin embargo, a los tres días de la llegada de los españoles, los habitantes de Cholula, aparentando una baja de provisiones, dejaron de suministrarles comida a los españoles y sólo les dieron agua y leña. Cortés tuvo entonces que pedirle a los tlaxcaltecas que les consiguieran comida.
En la ciudad se respiraba una atmósfera de suspicacia y nerviosismo. Cortés se enteró por los tlaxcaltecas de que afuera de la ciudad se estaban juntando tropas mexicas. Sus informantes le advirtieron de que lo más probable era que estuviesen preparando -junto con los cholultecas- una emboscada en su contra.
Ante tal clima de intriga, Cortés tenía que tomar una decisión. Ya había enfrentado y vencido a totonacas y tlaxcaltecas, ya contaba con su apoyo, tenía que seguir adelante con sus planes de conquista. Tenía que llegar a Tenochtitlan. No iba a permitir que lo detuvieran. Tenía que tomar una decisión
determinante.
El, Cortés, no era un simple soldado, era el emisario y representante del rey de España y la emboscada que se preparaba en su contra, por extensión, también estaba dirigida contra el rey de España. Por lo que tenía que actuar en nombre de la Corona, defenderla con firmeza y castigar con la muerte la traición que se estaba fraguando en contra del rey de España.
Ante estos hechos, era lógico que Cortés no tuviera deseos de tomar un baño dentro del temascal; estaba más preocupado por atacar antes de ser atacado que por participar en cualquier clase de rito pagano.
Sin embargo, Cortés -quien no daba ni tres pasos sin una escolta que lo protegiera- inesperadamente aceptó entrar al temascal a pesar de que al hacerlo quedaba literalmente preso. La razón fue que Malinalli le explicó en pocas palabras que, años atrás, los toltecas habían desplazado a los olmecas, los antiguos habitantes de Cholula, y en ese lugar habían instaurado el culto a Quetzalcóatl, deidad a quien se le relacionaba con Venus, la Estrella de la Mañana, la que acompaña al sol en su trayecto. Quetzalcóatl fue un hombre que se convirtió en dios. Un dios que no necesitaba de sacrificios humanos, que no los pedía, que sólo necesitaba encender con su bastón al viejo sol para que de él surgiera el nuevo sol sin sacrificios humanos de por medio, sacrificios que los aztecas realizaron cuando se instalaron en Tula, traicionando los principios de Quetzalcóatl. Los aztecas por eso temían su regreso; se sentían culpables y esperaban el castigo.
– Si entras al temascal, si te desnudas de todos tus atavíos, de todos tus metales, de todos tus miedos y te sientas sobre la Madre Tierra, junto al fuego, junto al agua, podrás renovarte, renacer, elevarte, navegar por el viento como lo hizo Quetzalcóatl, dejar a un lado tu piel, tu vestimenta humana y convertirte en dios, y sólo un dios como ése puede vencer a los mexicas.
Cortés ya no lo dudó más. Se había dado cuenta de la enorme espiritualidad del pueblo indígena y su instinto guerrero le dijo que era lo correcto. Que si lograba mostrarse ante ellos como su dios Quetzalcóatl no habría poder humano que lo derrotara. De cualquier manera puso a dos de sus capitanes vigilando la entrada del temascal y ordenó rodear de soldados todo el perímetro que lo abarcaba.
En el interior del temascal, la atmósfera era extraordinaria. A pesar de la penumbra, podían adivinarse con precisión los rostros de Cortés y Malinalli, dibujados por la tenue luz que penetraba por el único orificio que tenía ese vientre de piedra, ese pequeño espacio totalmente invadido de un cálido vapor.
Los buenos propósitos de Malinalli de poner a Cortés en contacto con la naturaleza responsable de entretejer la inteligencia de lo invisible, aquella que intercambia a la semilla con el árbol, al fruto con el paladar, a la cáscara con el lodo, a la piedra con el fuego, al esperma con el pensamiento, al pensamiento con las estrellas, a las estrellas con los poros de la piel y a los poros de la piel con la saliva que pronuncia palabras que expanden al universo, estuvo a punto de fracasar debido a que la oscuridad y la desnudez despertaron en ellos una excitación inesperada y nunca antes conocida.
A Malinalli, la cercanía de un hombre que no pertenecía ni a su mundo ni a su raza, pero que ya era parte de su pasado, la inquietó. Su memoria se agudizó y los recuerdos penetraron su pensamiento como alfileres recordándole el dolor que sintió el día anterior al ser poseída con fuerza por Cortés; su cuerpo aún le dolía, sin embargo, sentía una comezón, un ardor, una necesidad de nuevamente ser abrazada, tocada, besada.
Por su lado, Cortés recordó en sus labios la agradable sensación que sintió al lamer y succionar los pezones de esa mujer, y le dio un antojo irrefrenable de beber el sudor que en ese momento escurría por sus pezones, pero ninguno de los dos hizo ni lo uno ni lo otro. Se quedaron inmóviles y en silencio total.
El ambiente se cargó de electricidad. No se atrevían a mirarse a los ojos. Cortés había elegido sentarse frente al orificio de entrada del temascal, con las espaldas cubiertas por el adobe. De esta manera controlaba por completo la posible entrada de un enemigo al íntimo recinto. Malinalli, sentada frente a él, a su manera también buscó protección. Envolvió con los brazos sus piernas y, de esta manera, cerró la entrada a su cuerpo, a su parte más sensible, a la mirada y el alcance de Cortés.
A Cortés, el estar dentro de ese pequeño espacio lo ubicaba en otro tiempo, lo hacía olvidar su insaciable sed de conquista, su irrefrenable deseo de poder. En ese instante lo único que deseaba era hundirse en el centro de las frondosas piernas
de Malinalli para ahogarse en el océano de su vientre, para acallar su mente por un momento. Ese inmenso deseo, esa enorme necesidad de fundirse en Malinalli lo atemorizaba, pues sintió entonces que era capaz de perder el control y entregarse por primera vez a alguien. Le dio temor perderse en ella y olvidar el propósito de su vida. Así que en vez de poseerla rompió el molesto silencio:
– ¿Por qué hay tantas esculturas de serpientes? ¿Todas ellas representan a tu dios Quetzalcóatl?
Cortés había visto muchas serpientes de piedra en Cholula, que aterrorizaban y fascinaban la atención de su mirada.
– Sí-respondió Malinalli.
No quería hablar. Deseaba estar en silencio y quería que Cortés hiciera lo propio. Le gustaba verlo callado. Con la boca cerrada. Cuando no se expresaba verbalmente, Malinalli podía imaginar que la flor y el canto invadían sus pensamientos; en cambio, cuando hablaba, lo que él decía contradecía en todo lo que ella pensaba, lo que ella anhelaba, lo que ella soñaba. Definitivamente, callado se veía más atractivo.
Pero Cortés se sentía incómodo con el silencio, no sabía qué hacer en ese ambiente de calma, lo único que se le ocurría era lanzarse sobre Malinalli y poseerla, aunque el calor era tan intenso que no daban ganas de moverse. Así que insistió:
– Y ese Quetzalcóatl, como le dices, ¿qué clase de dios es? Porque has de saber que nosotros fuimos expulsados del Paraíso a causa de una serpiente.