Bien, ¿no dices a quién me encontré en esa taberna de Tánger?, preguntó al asistente. El asistente se cuadró antes de hablar.
A Búfalo Bill, mi general, dijo. Primo de Rivera se lo quedó mirando de hito en hito. ¡Coño!, ¿cómo lo has adivinado?
Perdone, mi general, se disculpó el asistente enrojeciendo, ha sido pura chiripa, se lo juro por mi madre. No tienes por qué disculparte, hijo, le tranquilizó el dictador, no has hecho nada malo.
También el barón de Viver se disponía a esas horas a cumplir con sus obligaciones, aunque por dentro hervía de cólera: el día anterior había recibido en su despacho del Ayuntamiento al jefe de Protocolo de la Casa Real, el cual le había mostrado unos planos incomprensibles y le había dado instrucciones tajantes con el mayor desparpajo. ¡Qué desfachatez!, bramaba ahora a solas en su casa el alcalde.
Decirme a mí lo que he de hacer y dónde, cuándo y cómo.
¿Habráse visto? Pues, ¿dónde se creen ésos que están? ¡Ésta es mi ciudad, señoritos! Y al decir esto alzaba la voz, gesticulaba levantando y agitando las manos por encima de la chistera y andaba en círculos por el vestidor. Y esta organización, ¿a quién se le ha ocurrido?, preguntaba al aire:
Primero Su Majestad, luego la familia real, luego Primo de Rivera y sus ministros, detrás el comisario regio de la Exposición, el señor obispo, los señores embajadores y legados… y a mí, ¿dónde córcholis me toca ir?, ¿en el furgón de cola? Se precipitaba hacia la puerta, ponía la mano en el pomo, como si se dispusiera a salir de allí, se inmovilizaba en esta postura, soltaba el pomo y volvía a recorrer la pieza en dirección opuesta. No, se decía súbitamente serenado, una cosa tan manifiesta no puede ser casual ni achacarse a ignorancia o a incompetencia. Esto es por fuerza un insulto premeditado a mi persona y a mi cargo; y a través de mi cargo, a Barcelona entera. Con esta reflexión se acaloraba de nuevo y su soliloquio adquiría ribetes de desvarío. Me vengaré, por Dios Todopoderoso que me vengaré, decía a media voz, con los dientes apretados; en pleno acto inaugural me bajaré los pantalones, me mearé en sus botas, ¡y que me haga fusilar allí mismo si se atreve! Estos arrebatos le duraban poco; en seguida caía en un estado de postración y lo veía todo oscuro y confuso. ¿Serán realmente las cosas como yo las veo?, pensaba entonces, ¿o será todo fruto de mi megalomanía? ¿Con qué derecho puedo afirmar que en mi persona está representada la ciudad?, ¿no soy yo más bien el último de sus servidores, el más humilde de los funcionarios? Ni oposición he hecho; fue el propio Primo de Rivera quien me nombró. Y ahora, con esta actitud, ¿no estaré atentando contra el bien común? Ay, no sé qué pensar; todo me da vueltas; al final el sol se ha abierto paso entre las nubes, el amanecer grandioso ha concluido:
ahora los arreboles se disuelven en la atmósfera y en su lugar resplandece el azul limpio y sereno de una mañana de primavera; ¿qué es la vida?, se preguntaba con un suspiro amargo.
Su Majestad don Alfonso XIII se iba poniendo los guantes por, los salones y corredores del palacio de Pedralbes, hacia cuya salida le conducía un chambelán. ¡Qué barbaridad!, pensaba, un palacio tan grande para que durmamos un par de noches. Las zancadas que daba obligaban al séquito a adoptar un trote corto; sólo la reina, que era inglesa, podía sostener su paso sin esfuerzo aparente, incluso ir hablando con él mientras andaban. ¿Te das cuenta?, le decía sin aminorar la marcha, ésta es la segunda Exposición Universal que inauguro en Barcelona. En la anterior era un mocoso de apenas dos añitos; por supuesto no recuerdo nada de nada, pero mi madre me solía contar estas cosas. Los recuerdos de su infancia eran siempre recuerdos oficiales: su padre, don Alfonso XII, había muerto antes incluso de que él naciera. Ya nací siendo Rey de España, solía decir. En el momento del parto las comadronas y las enfermeras que asistían a su madre habían hecho la venia antes de azotarle las nalgas para provocarle el primer llanto.
Esto había hecho que estuviera muy unido a su madre desde el principio. Ahora ella acababa de morir. A los cuarenta y cuatro años todas las cosas pasan ya por segunda vez como mínimo, dijo subiendo a la berlina blindada que había de conducirle a Montjuich.
Pues tú podrás cantar misa, opinaba Primo de Rivera, pero yo te aseguro que el que tú viste era un farsante y el espectáculo, un engañabobos. Si usted lo dice, así será, mi general, dijo el asistente, pero el cartel bien claro que lo decía. Aún me parece estarlo viendo: Búfalo Bill, el único y verdadero. ¡Pamplinas!, replicó el dictador. Búfalo Bill se murió el diecisiete, esto te lo aseguro yo. Vamos a ver, agregó con sorna, en ese espectáculo que viste, ¿había indios?
El automóvil en que se desplazaban cruzaba Barcelona a toda velocidad. Se había hecho tarde y tenían que apresurarse para llegar al recinto de la Exposición antes de que lo hicieran los reyes. Si éstos hubieran tenido que esperar al dictador se habría podido alterar el equilibrio delicadísimo en que se encontraban las piezas del rompecabezas político de la nación, las consecuencias de ese incidente banal habrían podido ser inconmensurables. El rostro del asistente se iluminó.
– ¿Indios? ¡Ya lo creo, mi general! ¡Y cómo chillaban, los hijos de puta!
– Vaya, ¿y "cowboys"?
– También, mi general.
– ¿Estás seguro?, ¿"cowboys" que echaban el lazo?
– Como Dios, mi general.
A lo largo del recorrido había una fila ininterrumpida pero no muy densa de curiosos. Algunos viandantes se sumaban a la fila en el último momento, atraídos por las sirenas de los motociclistas que abrían paso al cortejo del dictador. Sin embargo nadie aplaudía ni agitaba pañuelos y muchos, que habían creído erróneamente que quien había de pasar por allí era el rey, sólo se abstenían de manifestar su decepción por la presencia ubicua de la policía.
– ¿Y una diligencia?
En el rostro del asistente se pintó el estupor.
– ¿Una diligencia?, ¿qué diligencia, mi general?
– Ajá, ya te decía yo… -exclamó el dictador. Un frenazo estuvo a punto de dar con él en la alfombrilla del automóvil-.
Hola, ¿qué ocurre? -miró por la ventanilla y la vio cubierta de rostros sonrientes-. Va, ya hemos llegado. Gracias a Dios Su Majestad aún está en camino. Venga, bájate ya, ¿a qué esperas? -increpó a su asistente.
Al apearse del automóvil fue recibido con reverencias y aplausos. Sonaban cornetas y tambores. Perdido entra la masa de personalidades que se arremolinaban a su alrededor, empinándose y estirando el cuello, el barón de Viver clavaba los ojos enrojecidos por la vigilia y la ira en su enemigo mortal. Tiene mal aspecto, observó, yo juraría que está enfermo. Esta idea hizo que se disolviera al instante toda su animadversión hacia el dictador. En aquel mismo momento retumbó un cañonazo. A este cañonazo siguió otro y otro y otro, hasta completar las salvas de rigor. De este modo las baterías del castillo saludaban la presencia del rey en Montjuich. El barón de Viver se vio arrastrado por la masa hacia el Palacio Nacional, en cuyo salón de fiestas había de celebrarse la ceremonia inaugural. Una muchedumbre incontable llenaba el recinto. Desde el palacio se podía ver aquel mar de cabezas que lo inundaba todo. Acabado el acto los reyes se asomaron al balcón y la muchedumbre los vitoreó un buen rato.
Algunos, creyéndose amparados por el anonimato que les confería el número, abucheaban a Primo de Rivera. El marqués de Ut, previendo por estos síntomas la caída inminente de su protector, había conseguido colocarse junto al rey, cuyo favor pretendía granjearse de nuevo. Con un gesto teatral barrió el panorama magnífico que se ofrecía a los ojos de los ocupantes del balcón.
– Mirad, Majestad, lo que puede ofreceros Cataluña: sus hombres, su ingenio y su trabajo -dijo con voz engolada.
– Y sus bombas -respondió el rey, que acababa de recordar a Mateo Morral. El marqués quiso responder a esto, pero no acertó a encontrar palabras. Por lo demás, un fenómeno inesperado acaparaba en aquel momento la atención del monarca y de todos los presentes. A la derecha del balcón, al fondo de la plaza del Universo, junto a la avenida de Rius y Taulet, había un pabellón de forma circular que recordaba extrañamente la carpa de un circo. A diferencia de los demás pabellones sobre éste no ondeaba bandera insignia alguna. Este detalle y las peculiaridades que habían rodeado su instalación habían pasado desapercibidos hasta entonces. Ahora procedía de allí un ronroneo persistente, un ruido como de motor de avión que iba en aumento. Pronto este ruido se convirtió en un fragor, acalló los murmullos de la muchedumbre. Los responsables del certamen no sabían a qué atenerse: eran tantos que ninguno sabía cuáles eran sus funciones y mucho menos cuál era el ámbito de su responsabilidad. Entre sí se interrogaban nerviosamente con la mirada y los más procuraban escurrir el bulto. Por fin, en vista de que el estruendo no cesaba y de que nadie tomaba ninguna disposición al respecto, el propio Primo de Rivera empezó a impartir órdenes perentorias a los militares que le rodeaban; éstos, a su vez, las transmitían a los oficiales de sus respectivas unidades. Al cabo de un rato salieron hacia el pabellón las fuerzas siguientes: un destacamento de la Guardia Urbana al mando del teniente don Alvaro Planas Gasulla, un pelotón del regimiento de infantería de Badajoz al mando del capitán don Agustín Merino del Cordoncillo, una compañía de la Guardia Civil al mando del capitán don Angel del Olmo Méndez, un escuadrón de caballería de las fuerzas de seguridad al mando del capitán don Antonio Juliá Cubells, una compañía de servicios locales de seguridad al mando del teniente don José María Perales Faura, un escuadrón del regimiento de caballería de Montesa al mando del comandante don Manuel Jiménez Santamaría, un destacamento de mozos de escuadra al mando del sargento don Tomás Piñol i Mallofré y un número indeterminado de policías de paisano. En total eran más de dos mil hombres los que ahora trataban de abrirse paso a través de la muchedumbre, entre la cual empezaba a cundir el pánico; muchos recordaban los atentados sangrientos de los años precedentes, las bombas de la procesión del Corpus, creían encontrarse en circunstancias similares y trataban de ponerse a salvo por todos los medios.
En algunos puntos se producían avalanchas, más peligrosas que las propias bombas. Por alguna razón inexplicable sonó un disparo al que siguió el griterío infernal que suele preceder los desastres célebres. En los balcones del Palacio Nacional, donde se agolpaban las autoridades, todos los ojos permanecían prendidos de aquel pabellón, cuyas paredes habían empezado a vibrar como si todo el edificio fuese en realidad un artefacto explosivo de gran tamaño. Las tropas que avanzaban hacia allí veían la marcha imposibilitada por la muchedumbre que se movía en dirección opuesta a la que llevaban los policías, los guardias y los soldados tratando de alejarse frenéticamente del pabellón. ¡Qué escándalo!, exclamaban al unísono los responsables del certamen, ¡y qué descrédito para la ciudad!