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Cubrió con tierra las cenizas que quedaban de lo que para ella era su fuego viejo y partió, con sus quince años a cuestas y la compañía de su abuela y Quetzalcóatl en las entrañas.

Aquel día, Cortés se había levantado de madrugada.

No podía dormir. Durante la noche, los pocos ratos en que logró conciliar el sueño fueron interrumpidos por espantosas pesadillas. La más aterradora se derivaba de un sueño que había tenido años atrás, en el cual se había visto rodeado de gentes desconocidas que lo llenaban de atenciones y honores, tratándolo como a un rey. En su momento, ese sueño lo había llenado de felicidad y le había proporcionado la certeza de que él iba a ser alguien importante. Sin embargo, la noche anterior ese sueño se había convertido en pesadilla, los honores en burlas, en intrigas susurrantes, en cuchillos con ojos que se encajaban en su espalda… en muerte. Lo peor de todo era que, al abrir los ojos, el sueño continuaba, el miedo seguía ahí, agazapado en la oscuridad.

La oscuridad no le gustaba, le achaparraba el alma. Durante sus largas travesías marinas siempre buscó en el cielo a la estrella Polar, la estrella de los navegantes, para no sentirse perdido. Cuando el cielo estaba nublado y no podía ver las estrellas, navegar sobre un mar negro lo llenaba de ansiedad.

No entender el idioma de los indígenas era lo mismo que navegar sobre un mar negro. Para él, el maya era igual de misterioso que el lado oscuro de la luna. Sus ininteligibles voces lo hacían sentirse inseguro, vulnerable. Por otro lado, no confiaba del todo en su traductor. No sabía hasta dónde el fraile Jerónimo de Aguilar era fiel a sus palabras o era capaz de traicionarlas.

El fraile le había llegado prácticamente caído del cielo. Sobreviviente de un naufragio años atrás, Jerónimo de Aguilar había sido hecho prisionero por los mayas. En cautiverio, había aprendido la lengua y las costumbres de aquella cultura. Cortés se había sentido muy afortunado cuando se enteró de su existencia y rápidamente lo hizo rescatar. De inmediato, Aguilar le proporcionó a Cortés información importantísima acerca de los mayas y, sobre todo, del imperio mexica, extenso y poderoso.

Aguilar resultó muy útil como intérprete entre Cortés y los indígenas de Yucatán, pero no había mostrado habilidad alguna para la negociación y el convencimiento, ya que, de haberla tenido, las primeras batallas entre españoles e indígenas no habrían sido necesarias. Cortés prefería recurrir al diálogo que a las armas. Peleaba sólo cuando fracasaba en el campo de la diplomacia. Y pronto tuvo que hacerlo.

Cortés había ganado la primera batalla. Su instinto de triunfo había logrado la derrota de los indígenas en Cintla. Desde luego, la presencia de los caballos y la artillería había jugado el papel más importante en esa su primera victoria en suelo extraño. Sin embargo, lejos de encontrarse con ánimo festivo y celebrando, un sentimiento de impotencia se había apoderado de su mente.

Desde pequeño había desarrollado la seguridad en sí mismo por medio de la facilidad que poseía para articular las palabras, entretejerlas, aplicarlas, utilizarlas de la manera más conveniente y convincente. A todo lo largo de su vida, a medida que había ido madurando, comprobaba que no había mejor arma que un buen discurso. Sin embargo, ahora se sentía vulnerable e inútil, desarmado. ¿Cómo podría utilizar su mejor y más efectiva arma ante aquellos indígenas que hablaban otras lenguas?

Cortés hubiera dado la mitad de su vida con tal de dominar aquellas lenguas del país extraño. En La Española y en Cuba había progresado y ganado puestos de poder gracias a la manera en que decía sus discursos, adornados con latinajos, luciendo sus conocimientos.

Cortés sabía que no le bastarían los caballos, la artillería y los arcabuces para lograr el dominio de aquellas tierras. Estos indígenas eran civilizados, muy diferentes a aquellos de La Española y Cuba. Los cañones y la caballería surtían efecto entre la barbarie, pero dentro de un contexto civilizado lo ideal era lograr alianzas, negociar, prometer, convencer, y todo esto sólo podía lograrse por medio del diálogo, del cual se veía privado desde el principio.

En este nuevo mundo recién descubierto, Cortés sabía que tenía en sus manos la oportunidad de su vida; sin embargo, se sentía maniatado. No podía negociar, necesitaba con urgencia alguna manera de manejar la lengua de los indígenas. Sabía que de otra forma -a señas, por ejemplo- le sería imposible lograr sus propósitos. Sin el dominio del lenguaje, de poco le servirían sus armas. Pensó que sería lo mismo que querer utilizar un arcabuz como un garrote, en vez de dispararlo.

La velocidad de su pensamiento podía crear en fracción de segundos nuevos propósitos y nuevas verdades que le sirvieran para

sostener la vida de acuerdo a su conveniencia. Pero estas ideas y propósitos descansaban en la solidez de su discurso.

También estaba convencido de que la fortuna favorece a los valientes, pero en este caso la valentía -que la tenía de sobra- de poco serviría. Ésta era una empresa construida desde el principio a base de palabras. Las palabras eran los ladrillos y la valentía la argamasa.

Sin palabras, sin lengua, sin discurso no habría empresa, y sin empresa, no había conquista.

La noche que había precedido al nuevo día había llenado de pesadillas la mente de Moctezuma.

El emperador había soñado con niños que caminaban desnudos sobre la nieve que cubría los volcanes Popocatepetl e Iztaccíhuatl. Lo hacían gustosos a pesar de que serían sacrificados para que Huitzilopochtli fuera alimentado. Moctezuma vio cómo esos niños fueron ahogados en un ojo de agua y cómo sus cuerpos flotaban. Luego vio que el dios del agua caminaba encima de ellos y del cielo se desplomaban gruesas gotas de agua, las mismas que el emperador Moctezuma tenía en sus ojos al despertar. Después, sin estar dormido, imaginó que los cráneos de los niños serían los vasos donde todos ellos beberían agua.

Su imaginación, al mismo tiempo, le provocaba espanto y placer. Y tal vez esto último fue lo que más lo horrorizó. De pronto, un violento viento abrió la puerta de golpe y dejó caer la luz del sol sobre la cara de Moctezuma. Luz y viento desayunaban sus ojos esa mañana.

El aire, con violencia, movía las telas y arrancaba de su lugar lo acomodado, tiraba al piso los objetos del cuarto donde Moctezuma dormía. El terror se apoderó del mandatario y su mente fabricó a gran velocidad una serie de imágenes de castigos ejemplares: agujas de maguey que atravesaban la lengua y el pene; agujas sangrantes que hablaban de culpa, de la gran culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas porque su pueblo, el de los aztecas, había traicionado y deformado los principios de la antigua religión tolteca.

Los aztecas eran un pueblo nómada que dejó de serlo cuando se estableció en Tula. El fundador mítico de Tula fue Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, y Moctezuma estaba seguro de que la llegada de los españoles se debía a que Quetzalcóatl estaba de regreso y venía a pedirle cuentas. El terror al castigo del dios paralizó su enorme capacidad guerrera. De otra forma, habría aniquilado a los extranjeros en un solo día.

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