Guardamos silencio. El tiempo transcurría a nuestro alrededor como si no tuviera nada que ver con nosotros; los hombres fumaban y bebían, de la calle llegaban sonidos inconexos, el camarero fregaba vasos, unos tacos de leña crepitaban en la chimenea, en el interior del bar alguien cerró con violencia una puerta. O tal vez fue el viento.
Reflexioné que si permanecía inmóvil podría escapar de lo ilusorio y distinguir aquello que sabía junto a mí, haciéndome señas desde un espacio intocable.
– Te voy a contar la historia de Terzeff. Esa sí que es una historia interesante. Lo haré como prueba de nuestra vieja amistad. De la amistad que hubo alguna vez entre los tres. De paso, podrías tutearme.
– Entre nosotros nunca hubo ninguna amistad. Usted y Terzeff frecuentaban a monsieur Rivette por la misma época en que yo lo hacía y eso fue todo.
– De acuerdo, de acuerdo… Pero al menos entonces nos tuteábamos, ¿no? -Parecía herido, pidió otro grog.
– ¿Qué historia me va a contar? ¿El suicidio de Terzeff, su amor frustrado por Irene Joliot-Curie? Francamente, no imagino a nuestra ilustre científica llamándose Irene Terzeff-Curie ni a nuestro amigo ayudándola a descubrir la radiactividad artificial ni mucho menos obteniendo un Premio Nobel. ¡Nos estamos haciendo viejos y perdemos la perspectiva!
– No pluralices y escucha. Lo primero es falso. Terzeff jamás conoció a Irene Joliot-Curie, un bicho feo donde los haya. Tampoco intentó refutar a su madre, como se dijo entonces. La historia es muy distinta y sólo yo la sé. Como te habrá contado monsieur Rivette, y si no lo hizo pues ahora ya lo sabes, Terzeff comenzó a frecuentar el círculo de madame Curie en 1920, cuando aún no contaba veintitrés años. Era de los más jóvenes e indudablemente el más brillante. A finales de 1924, sin motivo aparente, abandonó dicho círculo y los estudios que en él llevaba a cabo. Nunca quiso explicar las razones que lo movieron poco menos que a tirar parte de su carrera por la borda y poco después se suicidó. Para sus conocidos (pues amigos, amigos de verdad, sólo tenía uno: yo) constituyó un enigma la carencia de móviles que rodeó su desaparición. La única manera que encontraron para explicarlo fue atribuyéndolo a discusiones y malquerencias con la mismísima madame Curie, explicación propiciada por el carácter de Terzeff, indisciplinado, independiente, romántico; de allí que se dijera que éste pretendió poner en tela de juicio algunos de los postulados teóricos de la insigne dama. Nada más ajeno a la verdad, pues aparte de que era difícil para un joven investigador como Terzeff acceder a tan altas instancias, poco interés demostró éste por los trabajos que entonces realizaba madame Curie. Sus esfuerzos estaban encaminados, digamos, a la otra mitad de la cama. Le interesaba Pierre Curie y su último proyecto. ¿Sabes cómo murió Pierre Curie?
– No…
– Lo atropello un camión. El 19 de abril de 1906, por la mañana, al atravesar la rué de la Daulphine. Trabajaba entonces en la investigación de las fuerzas psíquicas manifestadas en trances medianímicos, junto con otro científico de nombre D'Arsonval. La investigación quedó truncada y se archivó. Nunca más se habló de ella; de por sí ya era bastante heterodoxa y no guardaba relación con los anteriores trabajos de Curie. O tal vez sí, pero esto lo hacía aún más descabellado. Su colaborador, D'Arsonval, desapareció del mapa, nunca más se supo de él. Así de simple, tras la absurda muerte de Curie, D'Arsonval se esfumó. Tal vez fuera esto último lo que despertó la curiosidad de nuestro amigo. Ten en cuenta que ya por entonces tanto Terzeff como nosotros éramos mesmeristas si no plenamente convencidos, sí entusiastas, y a Terzeff le tuvo que parecer significativo que Curie trabajara, por decirlo así, en el plano de los médiums. Lo que hizo Terzeff lo ignoro, pero al cabo de los años, de 1920 a 1924, escarbando aquí y allá llegó a la conclusión, no vayas a gritar o a reírte, de que a Curie lo habían asesinado. Yo fui la única persona a quien confió sus sospechas, que por lo demás carecían de base sólida, documental, y tú eres ahora el segundo en oírlas. Jamás quiso revelarme en qué se basaba para sustentar semejante afirmación. Si te lo dijera, me dijo una noche, creerías que me he vuelto loco. En otra ocasión dejó que pensara que lo hacía para salvaguardarme. ¿Pero salvaguardarme de qué? De la locura o de lo que Terzeff estimaba como locura, supongo. En claro saqué que mataron a Curie no por lo que hacía, aunque en cierta medida el trabajo que llevaba a cabo era un buen pretexto para eliminarlo, y que su muerte cumplía, no me preguntes cómo, una función ritual. Aunque también recuerdo que Terzeff creía que toda muerte cumplía una función ritual, el único rito verdadero que quedaba en el mundo.
– ¿Y por qué se suicidó Terzeff?
– Eso no lo supe nunca.
– Es una locura. Todo lo que me ha contado es una locura. Incluso, ateniéndome a sus palabras, se podría pensar que a Terzeff también lo mataron.
– No lo sé. Terzeff era mi amigo, tal vez el único amigo que he tenido en mi vida, y cuando me hizo estas confidencias, pocos meses antes de morir, le creí. Un acto de fe, tal vez. Ahora bien, lo que me parece indudable es que, mataran o no a Curie, mi amigo tuvo que descubrir algo terrible que lo llevó a la destrucción.
Miré a mi alrededor, el café se había vaciado y el frío envolvía las mesas y las sillas, las copas usadas y las colillas aplastadas en el suelo.
– Algo terrible… en los papeles, en las notas…, algo que pasó desapercibido para todos… Pero no para Terzeff, claro, no para el ojo clínico de Terzeff…
El rostro de Pleumeur-Bodou se perdió en una pesadilla de 1924. Su expresión era abotargada y abyecta, como si en el fondo de la pesadilla vislumbrara una luz y temiera.
– ¿Cómo termina la película? -pregunté.
Me miró sorprendido.
– La película… -dije-. Actualidad… Usted ya la ha visto, ¿no?
– Infinitas veces.
– ¿Cómo termina?
Pleumeur-Bodou sonrió tristemente:
– De una manera vulgar. Michel asesina a sus padres. Luego intenta matar a su mujer. No lo consigue. Se suicida. Pero antes le prende fuego a la mansión, un fuego magnífico, la destrucción total…
– ¿Y el valet?
– Ah, esa marisabidilla curiosa muere entre las llamas, no se sabe muy bien si accidentalmente o no. ¿O tal vez emprende la huida? Eso es, se marcha. Desaparece. Se lo traga la noche. La película es bastante rara… No tengo una idea formada de ella. La verdad, no la entiendo del todo.
– Pero usted la ha visto muchas veces.
– Sí, pero hay secuencias, fragmentos, que todavía no entiendo. Tal vez nunca, qué más da…
– ¿Qué hará usted ahora? ¿Volverá a España?
– Posiblemente. Tengo unos compromisos políticos por delante. -Pareció despertar-. ¿Y tú? ¿Cómo te trata la vida? ¿Sigues tan solitario como siempre?
Pensé insultarlo, pero no valía la pena. Pleumeur-Bodou había dicho la verdad, lo intuía, aunque esa verdad estuviera compuesta por sombras sobre la pared de una caverna. La versión de Terzeff hubiera sido distinta. Abril y el círculo se dilataba hasta la náusea. Geometría, todo era geometría y mierda. Me levanté.
– ¿Te marchas? -Su voz sonó quejumbrosa.
– Sí. Gracias por todo.
– ¿Qué harás?
– Creo que no tengo más que una alternativa… No lo sé… Ya veremos…
Cuando Pleumeur-Bodou sonrió pude ver resumidos, en el dibujo de sus labios, todos mis años inútiles y estériles. Sentí que si no hacía algo de inmediato me derrumbaría allí mismo, a los pies de mi ex condiscípulo.
– Espero que cuando regrese a España no corra riesgos inútiles -dije con amabilidad no sentida.
– Lo dudo. La República está condenada. Además, descuida, yo trabajo en la retaguardia. Soy oficial de Inteligencia, ¿te lo había dicho? Aplico mis conocimientos mesmeristas en los interrogatorios de prisioneros y espías. -Lanzó una risotada-. Algo muy efectivo, te lo garantizo.
Por fin, la desnudez, la miseria.
De improviso me sentí bien. O no: tan sólo un poco mejor. Me sentí descargado. Comprendí que iba a enfrentarme a algo infinitamente más peligroso que Pleumeur-Bodou, y que estas cosas, bien miradas, no importaban tanto. Cogí su copa de grog y se la arrojé a la cara.
– ¿Qué? -Su rostro, más que indignación, expresó sorpresa.
Casi de inmediato se puso de pie y levantó con pésimos propósitos una silla por el respaldo. Retrocedí un paso.
– Vuelva a sentarse -dije-. No convirtamos esta despedida en una pelea de rufianes.
– Te voy a partir el espinazo.
– Tengo una pistola en el bolsillo -mentí-. Si sigue avanzando dispararé.
– Dispara, perro.
El encargado del bar y dos clientes nos miraban desde la barra.
– Llame a la policía -grité. Uno de los clientes pareció reaccionar y salió corriendo por la puerta.
Pleumeur-Bodou se sentó.
– Eres un crío. Pierre, venga, lárgate de una vez.
Sacó un pañuelo y comenzó a secarse la cara con cuidado.
– Te compadezco -dijo sin mirarme-, eres tan viejo como yo y ni siquiera sabes en qué lado estás. Deberías arrodillarte y besarme las manos. Pobre estúpido. ¿Tienes una pistola? ¿Tú? Qué ridículo. Lárgate de una maldita vez. Qué haces ahí mirándome. Te compadezco, en serio, en serio, eres digno de lástima, en serio, en serio, te compadezco…
Salí. La lluvia seguía cayendo sobre las calles.
A las siete de la tarde pedí un café en un bar cercano a la Clínica Arago. Estaba dispuesto a esperar la salida de madame Vallejo o en caso contrario a preparar cualquier estratagema que me permitiera entrar.
A las siete y media, mientras en una mesa vecina un grupo de estudiantes hablaban, todos al mismo tiempo y con profusión de interjecciones, de la guerra civil española (uno de ellos sostenía que mejor que discutir en París era enrolarse en las ambulancias de España), decidí que no tenía otra opción que colarme en el hospital por mis propios medios.
Pagué y salí a la calle, la cabeza hundida entre los hombros, con un plan no del todo bosquejado.
Oculto detrás de un árbol esperé el momento propicio; debo admitir que no me gustaba la idea de enfrentarme otra vez con la recepcionista y el bretón.
Al cabo de un rato los estudiantes que discutían en la mesa vecina salieron del bar y enfilaron sus pasos hacia la clínica. Me mezclé con ellos de forma discreta y cuando alcanzamos la otra acera me encontraba guarecido en medio del grupo, del brazo de uno de ellos, tal vez el que quería irse a España.