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– Loables ideas, joven -dije-, loables ideas, no hay que dejar pasar al fascismo.

Me miró con un asomo de sorpresa; luego sonrió, tenía casi todos los dientes cariados, y dijo:

– Se equivoca, caballero. Mi vocación es la obstetricia.

– Es igual, amigo mío -dije-, todos debemos poner nuestro granito de arena.

Era un chico agradable y espontáneo, y parecía muy seguro de sí mismo.

Irrumpimos en la recepción tan ruidosamente como si aquello fuera una sala de baile. A los pocos segundos conseguí escabullirme por un pasillo cualquiera. A mis espaldas resonaron, cada vez más lejanas, unas voces juveniles:

– Adiós, Hélène.

– Adiós, Paul.

– Adiós, Lisa.

– Adiós, Robert.

Como un desertor, como el desertor que hubiera podido ser de no mediar el gas, me introduje en el hospital sin seguir demasiado tiempo un mismo derrotero, evitando a las enfermeras o a las visitas que de pronto aparecían, llorosas o sonrientes, por puertas que se abrían en los recodos más inesperados.

Mi deseo de evitar ser visto hizo que al cabo de unos minutos involuntariamente me perdiera. A esto también contribuyó la escasez de letreros que informaran al visitante de su situación actual, bien al contrario, las salas no estaban numeradas de forma correlativa, lo que dificultaba cualquier orientación; de igual manera, las escaleras, caprichosas, desiguales, con abundancia de rellanos inútiles, sumadas a los círculos y semicírculos de los pasillos, conseguían que el más avezado de los visitantes ignorara en un momento dado en qué piso se encontraba. Todo lo anterior resultaba agravado por mi determinación de no preguntar nada a nadie.

Pronto no hubo a quién preguntárselo. El pasillo al que llegué era oscuro y húmedo, con las paredes de cemento sin estucar, flanqueado por dos habitaciones: un cuarto de baño a medio construir y un trastero sin luz en donde se arracimaban colchones y paquetes de mantas comidas por la polilla. El pasillo terminaba en una pared en la que se apreciaban los trazos ilegibles de una inscripción hecha cuando el cemento estaba fresco, de carácter pornográfico, enmarcada dentro de un gran corazón. Todo allí olía a orina, a podrido, a revoltijo de heces humanas y animales, como si una costra de mugre delgada y dura alfombrara todo el suelo.

Decidí que esperaría hasta las nueve refugiado en el cuarto de baño y luego buscaría a Vallejo.

Cuando salí la actividad había decrecido considerablemente. Las visitas se habían marchado y los blancos pasillos se sucedían como páginas de un libro escrito en lengua extranjera, perturbados apenas por el sonido de voces remotas, sosegadas, el tintineo de las mesas de ruedas que portaban medicinas o recogían la cena de los enfermos, el borborigmo del agua en los depósitos, el estrépito mínimo que llegaba de las calderas.

Sólo en dos ocasiones encontré gente; la primera, una enfermera que saludó inclinando la cabeza, confundiéndome o creyéndome médico; la segunda, un anciano que se arrastraba por un pasillo lateral a los grandes pasillos y que ni siquiera me miró.

Bajé, subí escaleras; me recuerdo mirando por una ventana una casa de tres pisos en el otro lado de la calle con igual fascinación que si mirara un planeta quimérico; evitaba salir a lo que creía eran los pasillos más transitados y cuando lo hacía era rápido, disponiendo sólo del tiempo necesario para reorientarme; abrí puertas, contemplé el rostro demacrado de un hombre gordo que dormía con la lamparilla del velador encendida; la cabeza de una anciana hundida en la almohada con expresión de felicidad mientras a su lado, en un sillón, dormía un hombre maduro, tal vez su hijo o su amante; vi el rostro redondo de una niña que también me miró, sin miedo y sin sorpresa.

Las galerías se alargaban a medida que transcurrían los minutos. Cada vez sentía más frío, mis pasos parecían resonar a lo largo de todos los pabellones, sabía que no iba a encontrar jamás la habitación de Vallejo.

Fue entonces, mientras intentaba hallar la salida de una zona en la que la búsqueda había sido infructuosa, cuando vi aquello al final del pasillo, como si todo el tiempo hubiera estado allí esperándome. Era apenas una silueta confusa, un cuerpo sin brazos, una pesadilla catapultada de golpe desde la infancia. Inspiraba más piedad que miedo, pero su presencia era insoportable. Abrázala, pensé, pero no me detuve mucho tiempo a considerarlo. Mis manos temblaban.

Intuí que la silueta también estaba temblando. Di media vuelta y eché a correr.

El laberinto, el gusto por el laberinto, se apoderó de mí: cada pasillo que surgía, cada escalera y ascensor eran una tentación a la que claudicaba, afiebrado, caminando a ciegas bajo la luz inconstante de las galerías. Descubrí que transpiraba a chorros, me apoyé contra una puerta, la puerta se abrió.

La habitación tenía dos camas, ambas vacías. Cerré la puerta y dejé que mi vista se acostumbrara a la penumbra. Fuera, el pasillo recobró su silencio especular de paisaje nevado. Me tendí en una cama. Las ramas de un árbol se asomaban por la ventana como trazos de un grabado japonés. Pensé en madame Reynaud, en la sencillez filiforme de la vida, en la necesidad de verla. Hacía frío y supuse que en alguna parte tenía que haber algún sistema de calefacción. Al aproximarme a la ventana vi bajo ésta a tres personas en medio de un cuadrilátero de hormigón que pretendía ser una plazoleta interior. La luz de un farol alargaba sus sombras hasta más allá de unas arcadas grises.

Eran dos hombres y una mujer; conversaban; la mujer de cuando en cuando golpeaba el suelo con el tacón del zapato; llevaba un vestido de dos piezas, negro, y sujetaba con el mismo brazo una gabardina gris y la cartera. Uno de los hombres vestía bata blanca de médico y el otro, pequeño, grueso, llevaba un sombrero calado hasta las orejas. Este último daba la impresión de escuchar a los otros dos sin convicción, impaciente, mientras miraba de reojo y con desconfianza su propia sombra que se extendía hasta el pie de las arcadas.

No podría precisar qué fue lo que me llamó la atención, pero después de dar una vuelta por el cuarto buscando la calefacción que de antemano sabía inexistente y que, caso de haberla, por prudencia y discreción tampoco hubiera encendido, me precipité de un salto junto a la ventana, como si me faltara el aire, la nariz y la boca pegadas al vidrio hasta empañarlo.

Llegué a tiempo para ver al hombre grueso cruzar la plazoleta y perderse en un corredor abierto donde alcancé a vislumbrar enormes tinajas de greda negra. La mujer y el otro permanecieron en una actitud de espera, el rostro del hombre inclinado, como estudiando el dobladillo del vestido de su acompañante, el de ella recorriendo sin curiosidad las ventanas que tenía a su derecha, todas opacas. En algún momento el hombre sacó cigarrillos y le ofreció. Ella movió la cabeza, la palabra gracias apenas insinuada, y volvió la vista hacia la izquierda, dubitativa, como si ahora contara las ventanas de esa fachada, en la cual, si escudriñaba bien, podría descubrir mi silueta, asustarse de encontrarme allí, contemplándoles, asustarme. De improviso volvió a aparecer el que se había marchado y acaparó las miradas.

Pude apreciar que se parecía a Lemière (el que estaba con la mujer se parecía a Lejard, pero ella no era, por supuesto, madame Vallejo). Bamboleándose con rapidez, con andares de pato asustadizo atravesó el empedrado. Había salido directamente de las arcadas y parecía tener prisa por reunirse con los otros. Con delicadeza, morosamente, la mujer le puso una mano en el hombro y el hombre grueso (no era Lemière) hizo un gesto, sin mirarla, que no comprendí. El médico cogió entre las suyas la mano de la mujer y el hombre grueso se sacó el sombrero, esperó que los otros dejaran de consolarse y repitió el gesto. Era un simple no, la cabeza movida horizontalmente a derecha, a izquierda, a derecha… Con una crispación interna que la convertía en algo mucho más punzante la barbilla del hombre grueso golpeó como un badajo contra su clavícula, como si al denegar se estuviera esfumando su propia libertad. La mujer retiró la mano que el médico sostenía y se la llevó a los ojos, desde donde resbaló hasta la mejilla, autónoma, como una araña, los dedos cubriendo la boca. El hombre grueso se encogió de hombros. El médico hizo con la cabeza un gesto brusco, falsamente optimista, y cogió a la mujer de la cintura. Esta se dejó llevar, dócil, en dirección contraria a las arcadas, hasta pasar justo por debajo de mi observatorio (el médico tenía la coronilla calva, perfectamente tonsurada, y el pelo de ella parecía suave, cayendo en ondas que reflejaban la luz amarilla del farol). El hombre grueso permaneció todavía un instante de pie en medio de la plazoleta, el mentón hundido, las manos en los bolsillos, y luego echó a andar detrás del médico y la mujer.

No tuve que aguardar mucho para saber que, fuera lo que fuese lo que allí se representaba, aún no había terminado. Enfrente, en la franja oscura amparada por las arcadas, vi el rescoldo de un cigarrillo, adiviné a una persona fumando sentada en el banco de madera que corría a lo largo de la pared. Creo que estuvo allí todo el tiempo y creo que ellos lo sabían o lo intuían cerca, al menos el hombre grueso tuvo que saberlo, tuvo que verlo, probablemente fue él quien, adulador y medroso, le encendió el cigarrillo, quien tapó con su cuerpo el chispazo de la cerilla.

Alcancé a decirme que estaba espiando cosas que, amén de ajenas, carecían de interés, me mentía; después el cigarrillo describió una parábola en el aire nocturno y el hombre se mostró, salió al espacio iluminado con las manos en los bolsillos y la actitud despreocupada del paseante insomne.

No me costó demasiado comprender que me había visto. Se detuvo, cuando parecía que iba a seguir el camino de los otros, y levantó los ojos directamente hacia mi ventana. Creo que supo que yo lo miraba, percibió mi asombro, tal vez mi perplejidad y tristeza. Su postura, de todas maneras, no indicaba sino indiferencia apenas teñida de interés. Como si observara a un loco, pensé (por mi cabeza pasaron, como dos canoas, la imagen de la enfermera que me había impedido la entrada y mi propia imagen, envuelto en una camisa de fuerza). De pronto descubrí que mis manos intentaban abrir la ventana, infructuosamente. Después del primer momento de sorpresa (no era mi intención abrirla) acepté la idea y mis dedos siguieron tanteando a lo largo del marco. Fue inútil, la ventana no tenía pestillo ni era de guillotina ni se abría. El hombre continuaba en el centro de la plazoleta, mirándome. Golpeé el vidrio con los nudillos. Si me oyó no hizo ningún ademán que lo demostrara. Busqué el interruptor, deseaba, guiado por un impulso irracional, dar la luz, enseñarme. Confirmar sin asomo de duda mi presencia, mi asistencia, un espectador humilde pero puntual. Tampoco la luz funcionaba, me había metido en el único cuarto donde todo estaba estropeado. Cuando regresé junto a la ventana, casi gimiendo, el hombre aún seguía allí, mirando la ventana como si yo en ningún momento me hubiera alejado de ésta, como si el cuarto, las paredes, la Clínica Arago, yo mismo, fuéramos transparentes, inútiles barreras para su mirada que hurgaba en el cielo oscuro, en las estrellas.

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