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Tres.

Era plena primavera cuando bautizaron a Malinalli. Ella vestía toda de blanco. No había otros colores en su vestido, pero sí volúmenes en su bordado. Malinalli sabía la importancia del bordado, del hilado y del arte plumario y había elegido para la ocasión un huípil ceremonial, lleno de significados, que ella misma había elaborado.

Los huipiles hablaban. Decían muchas cosas de las mujeres que los habían tejido. Hablaban de su tiempo, de su condición social, de su estado civil, de su conexión con el cosmos. Ponerse un huípil era toda una iniciación, al hacerlo uno repetía diariamente el viaje interior hacia el exterior. Al meter la cabeza por el orificio del huípil, uno transitaba entre el mundo de sueños que está reflejado en el bordado hacia la vida que aparece en cuanto uno saca la cabeza. Ese despertar a la realidad es un acto ritual matutino que recuerda día a día el significado del nacimiento. Los huipiles la mantienen a una con la cabeza en el centro, cubierta por delante, por detrás y por los costados. Esta cruz que forma la tela bordada del huípil significa estar plantada en el centro del universo. Alumbrada por el sol y arropada por los cuatro vientos, los cuatro rumbos, los cuatro elementos. Así se sentía Malinalli con su bello huipil blanco lista para ser bautizada.

Para ella, la ceremonia del bautizo era muy importante y le emocionaba profundamente saber que para los españoles también. Asimismo, sus antepasados acostumbraban su realización, pero a su manera. Su abuela se la hizo cuando ella nació y se suponía que a los trece años se la tenían que haber realizado de nuevo, pero nadie lo hizo. Malinalli lo lamentó mucho.

El número trece era muy significativo. Son trece las lunas de un año solar. Trece menstruaciones. Trece las casas del calendario sagrado de los mayas y mexicas. Cada una de las casas la integraban veinte días y la suma de trece casas por los veinte días daban un resultado de doscientos sesenta días. Cuando uno nacía, tanto el calendario solar de trescientos sesenta y cinco días como el sagrado, de doscientos sesenta días, daban inicio y no se volvían a empatar hasta los cincuenta y dos años. Un ciclo completo donde nuevamente se daba inicio a la cuenta.

Si se suman el cinco y el dos, del número cincuenta y dos se obtiene un siete, y siete también es un número mágico porque son siete los días que integran cada una de las cuatro fases de la luna. Malinalli sabía que los siete primeros días, cuando la luna se encontraba entre la tierra y el sol, estaba oscura pues la luna nueva apenas se hallaba a punto de surgir, era el momento de estar en silencio para que todo aquello que estuviera por nacer lo hiciera libremente, sin ninguna interferencia. Era el mejor momento para «sentir» cuál debía ser el objetivo principal de la actividad que uno tenía que realizar en el siguiente ciclo lunar. Era el nacimiento del propósito. Los próximos siete días, cuando la luna salía a mediodía y se ponía a medianoche, mostrando sólo medio rostro, era el momento de avanzar en dichos propósitos. Cuando la luna se encontraba al lado de la tierra y reflejaba plenamente los rayos del sol sobre su superficie, era el momento de celebrar y compartir los logros obtenidos, y los últimos siete días, cuando la luna mostraba la otra mitad de su rostro, era momento para recapitular sobre todo lo obtenido en esos veintiocho días.

Todas estas nociones del tiempo son las que acompañaban a cada ser humano desde el momento en que nacía. Malinalli había nacido en la casa doce. La fecha de nacimiento marcaba un destino y por eso Malinalli llevaba el nombre de la casa en la que había nacido. El significado del doce es el de la resurrección.

El glifo que corresponde al día doce es el de una calavera de perfil, pues representa todo aquello que muere o se transforma. El cráneo, en vez de pelo tiene malinalli, una fibra también llamada zacate de carbonero. El glifo doce alude a la muerte que abraza a su hijo muerto y le procura reposo. Representa la unidad o madre que arrebata a la muerte el bulto de un cuerpo envuelto con su tilma y atado con malinalli, el zacate sagrado. Se apodera de él para devolverlo a la unidad del uno y parirlo, renovado. Malinalli también era el símbolo del pueblo, así como de la ciudad bruja de Malinalco, fundada por la diosa lunar-terrestre Malínal-Xóchitl o Flor de Malinalli.

Curiosamente, fue con malinalli de lo que estaba hecha la manta que Juan Diego portaba el día en que en el año de 1531 se le apareció la Virgen de Guadalupe sostenida por la luna, el día doce del doceavo mes y a los doce años de la llegada de Hernán Cortés a México.

Malinalli estaba tan orgullosa de todos estos conceptos contenidos en el significado de su nombre, que intentó plasmarlos en el huipil que lunas atrás había comenzado a bordar.

Fue en el silencio que sintió la necesidad de elaborarlo y hasta ahora comprendió que había estado en lo correcto. Ese huipil era el indicado para ser utilizado precisamente en la anhelada ceremonia del bautizo. Estaba fabricado con hilo de seda, hilado por ella misma y tejido en telar de cintura. Tenía incrustaciones de conchas marinas y plumas preciosas. Llevaba bordado el símbolo del viento en movimiento en el pecho, circundado por serpientes emplumadas. Era, en sí, un mensaje cifrado para ser visto y valorado por los emisarios del señor Quetzalcóatl.

Vestía como una devota fiel pero nadie parecía notarlo. Malinalli esperaba ansiosa una respuesta que le indicara que alguien la reconocía. Al único que parecía deslumbrarle su atavío era a un caballo que tomaba agua en el río y que nunca le quitó la vista durante el tiempo en que duró la ceremonia del bautizo. A Malinalli no le pasó inadvertido y desde ese momento surgió entre ellos una relación de afecto.

Cuando la ceremonia terminó, Malinalli se acercó a Aguilar, el fraile, para preguntarle cuál era el significado de Marina, el nombre que le acababan de poner. El fraile le respondió que Marina era la que provenía del mar.

– ¿Sólo eso? -preguntó Malinalli. El fraile respondió con un simple:

– Sí.

La desilusión se dibujó en sus ojos. Ella esperaba que el nombre que le estaban adjudicando los enviados de Quetzalcóatl tuviera un significado mayor. No se lo estaban poniendo unos simples mortales que desconocían por completo el profundo significado del universo, sino unos iniciados, como ella suponía. Su nombre tenía que significar algo importante.

Insistió con el fraile, pero la única respuesta adicional

que obtuvo fue que lo habían elegido porque Malinalli y Marina guardaban cierta similitud fonética.

No. Se negaba a creerlo. Siendo un día tan importante en la vida de Malinalli, decidió no dejarse caer en el desencanto y por ella misma se dedicó a enseñorear su nuevo nombre. Si su nombre indígena significaba «hierba trenzada» y las hierbas y todas las plantas en general necesitaban de agua, y su nuevo nombre estaba relacionado con el mar, significaba que tenía asegurada la

vida eterna pues el agua es eterna y por siempre iba a alimentar lo que ella era: una hierba trenzada. Sí, ¡ese mismo era el significado de su nombre!

Enseguida quiso pronunciarlo pero le fue imposible. La erre de Marina se le atoraba en la punta de la lengua y lo más que logró después de varios intentos fue decir «Malina», lo cual la dejó muy frustrada.

Una de las cosas que más admiración le causaba era que con un mismo aparato bucal los seres humanos fuesen capaces de emitir infinidad de sonidos diferentes, y ella, que se consideraba una muy buena imitadora, no entendía por qué no podía con la erre.

Le pidió al fraile que pronunciara su nombre una y otra vez y no despegó su vista ni un segundo de los labios de Aguilar, quien pacientemente repitió Marina repetidas veces. A Malinalli le quedó claro que lo que se necesitaba para lograr pronunciar la erre era colocar la lengua, detrás de los dientes sólo un instante, pero su lengua aparte de colocarse atrás del paladar, como estaba acostumbrada, no se movía con la velocidad requerida, por lo que el resultado era desastroso.

Era obvio que necesitaba de mucha práctica, pero no estaba dispuesta a darse por vencida. Desde niña había ejercitado su lengua para reproducir sonidos. Al año de edad, gustaba de balbucear, de hacer ruidos con la boca, bombitas de saliva e imitar todo sonido que escuchaba. Ponía mucha atención en el canto de los pájaros, en el ladrido de los perros. Arropada por el silencio de la noche, gustaba de descubrir sonidos lejanos e identificar al animal que estaba emitiendo tal o cual sonido para luego remedarlo, y hasta antes de la llegada de los españoles su método de aprendizaje era muy efectivo, pero el nuevo idioma había llegado a su vida trayendo nuevos y complicados retos.

Quiso intentar con otra palabra para no sentirse tan frustrada y se decidió por preguntarle al fraile sobre su dios. Quería saber todo de él. Su nombre, sus atributos, la forma de allegarse a él, de hablarle, de celebrarlo, de alabarlo.

Le había encantado escuchar en el sermón previo al bautizo -que Aguilar mismo había traducido para todos ellos- que los españoles les pedían que no se siguieran dejando engañar con dioses falsos que exigían sacrificios humanos. Que el dios verdadero que ellos traían era bueno y amoroso y nunca les exigiría algo por el estilo. A los ojos de Malinalli ese dios misericordioso no podía ser otro que el señor Quetzalcóatl que con ropajes nuevos regresaba a estas tierras para reinstaurar su reino de armonía con el cosmos. Le urgía darle la bienvenida, hablar con él.

Le pidió al fraile que le enseñara a pronunciar el nombre de su dios. Aguilar amablemente lo hizo y Malinalli, llena de emoción, descubrió que esa palabra, al no tener ninguna erre de por medio, no se le dificultaba en absoluto. Malinalli aplaudió como niña chiquita. Se sentía encantada.

La maravillaba la sensación de pertenencia que sentía cuando lograba pronunciar el nombre que un grupo social había asignado a alguna cosa. La convertía de inmediato en cómplice, en amiga, en parte de una familia. Ese sentimiento la llenaba de alegría pues no había nada que la molestara más que sentirse excluida. Enseguida, Malinalli le preguntó al fraile sobre el nombre de la esposa de Dios. Aguilar le dijo que no tenía esposa.

– Entonces, ¿quién es esa mujer con el niño en brazos que pusieron en el templo?

– Es la madre de Cristo, de Jesucristo, quien vino a salvarnos.

¡Era una madre! La madre de todos ellos, entonces debía ser la señora Tonantzin.

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