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¿Cómo es posible?, se dijo, ¿no ha vuelto aún de la entrevista con Bouvila? ¿De qué estarán hablando? Se acercó a la ventana y miró en dirección a la casa; allí no vio brillar ninguna luz. ¿Qué estará ocurriendo en esa casa ahora mismo?, pensó.

Sin perder unos segundos en calzarse o abrigarse salió del pabellón de caza. En el jardín le cerraron el paso tres hombres: uno de estos hombres era el guardia que unas horas antes le había saludado en la boca de la carpa; otro era el forzudo de circo que había venido con la carpa propiamente dicha; el tercero, a quien no recordaba haber visto antes, era un anciano de piel rojiza y ojos azules a quien acompañaba un perro pequeño y torpe de movimientos. Este anciano era el que parecía llevar la voz cantante.

– Tenga la bondad de seguirnos, señor Belltall -le dijo- y por favor no levante la voz: es preciso que procedamos de modo discreto y con celeridad.

– ¿Eh? -exclamó el inventor-, ¿quién diablos es usted, que se atreve a darme órdenes? Y este asalto, ¿qué significa?

– No se sulfure, señor Belltall -replicó el hombre del perrito-; sólo hacemos lo que nos ha dicho el señor Bouvila.

Su hija no ha sufrido daño alguno.

– ¡Mi hija! -masculló el inventor apretando los dientes y mostrando amenazadoramente los puños al anciano del perrito-, ¿qué dice usted?, ¿por qué habría de sufrir mi hija ningún daño, vejestorio mal parido? -al decir esto trataba de agredir al anciano, pero el hércules, anticipándose a los hechos, se había colocado a espaldas del inventor y lo sujetaba firmemente por los brazos. Ahora éste gritaba a pleno pulmón-:

¡A mí, policía!, ¡socorro, que me secuestran!

– Aquí no puede oírle nadie -dijo el anciano del perrito-, pero en la casa deberá callar si no quiere despertar a todo el mundo. No nos obligue a recurrir al cloroformo.

Esta advertencia le devolvió la cordura; optó por guardar silencio. ¿Será posible que todo haya sido una ilusión?, se iba preguntando, ¿que mi hija y yo hayamos sido meros peones en un juego cuyas reglas ignoramos de todo punto? Las respuestas más terribles se agolpaban en su cabeza, pero su ánimo las rechazaba con la desesperación de quien rechaza la realidad brutal al despertar de un sueño maravilloso. No, no, ¿qué razón habría para que todo sea una mentira despiadada?, se decía. Entretanto el cielo se había vuelto iridiscente; sobre la ciudad aparecían franjas carmesí, con un fulgor de incendio. ¿Qué es esto?, se preguntó, ¿Barcelona arde por los cuatro costados? Al mismo tiempo este amanecer llamativo y grandioso era contemplado también por María Belltall. Se diría que el horizonte está en llamas, susurró. El infierno ha venido a visitarnos. Estaba de pie junto al ventanal de la biblioteca; se había envuelto en la cortina de terciopelo granate. Al volver la vista hacia el interior vio de nuevo la ropa esparcida por la alfombra; con un escalofrío fijó otra vez la mirada en aquel cielo ominoso. ¿Qué será de mí ahora?, pensó. Un grito vino a sacarla de esta reflexión de improviso.

¿Qué ha sido esto?, preguntó. Onofre Bouvila había acabado de vestirse y encendía un cigarro con calma deliberada. Antes de responder sopló la cerilla, la depositó nuevamente en el cenicero y dio varias chupadas al cigarro. No sé, dijo, un criado, un carretero que fustiga las mulas, ¿qué más da? El grito se oyó otra vez y María Belltall volvió a estremecerse.

– Es mi padre -dijo sin alzar la voz.

– Bah, ¿qué dices? -replicó él-. Figuraciones tuyas; estás nerviosa.

Ella no atendía a sus palabras.

– Por favor, alcánzame la ropa: he de ir a ver qué pasa -suplicó.

Él no se movía de su sitio. A través del humo que despedía el cigarro la miraba con los ojos entornados; se enternecía a la vista de los hombros y el cuello que la cortina dejaba al descubierto, de su fragilidad aparente, la cabellera revuelta y el jadeo que agitaba los pliegues del terciopelo.

– Nunca te dejaré ir -dijo al fin. No permitiré que me abandones, pensó. Te quiero, María, desde el primer momento te he querido locamente. Hace veinte años que sufro sin saberlo por tu amor.

– ¿Y mi padre? -oyó que preguntaba-, ¿qué harás con él?

– Nada malo -dijo.

– ¿Dónde está ahora?, ¿qué le están haciendo tus secuaces?

– insistió María Belltall.

– Lo llevan a lugar seguro, pierde cuidado. ¿Me crees capaz de hacer algo que pueda contrariarte? -dijo él con el rostro distendido por una sonrisa tranquila. En aquel instante sonaron unos golpes en la puerta-. Cúbrete bien -le dijo-, no quiero que te vean – y levantando la voz ordenó-: Adelante -la puerta se entreabrió y por esa abertura asomó la cabeza el anciano del perrito-. ¿Todo en orden? -le preguntó. El anciano del perrito asintió sin proferir ningún sonido-. Está bien -dijo Onofre Bouvila-, ahora mismo vamos.

Cuando el anciano hubo desaparecido y la puerta estuvo cerrada se dirigió a grandes zancadas a la mesa. Ya puedes salir, le dijo; vamos, vístete, no tenemos tiempo que perder.

Luego, advirtiendo que ella daba muestras de vacilación, añadió con reticencia: Oh, está bien, está bien, no miraré. ¿A qué vendrán a estas alturas estos escrúpulos? Mientras ella iba recogiendo del suelo la ropa dispersa le volvió la espalda; no por eso dejaba de observar sus movimientos de soslayo: temía que aprovechando una distracción tratase de huir o de agredirle con algún objeto, pero ella no hizo nada de eso. Mientras tanto había sacado de un cajón de

la mesa una carta manuscrita que firmó, plegó y metió en un sobre. A continuación garrapateó algo en el sobre, lo cerró lamiendo los bordes engomados, lo dejó en la mesa, donde su presencia resultara conspicua, y se volvió hacia ella, que estaba acabando de sujetar las presillas de las ligas que le ceñían los muslos. ¿Lista?, dijo. Ella movió la cabeza afirmativamente. Pues, ¡en marcha!, exclamó Onofre Bouvila.

Cogidos de la mano salieron al pasillo. Al iniciar el descenso por la escalera que conducía a los pisos inferiores él se llevó el dedo a los labios y dijo quedamente: ¡Chitón!, no conviene que mi mujer se despierte. De puntillas llegaron a la puerta principal de la casa. Allí el mayordomo les aguardaba con una chaqueta colgada al brazo. Onofre Bouvila se despojó del batín y se puso la chaqueta que le tendía el mayordomo. Luego metió la mano en el bolsillo del batín y sacó el pañuelo que envolvía el diamante, colocó este envoltorio en el bolsillo de la chaqueta y palmeó el hombro del mayordomo.

Ya sabes lo que tienes que hacer, le dijo. El mayordomo dijo que sí. Tenga cuidado, señor, agregó luego con su voz neutra, que no dejaba traslucir ninguna emoción. Sin responder Onofre Bouvila volvió a tomar de la mano a María Belltall. Ambos salieron al jardín; la hierba estaba húmeda de rocío. Al otro lado del puente, contra el telón rojo del amanecer se veía un automóvil. A él subieron Onofre Bouvila y María Belltall. Ya sabes a dónde has de ir, le dijo él al chófer. Perforando la niebla con los faros el automóvil se puso en marcha.

Por más que las autoridades locales le prodigaban halagos, que los prohombres de la ciudad extremaban las chocarrerías, aunque estaba decretado que la ocasión fuera festiva Su Majestad don Alfonso XIII se resistía a deponer su aire taciturno. Instalado en el palacio de Pedralbes recordaba vivamente aquel suceso terrible ocurrido veintitrés años antes. Él era entonces muy joven y acababa de contraer matrimonio con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg. A pesar de la llovizna la muchedumbre se agolpaba en las calles de Madrid para ver pasar el cortejo; la augusta pareja había salido de la iglesia de San Jerónimo, donde había tenido lugar la ceremonia nupcial, ahora se dirigía en la carroza real al palacio de Oriente. Al pasar por la calle Mayor una bomba fue arrojada desde un piso, cayó delante de la carroza: allí mismo hizo explosión. Pese al susto morrocotudo no resultaron heridos; sabiéndose ileso se volvió hacia su esposa. ¿Estás bien?, le dijo. El vestido de novia había quedado teñido de rojo, salpicado por la sangre de los espectadores y de los soldados de la escolta. La princesa Victoria Eugenia movió la cabeza con serenidad. Yes, dijo simplemente. Entre veinte y treinta personas habían muerto de resultas del atentado. Al llegar a palacio los monarcas corrieron a cambiarse de ropa.

Entre los pliegues de la capa Alfonso XIII encontró un dedo; con gesto rápido se lo metió en el bolsillo del pantalón para que ella no lo viera. Luego, durante la recepción, se lo pasó disimuladamente al conde de Romanones. Toma, le dijo, tira esto al retrete. Majestad, exclamó el conde, son los restos mortales de un cristiano. Pues que los entierren en la Almudena, pero que yo no los vuelva a ver, replicó el rey.

Mientras la nobleza y el cuerpo diplomático bailaban varios miles de policías buscaban al magnicida por los rincones de Madrid. Al cabo de unos días localizaron su cadáver en Torrejón de Ardoz. Había sido detenido por el vigilante de una finca; viéndose perdido el fugitivo había matado al vigilante primero y se había suicidado luego. Esta versión adolecía de algunas incongruencias, pero todo el mundo quería olvidar el suceso y fue aceptada sin discusión. El magnicida fue identificado pronto: se llamaba Mateo Morral, era hijo de un fabricante de Sabadell y había sido profesor o encargado en la Escuela Moderna de Ferrer Guardia. Desde entonces Alfonso XIII consideraba a los catalanes gente hostil, de conducta arrebatada e imprevisible. Ahora en el palacio de Pedralbes había colocado a la cabecera del lecho regio sus escopetas de caza. Por si las moscas, le dijo a su esposa. Con estas escopetas no tenía rival. Cuando iba de caza, cosa que hacía con mucha frecuencia, siempre llevaba tres escopetas cargadas.

Con estas escopetas podía matar al vuelo dos perdices al frente, dos sobre su cabeza y dos más a su espalda. Sólo Jorge V podía competir con él en este campo. A pesar de todo esa noche había dormido mal. Antes de que vinieran a despertarlo ya se había levantado y contemplaba el amanecer desde la ventana: el cielo parecía una hoguera. Un espectáculo magnífico, pensó el Rey, pero ¿un buen presagio? ¡Sabe Dios!

En otro lugar de la misma ciudad el general Primo de Rivera también escrutaba el cielo en busca de señales. No hay duda, se decía, es una aurora boreal: se avecinan calamidades. Y yo aquí, como un fantoche, pensó. Tampoco había dormido bien y tenía las ideas poco claras. Llamó a su asistente y le ordenó que fuera por café. Cuando el asistente regresó encontró al dictador forcejeando con las botas de caña alta. Permítame, mí general, dijo el asistente arrodillándose. Primo de Rivera se sirvió una taza de café y se la acercó a los labios. Una tarde, dijo, hace ya tiempo, en Tánger, entro yo en una taberna… por nada, ya sabes, para echar un trago, y al entrar, ¿a quién dirías tú que me encuentro?; a ver, ¿a quién dirías? El asistente se encogió de hombros. Ni idea, mi general. Hombre, di alguien, dijo el dictador. El asistente se rascó la cabeza. Por más que pienso no caigo, mi general, dijo al fin. Tú di alguien, el primero que se te ocurra, insistió el dictador. Por más que digas no acertarás, añadió con una sonrisa. Bebió un sorbo de café y suspiró ruidosamente. ¡No hay como un café bien cargado para empezar el día!, exclamó. A lo lejos sonó una corneta desafinada, luego un redoble de tambores, por último una banda militar que ensayaba una marcha. Ay, rezongó el dictador, siempre tocan lo mismo y siempre mal. ¿Dónde están mis medallas? El asistente le presentó una caja de madera oscura; esta caja, que llevaba labrada en la tapa una corona, había pertenecido a su tío, el primer marqués de Estella. Primo de Rivera abrió la caja y examinó las medallas con una mezcla de orgullo y nostalgia.

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