Epílogo de voces: La senda de los elefantes
PAUL RIVETTE
Avignon, 1858-París, 1940
«Desde antes de abrir la puerta ya sabía cómo iba a encontrar al viejo, en qué rincón del cuarto, qué rostro iba a intentar ocultarme. Me senté frente a él y sin ninguna clase de preámbulo se lo dije. Por supuesto, fingió no entender nada, hizo algún intento por quitarle importancia, finalmente se levantó refunfuñando, las facciones flaccidas, como si no pudieran colgar demasiado tiempo más de sus huesos. Un rostro destrozado por las vacilaciones. Acaso por la cobardía y la prudencia. Le dije que no tenía importancia, que no importaba que me entendiera o explícitamente me prestara su ayuda y entonces dio señales de calmarse. Hubo un momento en que pensé: viejo egoísta y miedoso. Luego me sentí solo, cubierto por la gran ola negra, y agradecí su presencia, su compañía que huía de cualquier clase de compromiso. No lo volví a ver más. Murió el día que los alemanes ocuparon París. Fue encontrado cuando el hedor descendió las escaleras y se hizo insoportable para los vecinos.»
MOHAMMED SAGRERI Marrakech, 1910-París, 1945
«Su rostro, en el otro lado de las persianas venecianas, aparece inmutable en una actitud que podríamos denominar como contemplación del vacío.»
Portero durante 1938 y 1939 del cabaret Los Arqueros, en los alrededores de la puerta de Clichy, en los años siguientes su vida transcurre en el ejercicio de oficios variados y mal retribuidos que ejerce con diligencia y cierto distanciamiento, como si ya no estuviera allí.
«Ahora lo vemos dormido sobre un catre de campaña, la mano izquierda colgando fuera de la cama, el rostro enterrado entre las mantas, las piernas separadas como las de una mujer en el acto de parir. Sobre una silla, perfectamente doblada, cuelga su ropa nueva. La habitación tiene las ventanas abiertas por donde entra el sol a raudales.»
ALPHONSE LEDUC
París, 1918-París, 1940
CHARLES LEDUC
París, 1918-Vancouver, 1980
«Los hermanos Leduc, unas viborillas de mucho cuidado, si no andabas con tiento podían saltar encima de ti y destrozarte.»
Los autores de los desastres en pecera tuvieron destinos disímiles. Alphonse se suicidó de un balazo en la sien en plena vía pública, poco después de que las divisiones panzer de Guderian y Kleist hubieran roto el frente. De hecho, mientras duró la guerra telefónica (The Phoney War), es decir entre octubre de 1939 y abril de 1940, Alphonse amenazó con el suicidio varias decenas de veces. ¿Por qué no lo hizo entonces?, probablemente porque la situación no alcanzaba la gravedad que la decisión de descerrajarse un tiro requería. Su hermano gemelo intentó disuadirlo pero en el fondo sabía que dijera lo que dijera la voluntad de Alphonse era inquebrantable. En 1947 Charles Leduc pudo embarcar con destino a Buenos Aires, en donde sus peceras, al igual que en París, pasaron completamente desapercibidas. Desde entonces su vida consistió en subir, si bien con intervalos de tiempo que a veces duraron, para su gusto, demasiado, hacia el norte, el norte magnético, helado, apacible. Sus últimos años transcurrieron en Vancouver, comerciando con muebles y libros antiguos.
JULES SAUTREAU
Lyon, 1895-Montpellier, 1960
Del carnet de su hija Lola: «Papá era simpático, pero también inteligente o algo parecido, podías preguntarle lo que te apeteciera, siempre estaba dispuesto a escucharte, además de que sabía el doble o el triple de lo que tú sabías, no quiero decir conocimiento enciclopédico, no era un D'Alembert, no, en realidad leía poco, revistas deportivas y cosas así, pero podía, por el contrario, adivinar tus gustos, tus inquietudes, por ejemplo, cuando mis hermanas y yo éramos jóvenes estudiantes solíamos hablar de Camus y papá terciaba encantado en las conversaciones con frases muy atinadas o apuntes críticos o referencias bibliográficas, y luego, años después, me enteré de que jamás había leído un libro de Camus, en el fondo papá era un bromista…»
JEAN BLOCKMAN
Colmar, 1908-Arras, 1940
A desgana, Jean Blockman fue movilizado en 1939. En abril de 1940, en su compañía sólo hablaban de la mejor manera de desertar. Nadie desertó, casi todos se rindieron. No fue ése el caso de Blockman, que vagó perdido por los alrededores de Arras buscando infructuosamente una puerta de escape a París. En las ocasiones en que encontró al enemigo combatió con tesón y cierto entusiasmo que desconocía poseer. Se supo valiente, pero sobre todo se supo afortunado: no tenía ni una sola herida. Con todos los oficiales y suboficiales muertos o desaparecidos, su grupo tácitamente lo aceptó como jefe. Recordando historias leídas en la adolescencia Blockman decidió que dormirían durante el día y caminarían de noche. La primera noche de marcha encontraron a una docena de carmelitas descalzas vagando en la oscuridad. La noche siguiente, a una delegación de la cámara de comercio de Arras. La tercera noche encontraron a una patrulla británica (en realidad tres hombres exhaustos) que tras discutir con gestos sobre la conveniencia de marchar al norte o al oeste se separaron amistosamente deseándose toda la suerte del mundo. Al día siguiente, mientras dormían en una zanja, Blockman y sus hombres fueron ametrallados por una patrulla alemana.
MARCELLE REYNAUD
Chateauroux, 1915-París, 1985
Madame Reynaud aguantó la guerra y la muerte de Blockman con una entereza sorprendente. En 1944 obtuvo el trabajo de secretaria en la empresa de ropa femenina Dupleix y Hermanos, en donde conocería a su segundo marido, uno de los modistos de la firma, con quien se casó en 1947. No tuvo hijos. Su vida, en cambio, fue intensa y feliz. En 1955 enviudó por segunda vez. No hubo más nupcias aunque sí ocasionales amantes. Hasta su jubilación trabajó en Dupleix y Hermanos, en donde cosechó éxitos y amigos. A veces recordaba su juventud y se ponía a llorar, lágrimas de vieja perpleja ante el desfile de imágenes incomprensibles: el rostro de su primer marido, la lluvia, el sol, los cafés del Barrio Latino, Pierre Pain, un poeta de quien jamás leyó un solo verso, la ternura de las antiguas amigas, las lagunas de cualquier historia, lagunas que con los años van disminuyendo, se van agostando, van siendo menos importantes, menos lagunas y más desiertos. Murió de un ataque al corazón mientras leía un libro de viajes. Su asistenta portuguesa la descubrió tres horas más tarde.
MAURICE FEVAL, también conocido como
Aloysius Pleumeur-Bodou
Amiens, 1895-Tarragona, 1964
«Un caballero francés, mis amigas lo adoraban, elegante y con ese deje, esa pronunciación imposible que era su mayor atractivo, aunque la verdad es que llevaba mucho tiempo viviendo en nuestro país como para seguir hablando tan mal, no sé, tal vez exageraba un poquito. No, nunca se casó, tal vez en Francia, pero no creo. Era del tipo soltero-soltero. Dicen que llegó por primera vez a Cataluña con el Ejército Nacional, qué quiere que le diga, no sé. Luego se marchó y al cabo de los años regresó a nuestra ciudad. Al principio casi nadie lo conocía; pero él era amigo o al menos mantenía la fachada de amistad con los peces gordos del Movimiento en Cataluña y Valencia. Con el tiempo acabó ganándose a la gente decente. Aunque siempre una parte de él se mantuvo al margen. Un hombre que cultivaba su lado misterioso, ¿entiende? Decían que no podía volver a su país, una condena a muerte o la prisión lo aguardaban. ¿Qué hizo para merecer tal castigo? Unos aseguraban que colaborar con los alemanes, otros que mató a uno o varios niños, cosas terribles, ya se sabe, la gente tiene la lengua suelta y dispuesta a destilar veneno. Pero con el tiempo lo aceptaron sin reservas. Un caballero simpático. ¿De qué vivía? Daba clases de francés, raro, ¿no? Digo, con las facilidades que tuvo para montar un negocio a su medida, algo más rentable que una pobre academia de lenguas. Al principio, se lo aseguro, no le faltaron dinero ni contactos. En fin, tal vez no pensaba quedarse tanto tiempo, vaya uno a saber.»
GUILLAUME TERZEFF
París, 1897-París, 1925
«No sé si fui el primero en verlo, lo que sí puedo afirmar es que fui el primero en dar aviso a la policía. No eran aún las 6 de la mañana, todavía estaba oscuro, sólo la luz de las farolas iluminaba, es un decir, el puente; de cualquier modo yo estoy acostumbrado, atravieso el puente todas las mañanas y todas las noches y no me importa. No creo en aparecidos. Aquella mañana era bastante fría. Sí, un poco más de lo normal, para entendernos una madrugada de perros. Al grano: cuando llevaba recorrida más de la mitad del puente noté algo raro. Bueno, cualquiera lo pudo ver, por eso le digo que no sé si fui el primero. En fin, a esa hora la gente no está muy despierta, ¿verdad? Bueno, era una cuerda anudada a la balaustrada, así que lo único que hice fue asomarme y ver, colgando a unos dos metros por debajo, el cuerpo de una persona. Me persigné un par de veces, aunque no soy creyente. Era un joven alto y delgado y con el pelo largo y sin peinar. Supe de inmediato que estaba muerto. No hacía ningún movimiento. Bueno, la brisa que pasa por debajo del puente movía un poco el cuerpo, pero eso era todo.»
PIERRE PAIN
París, 1894-París, 1949
«Se ganaba la vida leyendo las líneas de la mano y echando el tarot en el cabaret La Casa de los Viejos Compadres. Allí lo conocí y aprendí de él una parte de lo que sé de este oficio. La otra parte la aprendimos juntos, monsieur Pain y yo, del gran mago y señor de la noche Chu Wei Ku, también llamado Daniel Rabinowicz, el tipo con las manos más veloces de toda Europa, un orgullo de la profesión. Cartomancia, quiromancia, los misterios cabalísticos, el enigma de las pirámides, el horóscopo chino, magia roja y negra, telepatía, reencarnación, rosacruces, numerología, pirámides de cristal puro, amuletos, vudú, árboles de la vida, todo lo tocábamos y para todo teníamos clientes. Y eso que eran unos años del demonio, literalmente del demonio, pésimos para la farándula. ¿Cómo comenzó monsieur Pain a trabajar allí? Supongo que cuando le quitaron su pensión de invalidez, poco después de que empezara la ocupación. Digamos que apareció por La Casa de los Viejos Compadres en septiembre, octubre o noviembre del 40, con un aspecto que daba pena, como si llevara un mes o algo así sin llevarse un pedazo de pan a la boca, ríase usted de Gandhi. Yo entonces tenía quince años y era el chico de los recados del cabaret. Un pobre huérfano carente de afecto y sin futuro. Y no sé cómo, en menos de lo que canta un gallo, ya éramos amigos los tres: Chu Wei Ku, que junto a Lita Hoelle era la estrella del espectáculo, monsieur Pain y yo. ¡Ah, Lita Hoelle! Las mejores piernas que contemplé en mi adolescencia, pero sobre todo una chica alegre, con alegría interior, auténtica, que se reía con el alma y hacía felices a los demás. Ahora debe de ser abuela, se retiró hace tiempo. Seguro que sus nietos la adoran. Sí, durante un tiempo Lita fue amante de Chu Wei Ku, pero nunca se enteró de lo nuestro. Supongo que Chu no quiso que ella se arriesgara, o no le tuvo confianza o vaya usted a saber. El grupo lo integrábamos Chu Wei Ku, monsieur Pain y yo. Nadie más. Un grupito de enlace y apoyo. Más o menos venía a ser lo mismo que hacía en La Casa de los Viejos Compadres, ir de un lado a otro y entregar recados. Los mensajes los recibía Chu Wei Ku, no me pregunte cómo, y luego los repartíamos entre los tres, dependiendo del barrio, la hora, la clase y volumen del encargo. Como ve, dentro de lo que cabe, una vida agradable. Hasta finales del 43, que fue cuando detuvieron a Chu. No por el trabajo en la Resistencia, de eso nunca se enteraron, sino porque algún cerdo les fue con la historia de que detrás del chino se escondía Daniel Rabinowicz, el judío. Mala baba y mala suerte. En marzo de 1945, a la edad de treinta y cuatro años, Chu murió en un campo de concentración alemán. En la memoria de los noctámbulos, de los farristas y de la gente del espectáculo quedarán para siempre algunos de sus números, como la desaparición de cincuenta palomas y la reaparición de cien, más cincuenta repartidas en cuatro mesas escogidas al azar. O la conversión en ángel de un joven de quince años y su posterior vuelo y desaparición. En resumidas cuentas así fue como monsieur Pain y yo nos quedamos solos y sin saber qué hacer, qué pasos dar en el turbulento mundo de la lucha antifascista. Al principio esperamos que la Resistencia se pusiera en contacto con nosotros, pero nada, todo en balde, para la Resistencia o quien fuera que le daba los mensajes a Chu Wei Ku dejamos de existir. No nos quedó más remedio que ceñirnos a nuestros objetivos puramente laborales: monsieur Pain se aplicó a la lectura de las manos, manos manchadas de sangre, manos de verdugos y de putas siniestras, de vividores y de traficantes del mercado negro, y yo seguí de recadero. A esas alturas de la función sólo nos teníamos el uno al otro. Cuando terminó la guerra nos pusimos a trabajar en el cabaret Panamá, La Casa de los Viejos Compadres fue cerrada y su dueño encarcelado por colaboracionista. Entre monsieur Pain y yo llevamos a escena algunos de los viejos números de Chu Wei Ku. Luego estuvimos en el Carrusel y en el circo de los hermanos Bonnani.