La fámula sostenía la vela en alto como un faro, sin reparar en los goterones de cera que caían al suelo. Esta luz mísera y la camisa de paño burdo que cubría sus formas escuálidas le daban una apariencia de Minerva proletaria. Al final el gato dio muestras de impaciencia y Delfina interrumpió la perorata.
– Del resto, si haces lo que yo te diga, te irás enterando más adelante -le dijo. Onofre le preguntó qué era eso que había de hacer. Lo principal, dijo ella, era dar a conocer la idea, hacer sonar el clarín que despertara las masas dormidas.
Tú eres nuevo en Barcelona, acabó diciendo la fámula, nadie te conoce, eres muy joven y pareces inocente. Puedes contribuir a la causa y de paso ganar algún dinero; no mucho, somos muy pobres: lo justo para que puedas ir pagando la pensión. Ya ves que no somos tan soñadores como algunos pretenden:
comprendemos que la gente ha de vivir. Bueno, ¿qué contestas?
– ¿Cuándo empiezo? -dijo Onofre. Aunque no veía las cosas con excesivo entusiasmo, la intervención de Delfina le proporcionaba ciertamente un respiro en sus tribulaciones.
– Mañana por la mañana te presentarás en el número cuatro de la calle del Musgo -dijo Delfina, bajando mucho la voz-.
Allí preguntarás por Pablo. Él no es mi novio, pero ya sabe de ti. Te está esperando. Él te dirá lo que has de hacer. Sé muy prudente y asegúrate de que no te sigue nadie; recuerda que la policía vigila. En cuanto a mi padre y la semanada, no te preocupes. Yo lo arreglaré. "Belcebú", vámonos.
Sin añadir nada más sopló la vela y la habitación quedó a oscuras. Onofre sintió que el peso del gato desaparecía, oyó el choque blando de las cuatro patas contra las baldosas.
Luego vio brillar junto a la puerta los ojos de aquel animal temible. Finalmente la puerta se cerró sigilosamente.
Preguntando a unos y a otros averiguó que la dirección que Delfina le había dado estaba en el Pueblo Nuevo, relativamente cerca de Barcelona. Un tranvía de mulas hacía el trayecto, pero costaba 20 céntimos y como Onofre Bouvila no los tenía hubo de caminar siguiendo los rieles. La calle del Musgo era una vía tétrica y solitaria, adosada a la tapia de un cementerio civil destinado a los suicidas. La calle estaba llena de perros huidizos de pelaje ralo y hocico afilado que por la noche escarbaban entre las tumbas del cementerio en busca de alimento. Había llovido la noche anterior y el cielo estaba encapotado; la presión era baja y el aire, húmedo y pegajoso. Esto no afectó a Onofre Bouvila, que estaba de buen humor: aquella misma mañana, a la hora del desayuno, se le había acercado el señor Braulio y le había dicho: Anoche mi señora y yo estuvimos hablando y de común acuerdo, como lo hacemos todo, decidimos concederle a usted una semana de crédito. El señor Braulio se había rascado la oreja que presentaba un color encendido de clavellina. Las cosas están difíciles y usted es muy joven para andar desamparado por estos mundos de Dios, había añadido. Confiamos asimismo en que pronto encuentre ese empleo que con tanto ahínco busca y estamos persuadidos de que con su honradez y dedicación conseguirá a la larga labrarse un porvenir decoroso, acabó diciendo enfáticamente. Él le había dado las gracias y mirado de reojo a Delfina; en aquel momento la fámula cruzaba el comedor con un balde lleno de agua sucia, pero aparentaba no verlo o no lo veía. Llamó a la puerta del número cuatro y le abrió sin dilación un individuo de constitución enclenque, frente abombada y labios finos, reticentes.
– Soy Onofre Bouvila y busco a un tal Pablo -le dijo.
– Yo soy Pablo -dijo el individuo-. Pasa.
Entró en un almacén aparentemente abandonado. En las paredes había moho y salitre y en el suelo, manchurrones de petróleo, algunas cajas y rollos de cuerda. De una de aquellas cajas Pablo sacó un paquete. Éstos son los panfletos que tienes que repartir, dijo tendiendo el paquete a Onofre.
¿Estás familiarizado con la idea? Onofre advirtió que tanto Pablo como Delfina decían "la idea", como si no hubiera otra:
esto le hizo gracia. También intuyó que con personas como Pablo la sinceridad era la mejor estrategia y dijo que no.
Pablo hizo una mueca colérica. Lee atentamente uno de los panfletos, dijo; yo no tengo tiempo de adoctrinarte y los panfletos lo explican todo con mucha claridad. Conviene que vayas enterado por si alguien te pidiera una aclaración, ¿entiendes? Onofre dijo que sí. ¿Te han dicho ya dónde tienes que hacer el reparto?, preguntó el apóstol. Onofre dijo otra vez que no. Ah, ¿tampoco eso?, suspiró Pablo, dando a entender con este suspiro que todo el trabajo de hacer la revolución recaía sobre sus hombros. Está bien, yo te lo diré, añadió.
¿Sabes dónde están construyendo la Exposición Universal?
Onofre volvió a decir que no. Pero, muchacho, dijo el apóstol escandalizado, ¿de qué planeta vienes? Sin dejar de refunfuñar le indicó el modo de llegar allí y lo puso en la calle. Antes de que pudiese cerrar la puerta Onofre le preguntó:
– Cuando se me acaben los panfletos, ¿qué he de hacer?
El apóstol sonrió por primera vez. Venir a por más, respondió en un tono casi suave. Le dijo que debía acudir al almacén por las mañanas, entre las cinco y las seis; nunca a otra hora. Si nos encontrásemos en alguna parte, harás como si no nos conociéramos, dijo acto seguido. No des a nadie esta dirección ni hables jamás de mí ni de la persona que te ha enviado, aunque te maten, agregó con solemnidad. Si alguien te pregunta cómo te llamas, di que Gastón: éste será tu apodo. Y ahora vete: cuanto más breves sean nuestros encuentros, tanto mejor. Onofre se alejó de aquel lugar macabro. Al llegar a una plazoleta se sentó en un banco, deshizo el paquete y se puso a leer uno de los panfletos. Unos niños corrían por la plaza y de un taller de cerrajería invisible pero cercano a la plaza llegaba un repique machacón. Por esta razón no pudo concentrarse bien. Apenas sabía leer: necesitaba silencio y tiempo para entender lo que leía. Además la mitad de las palabras que leía le resultaba incomprensible. La prosa era tan enrevesada que ni siquiera repasando el texto varias veces conseguía discernir de qué hablaba. ¿Y por este galimatías voy a jugarme yo la vida?, se dijo. Volvió a atar el paquete y se dirigió al lugar que Pablo le había indicado. Al andar contemplaba con ojos de campesino aquellas hectáreas que unos años antes habían sido huertos: ahora, atrapadas por el avance del progreso industrial, aguardaban un destino incierto yermas, negras y apestosas, envenenadas por los riachuelos pútridos que vertían las fábricas de las inmediaciones. Estos riachuelos al ser absorbidos por la tierra sedienta formaban un légamo que se adhería a las alpargatas del caminante y dificultaba su marcha.
En un momento dado debió de confundir la vía del ferrocarril con la del tranvía y se perdió. Como no veía ningún ser viviente a quien preguntar, escaló un montículo; desde allí contaba con avistar su meta o, cuando menos, determinar su propio paradero. La posición del sol, un cálculo somero de la hora y sus conocimientos le permitieron situar los cuatro puntos cardinales. Ahora ya sé dónde estoy, pensó.
Las nubes se habían abierto hacia el Este y por allí el sol filtraba sus rayos; al recibirlos el mar lanzaba destellos; tenía un centelleo de plata. Volviendo la espalda al mar avistó la silueta de la ciudad difusa a través de la atmósfera cargada; avistó los campanarios y las torres de las iglesias y los conventos y las chimeneas de las fábricas. Una locomotora sin vagones maniobraba cerca de allí, en dirección a una vía muerta. La columna de humo que despedía detenía el ascenso a pocos metros de altura; allí el aire húmedo y denso empujaba el humo hacia el suelo. El ruido de la locomotora era lo único que rompía el silencio. Siguió caminando. Cuando veía un montículo subía a él y oteaba el horizonte. Por fin descubrió, más allá de la vía férrea por donde momentos antes había visto maniobrar la locomotora, una explanada por la que hormigueaban hombres, bestias y carretas. Allí había edificios en construcción. Onofre Bouvila pensó que aquél había de ser el lugar que buscaba. O allí me sabrán dar razón, se dijo. Bajó del promontorio al que se había subido y se dirigió a la obra con el paquete de panfletos bajo el brazo.
La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente: En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. Luego vino la represión oficial: los catalanes fueron ejecutados a centenares; para escarnio y lección sus cabezas fueron ensartadas en picas y expuestas en los puntos más concurridos del Principado. Millares de prisioneros fueron destinados a trabajos forzosos en lugares remotos de la península e incluso en América; todos ellos murieron con los grilletes puestos, sin haber vuelto a ver su patria querida. Las mujeres jóvenes fueron usadas para solaz de la tropa; esto provocó una carestía de mujeres casaderas que aún perdura en Cataluña.
Muchos campos de cultivo fueron arrasados y sembrados de sal para volver la tierra estéril; los frutales fueron arrancados de raíz. Se intentó exterminar el ganado y en especial la vaca pirenaica, tan apreciada; este exterminio no pudo llevarse a término porque algunas reses huyeron a las montañas donde sobrevivieron en estado salvaje hasta bien entrado el siglo XIX; sólo así lograron salvarse de las cargas feroces de la caballería, de las descargas de la artillería y de las bayonetas de la infantería. Los castillos fueron derruidos y sus sillares utilizados para cercar de murallas algunas poblaciones: de este modo las convertían virtualmente en presidios. Los monumentos y estatuas que adornaban los paseos y las plazas fueron triturados, reducidos a polvo. Los muros de los palacios y edificios públicos fueron recubiertos de cal y sobre este revestimiento fueron pintadas figuras obscenas y fueron grabadas frases procaces u ofensivas. Las escuelas fueron convertidas en establos y viceversa; la Universidad de Barcelona, donde se habían educado y donde habían enseñado figuras preclaras, fue clausurada; el edificio que la albergaba fue desmontado piedra a piedra; con estas piedras fueron cegados los acueductos, los canales y las acequias que abastecían de agua la ciudad y los huertos colindantes. El puerto de Barcelona fue sembrado de escollos; fueron arrojados al mar tiburones traídos especialmente de las Antillas en cisternas para que infestaran las aguas del Mediterráneo. Por fortuna este medio les fue adverso: los que no murieron por causa del clima o de la ingestión de moluscos emigraron a otras latitudes por el estrecho de Gibraltar, a la sazón ya en poder de los ingleses. De todas estas medidas dieron cuenta al rey. Tal vez, dijo éste, a los catalanes no les baste este escarmiento. Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. Un escritor francés lo ha calificado de "roi fou, brave et dévot". Se casó con una italiana, Isabel de Farnesio, y murió demente. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes, al igual que de los sicilianos y napolitanos, de los criollos de ultramar, de los canarios, de los filipinos y de los indochinos, todos ellos súbditos de la Corona de España. Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio " la Ciudadela ". En ella vivía el gobernador, aislado por completo de la población: en todo había sido imitado el sistema colonial más rígido. En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. A la sombra de los bastiones los barceloneses llevaban una vida servil, lloraban de nostalgia y de rabia. Una o dos veces trataron de tomar la fortificación por asalto, pero fueron rechazados sin dificultad; tuvieron que abandonar el campo, que quedó sembrado de bajas. Los defensores se burlaban de los asaltantes: asomados a las troneras orinaban sobre los muertos y los heridos. A cambio de este placer inicuo no podían abandonar el recinto ni mezclarse con la población civil, que los odiaba; toda diversión les estaba vedada: eran prisioneros de la situación. Los soldados, privados de la compañía de las mujeres, se daban a la sodomía y descuidaban la higiene personal: la Ciudadela se convirtió en un foco de enfermedades de todo tipo. Unos y otros mirando las cosas con serenidad pedían a los sucesivos monarcas que pusieran fin a aquel símbolo de hostilidad e infamia. Sólo algunos fanáticos defendían la necesidad de su permanencia. Los reyes decían a todo que sí, pero luego daban largas al asunto; así suelen proceder los que ostentan el poder absoluto. A mediados del siglo XIX la Ciudadela había perdido gran parte de su eficacia; los adelantos bélicos habían hecho inútil su función: ya no tenía razón de ser. En 1848, con motivo de un alzamiento popular, el general Espartero había estimado más expeditivo bombardear Barcelona desde la colina de Montjuich.