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Salir del infierno de los pasillos palaciegos lo ha rejuvenecido. Aunque sigue enfundado en los trajes brillantes con chaleco e insiste en las corbatas floridas a que lo acostumbró el mal gusto del ex presidente penitente, a Maestro se le ha desvanecido la mirada huidiza y avergonzada de otros tiempos. Cuando carnina por la redacción, con los pulgares hundidos en el chaleco, parece Noé oyendo los relinchos, trinos y silbos agradecidos del arca. Sabés cuál era la noticia del día, Camargo?, te saluda, entusiasta. La caída de Milosevic. Teníamos dos crónicas preciosas enviadas desde Belgrado, una entrevista a Vojislav Kostunica, que asumió el gobierno, y una columna exclusiva de Juan Goytisolo. Pero acá el presidente se levantó de la siesta con la regla y echó a tres ministros indóciles a patadas. De buena fuente sé que el vice va a pegar el portazo de un momento a otro. Lo insinuamos, pero no lo decimos. ¿Te parece que cambiemos los títulos y pongamos el énfasis en eso?

No muevas nada, Enzo, ordenás. Que todo quede tal como lo hiciste. Armaste una primera página impecable. Nada del otro mundo va a pasar esta noche. El vice, si renuncia, va a esperar que el presidente recapacite y lo llame a su lado. El que está en líos, Enzo, soy yo. Vas a tener que relevarme por un par de días. ¿Ahora, Camargo? ¿Cómo vas a hacer eso? Te banco lo que quieras, pero yo no soy vos y los lectores lo van a notar. No me queda otra, le contestás. Ángela está peor. Aunque Brenda no quiere admitirlo, sé que mi hija puede morir de un momento a otro. Tendría que haber volado ya a Chicago, pero no tengo coraje. Tampoco tengo fuerzas para ver a nadie. Voy a estar a tu alcance, en el teléfono, y vendré al diario si hay alguna emergencia. La de mañana es una crisis cantada, Enzo. Hasta podría dictarte el título: El vicepresidente entregó / su renuncia indeclinable. No hay mucho que imaginar. Sólo tenés que enviar a un cronista a Olivos para que narre cada balido del presidente, mientras algún otro sigue al vice desertor a donde quiera vaya. Le ponés un moño al paquete con un par de análisis de la crisis, y ya está. Va a ser un día traslúcido, puro oxígeno. Si la historia sucede como la estás contando, Camargo, a lo mejor sí, todo es simple. Podría sin embargo desviarse hacia un atajo, enloquecer. Fijate en el extraño curso que hoy tomaron los hechos: amanecimos con la calda de Milosevic y al empezar la noche nuestro anodino presidente rompió los cristales de su gabinete.

El diario, sin embargo, es lo de menos. Lo de más es la culpa que podrías sentir si te quedás. ¿No será mejor que viajés a Chicago? Maestro es ingenioso pero no organizado. Desconoce a la tropa, ignora cuál de los redactores se entera por el celular de lo que pasa en Olivos mientras almuerza en su casa con la familia. No se fía tampoco de los consejos de Sicardi. Vas a tener que darle una mano con las escaramuzas de mañana. Le sugerís que ponga a Remis tras las huellas del vice dimitente. Le dejás por escrito un detallado plan de operaciones: que a las ocho de la mañana lo encuentre en el café de la esquina de su casa, donde acostumbra tomar el desayuno; que siga paso a paso la escritura de la renuncia, el llanto de la esposa, las llamadas infructuosas desde Olivos tratando de disuadirlo, la conferencia de prensa en la que se despide, la soledad del hogar y la congoja de la gente. ¿Remis?, se extraña Maestro. ¿No estamos por echarla? Sí, y eso qué importa?, respondes. Lleva meses trabajando con negligencia y además robándonos. Mañana démosle la oportunidad de devolver lo que nos debe. Ocupate de que cumpla. Que Sicardi confirme de tanto en tanto si está en su puesto. Y no la dejés irse hasta que no hayas enviado al taller el último punto y aparte de la historia. Vos la quedas, Camargo, se atreve a decir Maestro. Hasta hace poco la seguías queriendo. Por eso mismo, contestás. Nunca permito que los sentimientos se mezclen con el trabajo. Todavía es útil. Sabe narrar con la destreza de Victoria Ocampo y es tan insidiosa como Patricia Highsmith. También es dañina.

Esta noche vas a acostarte por primera vez en el catre de monje de la calle Reconquista, aunque quién sabe si podrás siquiera cerrar los ojos. Dejarás tu sillón de observador, te acercarás muchas veces al telescopio Bushnell, y repasarás cada movimiento de mañana. Te gustaría entrar en el departamento de la mujer de enfrente apenas salga rumbo a su trabajo, pero la empleada de la limpieza se queda allí hasta la una de la tarde y tendrás que armarte de paciencia. Hay un ligero cambio en la rutina de los jugos que la mujer bebe antes de acostarse: aunque sigue prefiriendo los de naranja, a veces se desvía hacia los de manzana. Siempre hay dos o tres cartones en su heladera. Para evitar el menor riesgo, vas a verter dos gramos de fenobarbital en cada envase. Esta vez tendrás que usar guantes, porque el castigo que vas a inferir es muy osado y no deben quedar huellas. También has extremado las precauciones reservando pasajes para Momir y su pareja en el avión que sale rumbo a Santiago de Chile el sábado a mediodía. Desde allí, en tres escalas, llegarán a Belgrado. Los querés mudos y lejos. Has dejado los trámites en manos de Sicardi, con la certeza de que al mediodía, cuando lo llames, se habrá ocupado hasta del último detalle. Lo único que se te ha escapado, maldición, es saber dónde andan los sin techo durante el día, en qué cloacas se refugian, a quiénes ven. Tal vez se desplacen hacia los andenes de Retiro o hacia la Costanera Sur, donde has visto mendigar a gente que habla lenguas parecidas, o acaso esperen la noche en algún tren de carga anclado en Constitución. Perderlas demasiado tiempo ahora si los rastrearas. Dudas que Momir hable de vos con los de su calaña, porque no le has dicho tu nombre y ni siquiera le has revelado tu plan. Sólo te has asegurado de que no falle en lo esencial.

La noche es lenta y ya te has levantado tres o cuatro veces, temeroso de que Momir se haya ido. Pero los dos crotos siguen yaciendo sobre sus basuras, con los cuerpos pegados a la cortina metálica de la tintorería. Antes de las once, como supusiste, ha llegado la mujer de enfrente. Después de un ritual más breve que de costumbre, la viste apagar la luz. No omitió la lectura de su correo en la computadora ni las fricciones sensuales en las piernas y los pechos con cremas tonificantes. Estás seguro de que ha reservado cornos el sábado para depilarse, arreglarse las uñas de las manos y los pies, preparándose para el encuentro con el amante. Es una lástima que no puedas verla dormir, entrar en ella y navegar en el río de su sangre. Si le vieras los sueños con tanta nitidez como tu cámara vio cada pliegue de su cuerpo, sabrías por qué te ha traicionado y a lo mejor, mientras la castigas, le acariciarlas la frente, no por misericordia, porque la ofenderla ese sentimiento, sino por amor a vos mismo, Camargo, por toda la vida que se te ha ido contemplándola.

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