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Aún permanecimos un instante más fijos el uno en el otro. Luego, pausadamente, reanudó su caminar con pasos que no resonaron, hasta desaparecer de mi vista. Pude tener entonces la medida de mi cansancio. Miré hacia arriba: un techo de cristal, asentado sobre andamios de hierro, separaba a la plazoleta de la noche exterior. Sin tropezar, con seguridad, como si algo del desconocido se me hubiera contagiado, me tiré en una de las camas y me quedé profundamente dormido. Desperté pasadas las doce de la noche, salí sin preocuparme de ser visto, nadie me detuvo ni me dijo nada.

Durante los días siguientes mi vida pareció volver a su cauce normal. La desesperación pura y simple alternada con períodos depresivos, acaso de origen religioso puesto que consideraba aquello como algo inevitable, sin pensar en ningún momento en el suicidio, sino aceptando la pena, apurándola, volvió a marcar la pauta de unos días lúcidos, pese a todo tranquilos.

Por supuesto, no olvidé a Vallejo, pero al mismo tiempo sabía y aceptaba mi marginación de su historia, de su realidad en donde yo no tenía cabida. El puente que unía nuestros mundos, madame Reynaud, había desaparecido y con ella cualquier posibilidad de acercamiento.

Así, a partir del lunes 11 de abril mis actividades se concretaron en la siempre balsámica lectura de Las vidas imaginarias y La cruzada de los niños, de Schwob, en algunas páginas de Renard y de Alain-Fournier que me hacían sentir nostalgia por una campiña donde jamás había vivido, en paseos erráticos por la ciudad, en dos visitas a casas de buenos amigos con la secreta intención de relatarles mis recientes aventuras, lo que en ambos casos me resultó imposible por no saber por dónde comenzar ni parecerme convincente aquello que consideraba el final de la historia. En dos ocasiones, asimismo, telefoneé a madame Reynaud, sin éxito. Una tarde, quizá la del jueves 14, más por spleen que por obstinación, me planté durante algunas horas frente a la Clínica Arago, en el mismo bar de las otras veces, mirando sin demasiada atención a través del ventanal, por si aparecía madame Vallejo.

La confirmación de una desgracia que presentía, la idea de saberme solo de una manera tal vez irremediable que empezaba a abrirse paso en mi mente, se presentó el 20 de abril al encontrarme por casualidad con madame Reynaud en la rue Rivoli. La acompañaba un hombre alto, bien parecido, que sostenía un paraguas. Madame Reynaud lo presentó como monsieur Jean Blockman, su novio.

Sin saber qué decir, yo no llevaba paraguas, la lluvia me estaba mojando, deseaba irme, le conté mi pasado incidente con la enfermera. Al escucharme se le iluminó el rostro. Pensé que era muy hermosa y que yo era muy desdichado. Me contó que había regresado el domingo 17, de Lille, con monsieur Blockman, quien había tenido un accidente a la postre sin importancia, de allí su repentino viaje a Lille (Blockman sonrió, la miró con adoración) y al volver lo primero que hizo fue visitar a madame Vallejo. Esta le informó que yo no acudí a la cita.

– No tengo idea de por qué me impidieron entrar -digo después que ella, consultando a Blockman, afirme que es sorprendente todo lo que me ha ocurrido.

Luego Blockman le recuerda la hora y madame Reynaud sonríe rápidamente y dice que van a llegar tarde.

– Por supuesto -alcanzo a murmurar con una cortesía podrida.

No sé si ella se dará cuenta de lo que siento. Monsieur Blockman me tiende la mano, dice que espera verme en alguna otra ocasión, Marcelle le ha hablado muy bien de mí. De repente madame Reynaud dice:

– Pero si usted aún no debe de estar enterado.

Inclino la cabeza. Estoy mareado, me gustaría enterarme de tantas cosas, de la vieja madame Reynaud, de por qué no contestaba el teléfono, de las sombras que se deslizan por las noches de París, del futuro.

El rostro de madame Reynaud resplandece, la lluvia le sienta bien. Blockman es feliz a su lado y no le quita la vista de encima. Madame Reynaud, entonces, dice que no estoy informado de que Vallejo ha muerto y que incluso ya está enterrado, ella asistió al sepelio, muy triste, hubo discursos.

– No -digo-, no sabía nada.

– Algo muy triste -confirma Blockman, él también fue al cementerio-, Aragón hizo un discurso.

– ¿Aragón? -murmuro.

– Sí -dice madame Reynaud-. Monsieur Vallejo era poeta.

– No tenía idea, usted no me dijo nada al respecto.

– Así es -afirma madame Reynaud-, era un poeta, aunque muy poco conocido, y pobrísimo -añade.

– Ahora se volverá famoso -dice monsieur Blockman con una sonrisa de entendido y mirando el reloj.

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