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Todo lo que la pareja quiere es -re lo ha dicho el hombre- regresar a Pranjani. Del pueblo donde vivían, devastado por los bombardeos, no quedan ni los escombros, pero en Pranjani ha empezado la reconstrucción. Allí él podría trabajar como albañil. No has conseguido adivinar si te dijo albañil o maestro de obras u otro oficio vinculado a la ingeniería porque el lenguaje de los gestos es limitado, y el castellano del hombre es ínfimo, utilitario. Has venido a ofrecerles lo que desean.

Te ocultas en la portería de tu propio edificio mientras Momir se despeja. Tenés miedo de que la mujer llegue de la oficina de un momento a otro. Al fin ves que el hombre se yergue y re busca con la mirada. Le indicas que cruce la calle, pero no lo hace hasta que su compañera se lo ordena: Pita ga. Ha llegado el momento de que le propongas el intercambio en el que estás pensando desde que leíste los mensajes de la mujer de enfrente a su amante colombiano. Vas a recomendarle discreción extrema -extrema, repetirás-, pero ¿cómo podría traicionarte este campesino sin lengua, ajeno al mundo? Desde ya descontás que la negociación no va a ser fácil: habrá consultas infinitas del sin techo con su pareja. Tu oferta es simple: una suma de dinero suficiente para cubrir dos pasajes a Belgrado, el ómnibus hacia Pranjani, más lo que haga falta para sobrevivir una semana. Vas a decir «Tres mil pesos, a la espera de que Momir replique: «Cinco». Lo que te pide es más, sin embargo. Quiere pasaportes nuevos para él y la mujer. Creés entender que en la travesía de Posadas a Buenos Aires les han robado todo lo que llevaban: documentos, dinero, joyas, ropas, fotografías. ¿Pasaportes?, repetís, extrañado. No es posible. ¿Cómo vas a conseguirlos en tan poco tiempo? El tendría que cumplir con su parte del trato mañana por la noche, y vos no podés entregarles los papeles antes de setenta y dos horas, con suerte. Voy a darles los pasaportes, les doy mi palabra. Tengan confianza. Te mira desconcertado. Cruza otra vez la calle y discute con la compañera. O Momir no ha entendido tus argumentos o la mujer no transige. Regresa cabizbajo. ¿De cuánto tiempo dispongo, entonces?, le preguntás. Ahora, responde Momir, implacable, señalando el piso con el índice, sin dejar dudas de su firmeza.

La insensatez de los sin techo te enfurece. Cómo se les ocurre a esas liendres oponerse a tu voluntad? No vas a pasar por alto este desaire. Vas a destruirlos, cuando llegue el momento. Ahora son, por desgracia, el arma que necesitas para darle una lección a la mujer de enfrente. Mientras no lo hayan hecho, tendrás que emplear todo tu poder en darles lo que piden. Recurrir tal vez a Sicardi, el jefe de personal, o a Enzo Maestro, que todavía tiene contactos con los servicios de inteligencia.

Voy a cumplir, Momir, decís. Voy a dedicarme por entero a eso. A las siete de la mañana enviaré una persona de confianza para que les tome fotos acá mismo, en la calle. Traten de asearse, péinense. Traten de parecer normales. Después, a la noche, te entregaré, si puedo, los papeles de tu compañera. Te daré el dinero y el otro pasaporte más tarde, después de que hayas hecho lo que te pido. Momir se aleja una vez más para saber si la mujer está de acuerdo. Desde los escombros, ella asiente. Dios, cuánto conciliábulo.

Pero la realidad está en tu contra. Mientras hablabas con Momir desconectaste los celulares, y ahora advertís que en los dos hay mensajes desesperados. Maestro ruega que vayas cuanto antes a tu despacho. El presidente ha despedido a medio gabinete, dice, y se ha enredado en una pelea mortal con los aliados que lo llevaron al poder. No quiere oír las razones de nadie, salvo las de sus hijos. La crisis es ya tan grave que puede renunciar el vicepresidente. El diario está inmovilizado, Camargo: todos a tu espera, dice Maestro en el contestador. ¿Cómo voy a autorizar los títulos de primera página sin que los veas? Tengo ya los borradores listos, sobre tu escritorio. Una vez más pensás cuán certero fuiste al elegirlo para que te secunde. A la mitad de los redactores les repugnó. Fue el vocero con menos escrúpulos que haya conocido el país, te dijeron. Ni durante la dictadura hubo alguien así. Exageran. Lo llamaste a tu lado porque no discute órdenes: las perfecciona. La lealtad sin quebranto que le profesó al presidente anterior ahora te la profesa a vos. Y la imaginación dañina, maliciosa, con que entretuvo al país mientras su jefe robaba a mansalva, ha ido refinándose en el diario. No puede crear hechos, como antes, pero es un malabarista jugando con ellos, corrigiéndolos y desplazándolos. La vida es injusta con hombres como Maestro, te has repetido más de una vez. En un país menos insignificante que la Argentina habría sido un Fouché, un Kissinger, un J. Edgar Hoover. En la biografía de ninguno de ellos hay una joya de la distracción tan admirable como la falsa penitencia del anterior presidente en Los Toldos, en la zanja de Alsina y en el Valle de la Luna simultáneamente: tres golpes de dados que desembocaron en un solo azar.

Te gustada confiarle tus tribulaciones con la mujer, porque Maestro sabría darte un consejo certero, pero ése es un secreto que no podés entregar a nadie, Se lo dirías a tu madre, eso sí, derramarías en ella todo lo que llevás por dentro si volvieras a verla, pero aunque la esperanza siga en pie, hace tiempo que has dejado de buscarla, Camargo: tu madre se ha ido ya del reino de este mundo.

En el celular reservado para las hijas y los íntimos hay dos llamadas enojosas. Ángela se agrava hora tras hora. Con voz de funeral, Brenda te anuncia que no le pueden controlar la infección. Tres médicos la atienden en la unidad de terapia intensiva. Si acaso no estás en vuelo rumbo a Chicago, dice Brenda, te ruego que busqués alguna conexión por San Pablo, por Lima, por donde sea. Tenés que estar acá cuanto antes, Camargo. Diana y yo estamos desesperadas.

Tu ex mujer se ha vuelto loca. ¿Cómo se le ocurre que podés viajar al menor sobresalto de la enfermedad de Ángela? No sería la primera vez que trata de enredarte una falsa alarma. Tu hija tiene una leucemia difícil de curar, de las llamadas mieloblásticas, pero ya se ha recuperado antes y no tendría por qué ser peor ahora. Si Brenda se pusiera por un instante en tu lugar, sabría que te ha caído encima una crisis política y no podés abandonar el diario irresponsablemente. Y si viera la vida en tu misma longitud de onda, como en los primeros años del matrimonio, adivinaría que el viaje de la mujer a Rió de Janeiro es para vos la única cuestión de vida o muerte.

La otra llamada te importuna: es Reina Remis, que necesita verte cuanto antes. Tan sólo un minutito, ruega, soy víctima de un malentendido y quiero disiparlo cara a cara. No vas a recibirla, ya lo has resuelto. Someterás su caso a la justicia de Sicardi y no moverás un dedo en su favor.

¿Y mañana? Ah, no quisieras dejar ni un hilo suelto en tus planes para mañana. Apenas entrás en tu oficina querés ver a Sicardi. Quizás él solo pueda resolver todo lo que te inquieta. No podés evitar que su nariz te ponga nervioso: un pimiento enorme, a punto de reventar. La moralidad de Sicardi es un terreno inexplorado, de modo que vas moviendo tus palabras con delicadeza, como si las hicieras caminar sobre carbones ardientes. No se preocupe, doctor, te dice, podemos tener los pasaportes mañana por la tarde. Falsos, por descontado. Voy a ubicar los que robaron del consulado polaco. ¿Esos malandros que vamos a sacar del país son croatas, dijo usted: serbios, montenegrinos? Nadie se va a dar cuenta, entonces, de la diferencia. Serbios, polacos, búlgaros: es la misma resaca. Te resignás a dejar las puntadas finales en manos de Sicardi: las fotografías, la invención de los nombres, las fechas probables de nacimiento, entre 1954 y 1960. Quisieras que no haya errores de traducción al escribir los datos en los papeles, le has advertido: esos detalles podrían arruinar todo el esfuerzo cuando pasen por el filtro de Migraciones. Mire que hay letras raras en esas lenguas, Sicardi: y griegas con acento agudo, efes con rayas transversales, haches circunflejas. Doctor, no se preocupe, te tranquiliza. ¿Acaso alguna vez le hemos fallado?

Aún te incomoda el tema de Reina Remis: es el invisible campo de espinas que ni Sicardi ni vos se atreven a franquear. ¿Algo más se le ofrece, doctor Camargo? ¿Nos olvidamos de Remise, tal vez?, te pregunta, obsequioso, allanando el terreno. Debed as agradecerle porque más de un vaso capilar en su nariz habrá sucumbido a la tensión. Remis, lo corregís, acentuando con fuerza la primera sílaba. Se llama Reina Remis. Ya sabe usted que ha traicionado al diario. Esa aerolínea, Fleet, le ha pagado un soborno. No queda otra salida que despedirla, Sicardi. Y si fuéramos más despacio, doctor Camargo?, se alarma él. ¿Si le llamamos la atención con suspensiones escalonadas? Despedirla de un día para otro nos saldrá carísimo. acaso tenemos pruebas de esos pagos? Más caro sale retenerla, Sicardi. Actúe. No se extravíe en pruritos legales.

Te enfurece tener que dar explicaciones. Cuando se trata de Remis, no aceptás que nadie te contradiga. Despídala pero déle tiempo, le repetís. Permítale cometer un par de errores más. Que nos haga juicio. La vamos a tener meses sin cobrar, yendo de un abogado a otro.

Qué alivio al fin. Ya te has quitado de encima el malestar que no te dejaba en paz. Apenas tengas un respiro vas a llamar a los directores de El Heraldo, de los canales de televisión, de las agencias de noticias y a todas las radios que se re vengan a la cabeza para advertirles que Reina te ha traicionado y que darle un empleo equivale a declararte la guerra. Deberla servirte de lección, Camargo. La llevaste demasiado lejos, hasta alturas donde sólo seres como vos saben respirar sin intoxicarse. Le ofrendaste tu intimidad, le duplicaste el sueldo por lo menos dos veces. Ganaba casi tanto como Maestro. Por ella, sólo por ella, te separaste de Brenda y te alejaste de las mellizas, aunque quizá tarde o temprano lo habrías hecho. Y mirá cómo te ha pagado: corrompiéndose. No necesitás comprobar si, además de pasajes, ha recibido cheques de la compañía aérea. Te basta con leer lo que ha publicado para favorecerla. No vas a perdonarla, Camargo, aunque te lo suplique de rodillas. Has aprendido esa lección de Dios, que es misericordioso, pero jamás perdona.

Ahora llamás a Enzo. Con él te sentís relajado, a tus anchas. Sus ideas son siempre un calco de las tuyas, y si por azar tiene otras, las evapora. Podrías decirle que el titulo de mañana es, por ejemplo, Crinete de la gabisis, y acataría con entusiasmo. No estada mal tomar a los lectores por sorpresa alguna vez y obligarlos a reconstruir un lenguaje desmembrado: Se renuncia la espera del vicepresidente. O tal vez: Detros ponen minis a tres. Los diarios serían juegos para adultos y no papillas digeridas para infantes sin mente. Sí, hagámoslo, es extraordinario, te diría Maestro, yen el acto pondría manos a la obra.

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