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Monsieur Pain

PARÍS, 1938

El miércoles 6 de abril, al atardecer, cuando me disponía a abandonar mis habitaciones recibí un telegrama de mi joven amiga madame Reynaud solicitando mi presencia con carácter urgente para esa misma tarde en el café Bordeaux, sito en la rué Rivoli, no demasiado lejos de mi residencia y a una hora a la que aún, si me daba prisa, podía acudir con puntualidad.

El primer síntoma de la singularidad de la historia en la que acababa de embarcarme se presentó enseguida, al bajar las escaleras y cruzarme, a la altura del tercer piso, con dos hombres. Hablaban español, un idioma que no entiendo, y llevaban gabardinas oscuras y sombreros de ala ancha que, al estar ellos en un nivel inferior al mío, velaban sus rostros. Por la semipenumbra reinante de común en las escaleras y también debido a mi manera silenciosa de moverme no se dieron cuenta de mi presencia hasta quedar enfrentados, distantes tan sólo tres escalones; entonces dejaron de hablar y en lugar de apartarse para que pudiera seguir descendiendo (las escaleras son suficientemente anchas para dos personas, no para tres) se miraron entre sí durante unos instantes que me parecieron fijos en algo como un simulacro de eternidad (he de recalcar que yo estaba algunos escalones por encima) y después posaron, con extrema lentitud, sus ojos en mí. Policías, pensé, sólo ellos conservan esa forma de mirar, herencia de cazadores y de bosques umbríos; luego recordé que hablaban español, por lo tanto no podían ser policías, al menos no policías franceses. Pensé que se disponían a hablarme, el inevitable chapurreo de los extranjeros extraviados, pero en lugar de eso el que estaba frente a mí se echó a un lado, del peor modo imaginable, contra el hombro de su compañero, en una posición que seguramente incomodaría a ambos, y yo pude, tras un breve saludo que no fue correspondido, continuar el descenso. Por curiosidad, al llegar al primer descansillo me volví y los observé: seguían allí, juraría que en los mismos peldaños, apenas iluminados por una bombilla que colgaba del rellano superior y, de verdad sorprendente, en la misma posición que adoptaron para que pudiera pasar. Como si se hubiera detenido el tiempo, pensé. Al alcanzar la calle la lluvia hizo que olvidara este incidente.

Madame Reynaud estaba sentada en el fondo del restaurante, junto a la pared, la espalda como de costumbre muy erguida. Parecía impaciente aunque al divisarme su rostro se tranquilizó, como si una repentina laxitud fuera la manera indicada de demostrar que me había reconocido y que me aguardaba.

– Quiero que vea al esposo de una amiga -fue lo primero que dijo no bien hube tomado asiento frente a ella, de cara a un enorme espejo de pared desde el cual podía dominar la casi totalidad del restaurante.

Recordé, por quién sabe qué retorcida analogía, el rostro de su joven marido, fallecido hacía poco tiempo.

– Pierre -repitió recalcando cada palabra-, es urgente que vea, profesionalmente, al esposo de mi amiga.

Creo que pedí una copa de menta antes de preguntar de qué enfermedad adolecía el señor…

– Vallejo -dijo madame Reynaud, y añadió, igual de escueta-: Hipo.

Ignoro por qué las imágenes inconexas de un rostro que podía ser el del difunto monsieur Reynaud se sobreimpusieron a los cuerpos que bebían y charlaban a una o dos mesas de distancia.

– ¿Hipo? -pregunté con una triste sonrisa que quería ser respetuosa.

– Se está muriendo -afirmó con vehemencia mi interlocutora-, nadie sabe de qué, no es una broma, debe usted salvarle la vida.

– Me temo -susurré mientras ella miraba nerviosamente a través de los ventanales el fluir de los viandantes por la rué Rivoli- que si no es usted más explícita…

– No soy médico. Pierre, apenas sé nada de estas cosas, bien sabe que ésa ha sido mi desgracia, siempre quise ser enfermera. -Sus ojos azules brillaron enfurecidos. Madame Reynaud, en efecto, no había cursado estudios superiores (de hecho no había cursado estudios de ninguna clase), lo que no era óbice para que la considerara una mujer de inteligencia despierta.

Con un ligero mohín, bajando las pestañas, agregó con la entonación de quien recita algo aprendido de memoria:

– Desde finales de marzo monsieur Vallejo está hospitalizado. Los médicos todavía no saben qué tiene, pero lo cierto es que se muere. Ayer comenzó a sufrir hipo… -Se detuvo un momento, paseó la mirada entre la concurrencia, como si intentara localizar a alguien-. Es decir, ayer comenzó a hipar constantemente sin que nadie pudiera hacer nada por aliviarlo. Como usted sabe, el hipo puede llegar a matar a una persona. Por si esto fuera insuficiente la fiebre no baja de cuarenta. Madame Vallejo, a quien conozco desde hace años, me llamó esta mañana. Está sola, no tiene a nadie salvo a los amigos de su marido, casi todos sudamericanos. Al explicarme su situación pensé en usted, aunque por supuesto a ella no le he prometido nada.

– Me honra su confianza -alcancé a suspirar.

– Tengo fe en usted -replicó de inmediato.

Pensé que la fe era el primer requisito para amar. Me pareció deleznable. Sus ojos estaban secos (¿por qué no habían de estarlo?) y parecían estudiar con morosidad las hombreras de mi chaqueta.

– Lo que no han hecho los médicos puede hacerlo usted con la acupuntura.

Puso su mano encima de la mía; sentí un ligero escalofrío; los dedos de madame Reynaud, por un instante, me parecieron transparentes.

– Créame, es usted la única persona que puede salvar al esposo de mi amiga, pero debemos darnos prisa, si acepta tendrá que ver a Vallejo mañana mismo.

– No puedo negarme, por supuesto -dije sin atreverme a mirarla.

Su exclamación atrajo la atención de algunas mesas vecinas:

– ¡Lo sabía! ¡Oh, Pierre, confío en usted, confío tanto!

– ¿Qué es lo primero que debo hacer? -la atajé mientras veía en el espejo mi rostro ruborizado, tal vez feliz, y la figura del camarero hablando con dos individuos vestidos de negro, altos y flacos, de rostros demacrados, al lado de la caja, como si estuvieran pagando una consumición o haciéndole una confidencia.

– No lo sé, amigo mío, debo hablar con Georgette, con madame Vallejo -puntualizó-, y concertar una cita para mañana a primera hora.

– Me parece muy bien. Cuanto antes me haga una idea del estado en que se encuentra el esposo de su amiga será mejor -aseveré.

El camarero y los dos hombres de negro se volvieron a mirarnos. Los desconocidos, extremadamente pálidos, movieron las cabezas, al unísono, como asintiendo. Tuve una sensación extraña: en ese momento me parecieron, ambos, una de las encarnaciones posibles de la piedad. Me pregunté si madame Reynaud los conocería.

– Nos están observando.

– ¿Quiénes?

– Allí, junto a la caja, disimule, dos hombres vestidos de negro. A mí me parecen un par de ángeles, ¿no lo cree?

– No diga tonterías, se lo suplico, los ángeles son jóvenes y tienen la piel rosada. Esos pobres hombres parecen recién salidos de la cárcel.

– O de un sótano.

– Aunque probablemente sólo sean oficinistas cansados, tal vez enfermos.

– Es verdad. ¿Los conoce usted?

– No, por supuesto, no -respondió, los ojos fijos en el prendedor de mi corbata.

Parecía haberse empequeñecido.

Pese a mis esfuerzos el esposo de madame Reynaud había muerto hacía seis meses, a la edad de veinticuatro años. Madame Reynaud se presentó en mi casa con unas líneas del viejo monsieur Rivette, un amigo común, exactamente una semana antes y desde el primer momento supe que no podría hacer nada; los médicos habían desahuciado a Reynaud desde hacía mucho y era evidente que sólo la desesperación juvenil de madame Reynaud concebía esperanzas acerca de la salud de su esposo. Contra mi costumbre, también contra mi cansancio, debo admitirlo, accedí a sus ruegos. Aquel mismo día visité a monsieur Reynaud en su lecho de moribundo en el Hospital de la Salpetrière, en donde ya de antaño contaba con la consideración de algunos doctores a quienes en ocasiones auxilié con mis elementales conocimientos de acupuntura en sesiones de terapia diversa.

Monsieur Reynaud era moreno y de ojos verdes oscuros, diríase un meridional, y fingía con gran soltura ignorar su estado de salud. Enseguida me resultó simpático; era hermoso y torpe y bastaban cinco minutos a su lado para comprender el amor que su mujer le profesaba.

– Todos están locos si creen que me voy a recuperar -me confesó la segunda noche, después de explicarle detalles sin importancia de mi rutina diaria, para entretenerlo y tal vez para crear una zona de confianza mutua.

– No lo crea -sonreí.

– Usted no lo entiende, Pain. -Su rostro brillaba, ladeado ligeramente hacia mí mientras sus ojos buscaban algo que yo no podía ver.

Estuve junto a él hasta su muerte.

– No debe culparse, todos sabíamos que era inevitable -me consoló el doctor Durand la noche que expiró.

A partir de entonces comencé a ver a madame Reynaud cada quince o veinte días. ¿Una amistad? No lo sé. Tal vez algo más, aunque nuestros encuentros se limitaban a paseos aderezados de diálogos que nunca comprometían opiniones sentimentales o políticas, o que al menos nunca comprometían las de ella; casi siempre era yo quien hablaba y los temas, muy a mi pesar, discurrían entre mi ya un tanto lejana juventud, la Gran Guerra, en la cual combatí, mis intereses por las ciencias ocultas, nuestro común amor por los gatos. También, es cierto, íbamos a sesiones de cine, siempre a instancias mías, o nos guarecíamos en restaurantes de cualquier barrio en donde por lo común permanecíamos en silencio. Un silencio que a ambos nos confortaba. Jamás hubo ninguna alusión íntima o sentimental, a no ser que se considere como tales algunas confidencias inofensivas que solía hacerme sobre su difunto esposo. Para finalizar, nunca nos habíamos visitado en nuestros domicilios particulares (exceptuando la primera vez que madame Reynaud fue a buscarme con la carta de presentación de monsieur Rivette), aunque ambos poseíamos nuestras respectivas direcciones.

Dulcemente, mientras regresaba a casa, comencé a recomponer el rostro febril de monsieur Reynaud al tiempo que meditaba en el hipo del desconocido monsieur Vallejo. Imagen recurrente, reflexioné; en los últimos meses me resultaba difícil no asociar la enfermedad e incluso la belleza con el recuerdo de monsieur Reynaud. Eran casi las doce y había pasado el resto de la velada en un café del barrio de Passy en compañía de un viejo conocido, sastre retirado que dedicaba gran parte de su tiempo al estudio del mesmerismo. Ya no llovía. De alguna manera, pensé, las personas que nos sirven de puente hacia los pacientes revelan el estado más profundo de éstos. Los intermediarios como radiografías. La teoría, ciertamente, era aventurada y en el fondo no creía en ella. ¿Qué me había revelado madame Reynaud de mi futuro paciente si no su propio deseo, un deseo morboso, de verme curar por fin a alguien? ¿Y qué significaba esto si no el justificado deseo de afianzar su confianza en mí? Puesto que no había salvado a su esposo, y ése era mi papel y mi misión cuando aparecí en su vida, debía salvar ahora al esposo de su amiga y dar fe con este acto de una realidad, de un orden lógico y superior dentro del cual podíamos seguir siendo quienes éramos. Tal vez llegar, finalmente, a reconocernos, y tras el reconocimiento cambiar, en mi caso aspirar a la felicidad. (Una felicidad razonable, parecida a la diligencia y a la confianza.) Sin embargo había algo que no calzaba, que intuía en los silencios de madame Reynaud, en mi propio estado sensorial, alerta por razones que desconocía. Un malestar extraordinario subyacía detrás de las cosas más nimias. Creo que vislumbraba el peligro, pero ignoraba su naturaleza.

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