Onofre Bouvila dobló de nuevo la carta con mucho cuidado, la metió bajo la almohada, apagó la vela y cerró los ojos.
Esta vez se durmió profundamente, insensible a la dureza del colchón y a los ataques encarnizados de las chinches y las pulgas. Poco antes de rayar el alba, sin embargo, le despertaron un peso en el abdomen, un gruñido y la desagradable sensación de que alguien le estaba observando. La habitación estaba iluminada por una vela, no la que había apagado unas horas antes, sino otra que sostenía alguien a quien no pudo identificar por el momento, porque otra cosa monopolizaba su atención. Sobre el cobertor estaba "Belcebú", el gato salvaje de Delfina. Tenía el lomo arqueado y el rabo enhiesto y había sacado las uñas. Onofre, en cambio, tenía los brazos atrapados por las sábanas y no se atrevía a sacarlos para protegerse la cara: temía excitar a la fiera con sus movimientos. Permaneció inmóvil; de la frente y del labio le brotaban gotas de sudor. No tengas miedo, no te atacará, susurró una voz, pero si intentas hacerme algo te arrancará los ojos. Onofre reconoció la voz de Delfina, pero no apartó la mirada del gato ni pronunció palabra.
– Sé que no has encontrado trabajo -siguió diciendo Delfina; en su voz había un deje de complacencia, bien porque el fracaso de Onofre hubiese venido a corroborar sus predicciones, bien porque encontrase placer en los apuros del prójimo-. Todos creen que no me entero de nada, pero lo oigo todo. Me tratan como si fuera un mueble, un trasto inútil, ni siquiera me saludan cuando se cruzan conmigo en el pasillo.
Mejor: todos son unos desgraciados. Estoy segura de que su máxima ilusión sería llevarme a la cama… ya sabes a lo que me refiero. Ah, pero si lo intentaran "Belcebú" les arrancaría la piel a tiras. Por eso prefieren aparentar que no me ven.
Al oír su nombre, el gato lanzó un bufido pérfido. Delfina dejó escapar una risa jactanciosa y Onofre comprendió que la fámula estaba chiflada. Lo que me faltaba, pensó. ¿En qué parará todo esto?, se preguntaba. Ay, Dios, con tal de que no acabe ciego…
– Tú no pareces como ellos -continuó diciendo la fámula entre dientes, pasando sin transición de la risa a la gravedad-, quizá porque aún eres un crío. Bah, ya te estropearás. Mañana dormirás en la calle. Tendrás que dormir con un ojo abierto siempre. Luego te despertarás helado y hambriento y no tendrás qué comer; te pelearás por rebuscar en las basuras. Rezarás para que no llueva y para que venga pronto el verano. Así irás cambiando: te irás volviendo un canalla, como todos. Qué, ¿no dices nada? Puedes hablar sin levantar la voz. Pero no hagas ningún gesto.
– ¿A qué has venido? -se atrevió a preguntar Onofre, aspirando las palabras-, ¿qué quieres de mí?
– Se creen que sólo sirvo para fregar suelos y lavar platos -repitió Delfina recobrando la sonrisa desdeñosa-, pero tengo recursos. Puedo ayudarte si quiero.
– ¿Qué he de hacer? -dijo Onofre sintiendo que el sudor le resbalaba por la espalda.
Delfina dio un paso hacia la cama. Onofre se puso rígido, pero ella se detuvo allí. Al cabo de un rato dijo: Escucha lo que te voy a decir. Tengo un novio. Esto no lo sabe nadie, ni siquiera mis padres. Nunca se lo diré y un día, el día menos pensado, me escaparé con él. Me buscarán por todas partes, pero ya estaremos lejos. No nos casaremos nunca, pero viviremos siempre juntos y aquí no me volverán a ver. Si revelas mi secreto le diré a "Belcebú" que te destroce la cara, ¿lo has entendido?, acabó diciendo la fámula. Onofre juró por Dios y por la memoria de su madre que guardaría aquel secreto. Esto satisfizo a Delfina, que agregó acto seguido:
Escucha, mi novio pertenece a un grupo; este grupo está formado por hombres generosos y valientes, decididos a terminar con la injusticia y la miseria que nos rodea. Hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras habían hecho en Onofre Bouvila y viendo que éste no reaccionaba, agregó: ¿Has oído hablar del anarquismo? Onofre dijo que no con la cabeza.
Y Bakunin, ¿sabes quién es? Onofre volvió a decir que no y ella, en lugar de enfurecerse, como él temía que sucediera, se encogió de hombros. Es natural, dijo al fin: son ideas nuevas; muy poca gente las conoce. Pero no te apures, pronto las conocerá todo el mundo: las cosas van a cambiar.
En la década de 1860 los grupos ácratas italianos, que habían florecido durante los años de lucha por la unificación de Italia, decidieron enviar a otros países personas que propagasen sus doctrinas e hicieran prosélitos. El hombre que fue enviado a España, donde las ideas anarquistas eran ya conocidas y gozaban de gran predicamento, se llamaba Foscarini. A unos kilómetros de Niza, sin embargo, la policía española, en connivencia con la policía francesa, detuvo el tren en que viajaba Foscarini y subió. Arriba las manos, dijeron los policías encañonando a los pasajeros del tren con sus carabinas, ¿quién de vosotros es Foscarini? Todos los pasajeros levantaron el brazo al unísono. Yo soy Foscarini, yo soy Foscarini, decían: para ellos no cabía honor más grande que ser confundidos con el apóstol. El único que no decía nada era el propio Foscarini. Años interminables de clandestinidad le habían enseñado a disimular en casos semejantes; ahora miraba por la ventanilla y silbaba alegremente, como si aquel asalto no rezara con él. Así pudieron identificarlo los policías sin dificultad. Lo bajaron a rastras del tren, lo dejaron en paños menores, lo ataron con una soga y lo tendieron en la vía, con la cabeza apoyada en un riel y los pies sobre el otro. Cuando venga el expreso de las nueve te hará rodajas, le dijeron. Acabarás tu vida como un salchichón, Foscarini, le decían con sorna diabólica. Uno de los policías se vistió con la ropa que le habían quitado y subió al tren.
Al verlo entrar en el vagón los pasajeros creyeron que era Foscarini, que había burlado a sus secuestradores, y prorrumpieron en vítores. El falso Foscarini sonreía y anotaba los nombres de los que le vitoreaban con más ardor. Llegado a España se dedicó a incitar a la violencia sin ton ni son para crear mal ambiente, predisponer a la gente en contra de los trabajadores y justificar las medidas represivas terribles que tomaba el Gobierno. En realidad era un "agent provocateur", dijo Delfina.
Casi simultáneamente desembarcó en Barcelona un personaje diametralmente opuesto a los dos Foscarinis, el auténtico y el ficticio. Se llamaba Conrad de Weerd y en los Estados Unidos, de donde procedía, había sido un cronista deportivo de cierto renombre. Descendía de una familia hacendada y con ribetes aristocráticos de Carolina de Sur, que había perdido en la Guerra Civil o de secesión toda su fortuna, incluidas las tierras y los esclavos negros. En Baltimore, Nueva York, Boston y Filadelfia De Weerd había probado ejercer el periodismo, al que se sentía inclinado, pero por ser sureño había encontrado vedados todos los terrenos, salvo el de los deportes. Había conocido personalmente a las figuras más importantes de su tiempo, como Jake Kilrain y John L.
Sullivan, pero en general su vida de cronista había discurrido por cauces misérrimos. A mediados del siglo pasado el deporte era poco más que un pretexto para cruzar apuestas y dar rienda suelta a los instintos más bajos. De Weerd cubrió peleas de gallos, de perros y de ratas y peleas mixtas de toros contra perros, perros contra ratas, ratas contra cerdos, etcétera.
También hubo de presenciar combates de boxeo extenuantes y sanguinarios, que duraban hasta ochenta y cinco asaltos y acababan normalmente a tiros. Al final llegó a la conclusión de que la naturaleza humana era brutal y despiadada por esencia, de que sólo la educación cívica podía transformar al individuo en un ser mínimamente tolerable. Movido por esta convicción abandonó el mundo de los deportes y se dedicó a fundar asociaciones obreras con el dinero que le dieron algunos prestamistas judíos de tendencias liberales. La finalidad de estas asociaciones era la enseñanza mutua y el cultivo de las artes, en especial de la música; quería agrupar a los obreros en grandes corales. Así dejarán de interesarse por las peleas de ratas, pensaba. De Weerd vivió siempre pobremente; todo lo que ganó lo destinó a mantener los coros que iba fundando. Poco a poco los gangsters se infiltraron en los coros y los convirtieron en grupos de presión. Para quitarse de enmedio a De Weerd lo enviaron a Europa, a hacer allí proselitismo. Enterado de la existencia de los Coros de Clavé desembarcó en Barcelona el día de la Ascensión del año 1876. Allí se encontró con los seguidores enloquecidos del Foscarini espurio, que propugnaban la matanza indiscriminada de los niños a la salida de las escuelas. Esto le produjo un efecto pésimo.
Dentro de esta misma línea, siguió contando Delfina, otra personalidad interesante es la de Remedios Ortega Lombrices, alias " la Tagarnina ". Esta sindicalista intrépida trabajaba casualmente en la fábrica de tabacos de Sevilla. Huérfana de padre y madre, había tenido que hacerse cargo de sus ocho hermanos menores a la edad de diez años. Dos habían muerto de enfermedad, a los otros los sacó adelante con su esfuerzo, y aún le sobraron arrestos para criar once hijos habidos de siete padres distintos. Mientras torcía y liaba cigarros adquirió asimismo conocimientos sólidos de teoría económica y social por el método siguiente: como cada cigarrera debía liar un número determinado de unidades por jornada, decidieron cubrir entre todas la cuota de una compañera a la que liberaban del trabajo para que pudiera leerles libros en voz alta. Así sabían de Marx, de Adam Smith, de Bakunin, de Zola y de muchos otros. Su postura era más militante que la de De Weerd, menos individualista que la de los italianos. No predicaba la destrucción de las fábricas, lo que a su juicio habría sumido al país en la miseria más absoluta, sino su ocupación y colectivización. Por supuesto, cada líder tenía sus seguidores, pero había que advertir que las distintas facciones siempre se habían respetado entre sí, por profundas que fueran sus divergencias teóricas. En todo momento habían estado dispuestas a cooperar y a prestarse ayuda y nunca se habían enfrentado entre sí. Desde el principio su enemigo acérrimo había sido el socialismo en todas sus vertientes, aunque a veces no era fácil distinguir una doctrina de otra, acabó diciendo Delfina. A medida que hablaba, según iba desarrollando esta exposición ingenua y plagada de contradicciones e incongruencias, sus pupilas amarillas brillaban con un fulgor demente que a Onofre le resultaba si no atractivo, sí fascinante, sin que supiera decirse por qué.