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Lo malo era que no sabía por dónde empezar. Además, salir a la calle la deprimía. El ambiente era demasiado pesado. Todo el mundo estaba temeroso después del asesinato. Si alguien se había atrevido a matar, ¿qué seguía? ¡El asesinato! ¡Pero cómo no había pensado en eso! ¡Claro! ¡Lo más probable era que, a consecuencia del asesinato, a Rodrigo le hubiera pasado algo! A lo mejor habían ocurrido nuevos desórdenes que habían impedido que Rodrigo regresara, y ella de pendeja catatónica esperando que el novio le cayera del cielo. Rápidamente encendió la televirtual. Hacía una semana que no se enteraba de lo que pasaba afuera.

Al momento, su recámara se convirtió en un plantío de cacao que estaba siendo destruido por personal del ejército. La voz de Abel Zabludowsky narraba la acción.

– El día de hoy el ejército americano asestó un fuerte golpe al narcotráfico del cacao. Se destruyeron varias hectáreas de la droga y se logró la captura de uno de los más poderosos capos del chocolate que hacía tiempo era buscado por la policía. Ésta es toda la información que tenemos hasta el momento. Los nombres del capo y sus cómplices no serán dados a conocer para no obstruir la investigación, que puede culminar con la detención del cártel venusino.

Enseguida, la recámara de Azucena se convirtió en un laboratorio lleno de computadoras, pues en ese momento estaban pasando un documental sobre cómo se había erradicado la criminalidad del Planeta. Fue cuando se inventó una computadora que, con una simple gota de sangre o de saliva, o con un pedazo de uña o de pelo, podía reconstruir el cuerpo completo de una persona e indicar su paradero. Los delincuentes podían ser detenidos y castigados a los pocos minutos de haber cometido sus fechorías, sin importar que se hubieran escondido en Tumbuctú.

Pero, por supuesto, el asesino del candidato se había cuidado de no dejar ni una huella. Ya habían analizado todos los escupitajos que había en la banqueta y nada, ni señas del criminal.

De pronto, desaparecen las imágenes del laboratorio y aparecen Abel Zabludowsky y el doctor Diez. Cada uno sentado en la cama al lado de Azucena. Azucena se sorprende. El doctor Diez es su vecino de consultorio. Abel Zabludowsky entrevista al doctor.

– Bienvenido, doctor Diez. Gracias por asistir a nuestro programa.

– Al contrario, gracias por la invitación.

– Díganos doctor, ¿en qué consiste el aparato que acaba de inventar?

– Es un aparato muy sencillo que fotografía el aura de las personas y detecta en ella las huellas áuricas de otras personas que se le hayan acercado. Por este medio, va a ser muy fácil determinar quién fue la última persona que entró en contacto con el señor Bush.

– Espéreme, no entiendo bien, o sea, que el aparato que usted inventó ¿capta en una fotografía el aura de todas las personas que se hayan acercado a uno?

– Así es. El aura es una energía que desde hace mucho se ha venido fotografiando. Todos sabemos que cuando una persona penetra en nuestro campo magnético, lo contamina. Hay infinidad de auriografías que muestran el momento en que el aura se vio afectada, pero hasta ahora nadie había podido analizar y determinar a quién pertenecía el aura de la persona contaminadora. Eso es lo que mi aparato puede hacer. Por medio de la auriografía del contaminante puede reproducir el cuerpo de la persona que la posee.

– Pero, espéreme tantito. El señor Bush fue asesinado cuando iba caminando entre la gente. Infinidad de personas se le tienen que haber acercado y contaminado su aura. ¿Cómo va a saber entonces cuál es el aura del asesino?

– Por el color. Recuerde que todas las emociones negativas tienen un color específico…

Azucena no quiere escuchar más. El doctor Diez, aparte de ser su vecino de consultorio, es su amigo íntimo, sólo tiene que ir a verlo y dejar que le tome una auriografía para localizar a Rodrigo. ¡Bendito sea Dios! Toma su bolsa y sale de inmediato, sin ponerse los zapatos, sin peinarse y sin apagar la televirtual. Si se hubiera esperado un minuto más, sólo un minuto más, habría visto a Rodrigo brincando como loco por toda la recámara. Abel Zabludowsky había pasado a la información interplanetaria. En Korma, un planeta de castigo, un volcán había hecho erupción. Se pedía la colaboración de los televirtualenses para enviar ayuda a los damnificados, ya que los habitantes de dicho planeta, miembros del Tercer Mundo, vivían en la época de las cavernas. Uno de ellos era nada menos que Rodrigo, quien corría desesperado tratando de evitar ser alcanzado por la lava.

Cuatro

Rodrigo es el último en entrar en una pequeña cueva en lo alto de la montaña. Hasta el más pequeño de los seres primitivos que habitan el planeta Korma corre más rápido que él. Su lentitud no sólo se debe a que no cuenta en los pies con callos que lo protejan de las piedras o del calor, sino a que sus músculos no están ejercitados para esa clase de esfuerzo físico. A lo más que había llegado en su vida era a caminar hasta la caseta aerofónica más cercana para transportarse de un lugar a otro del Planeta. No sabía en qué momento se había metido en la caseta que lo había llevado hasta allí. No recordaba haberlo hecho. Bueno, no recordaba nada. Una sensación de angustia lo acompañaba todo el tiempo. Sentía que había dejado de hacer algo importante, que tenía un pendiente por concluir. Su cuerpo tenía antojo de algo que no sabía, sus pies tenían ganas de bailar tango, su boca sentía la urgencia del beso, su voz quería pronunciar un nombre borrado en la memoria. Lo tenía en la punta de la lengua, pero su mente estaba completamente en blanco. De lo único que estaba seguro era de que le hacía falta la luna… y que esa cueva apestaba a rayos.

El humor concentrado de alrededor de treinta seres primitivos, entre hombres, mujeres y niños, era realmente insoportable. La combinación de sudor, orina, excremento, semen, restos de comida descomponiéndose en la boca, sangre, cerilla, mocos y demás secreciones acumuladas por años en los cuerpos de esos salvajes nauseabundos era para marear a cualquiera. Pero era más grande la necesidad de oxígeno para regular su respiración después de la maratónica carrera que acababa de efectuar, que lo desagradable del olor, así que Rodrigo aspiró el aire a bocanadas y enseguida se dejó caer sobre una piedra. Cuidó de hacerlo lo más lejos posible de todos. Tenía las piernas acalambradas por el esfuerzo, pero no le quedaba energía como para darse un masaje. Estaba completamente extenuado. No tenía fuerzas ni siquiera para llorar, ya no se diga para gritar con desesperación al igual que una mujer que estaba frente a él. La mujer acababa de sufrir la pérdida de su hijo. Caminaba en círculo cargando los restos calcinados de un cuerpo de niño. La mujer tenía las manos chamuscadas. Rodrigo se la imagina metiéndolas en la lava para salvar al hijo. El olor a carne quemada se diseminaba en espiral conforme ella daba vueltas y vueltas frente a la entrada de la cueva. Afuera, todo estaba bañado de lava incandescente. El calor era insoportable.

Rodrigo cierra los ojos. No quiere ver nada. Se arrepiente de haber huido de la lava. ¿Qué caso tiene mantenerse vivo en ese lugar que no le pertenece? No recuerda quién es ni de dónde viene, pero tiene una profunda sensación de haber estado en un lugar privilegiado. No se necesita ser muy observador para darse cuenta que él es ajeno a esa civilización. Se siente abandonado, adolorido, desgarrado interiormente. Siente un vacío enorme. Como si le hubieran arrancado de golpe la mitad del cuerpo. No sabe qué hacer. No existe la menor posibilidad de huida. Además, ¿adonde podría ir? ¿Tendría familia? ¿Habría alguien que lo llorara? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir en ese planeta? El solo, ni un día, y como miembro de esa tribu tiene muy pocas posibilidades. Constantemente percibe las recelosas miradas de esos salvajes sobre su persona. No los culpa. Su apariencia de macho sin pelo, sin fuerza bruta, que no le falta un diente -lo cual sólo les pasa a los niños de tres años-, sin cicatrices, sin agresividad, que en lugar de defecar en la cueva lo hace atrás de un árbol, que en lugar de atacar dinosaurios utiliza las puntas de las lanzas para sacarse la mugre de las uñas, que en lugar de comerse los mocos se suena con los dedos de una mano mientras con la otra se cubre para que nadie lo vea, y que para colmo no fornica con las mujeres de la tribu, es altamente sospechosa. Todos lo rechazan.

Sólo hay una mujer que se siente atraída hacia él y nadie entiende por qué. La razón es que ella fue la única que presenció el aterrizaje de la nave espacial que trajo a Rodrigo a Korma. La vio descender de los cielos entre fuego y truenos. Rodrigo bajó del extraño aparato desnudo y confundido. Para ella, la nave era como un vientre flotante que dio a luz a ese hombre. Considera a Rodrigo como a un Dios nacido de las estrellas. Más de una vez le ha salvado la vida, luchando como fiera contra los demás hombres del clan por defenderlo. No encuentra forma de mostrarle su agrado. A veces se acuesta frente a él y abre sus peludas piernas esperando que él le salte encima, tal y como lo hacen los demás primitivos ante la misma provocación. Pero Rodrigo ha fingido ceguera y de ahí no ha pasado la cosa. Sin embargo, la primitiva no ha perdido la fe y piensa que ahora que su Dios está herido tiene su gran oportunidad. Se acuesta a sus pies y con ternura le empieza a lamer las heridas que Rodrigo sufrió durante su huida. Rodrigo abre los ojos e intenta retirar los pies, pero sus músculos no lo obedecen. A los pocos segundos se da cuenta que es muy refrescante la sensación que proporciona la lengua húmeda al entrar en contacto con las ardientes heridas de sus pies. Se siente tan reconfortado que, haciendo a un lado la resistencia, cierra los ojos y se deja querer. Poco a poco la primitiva va subiendo por las piernas con gran intensidad. Ahora le está lamiendo las pantorrillas. A veces tiene que suspender su labor para retirar las espinas que Rodrigo trae clavadas. Luego continúa hacia las rodillas, luego se detiene largo rato en los muslos -donde por cierto no tiene ninguna herida- y finalmente llega a su objetivo principal: la entrepierna. La salvaje se pasa con lujuria la lengua por los labios antes de continuar con su samaritana labor. Rodrigo se preocupa. Sabe muy bien lo que quiere esa horrorosa mujer de pelo en pecho, que huele a diablos, que tiene mal aliento, y que menea lascivamente las caderas. Lo que ella piensa obtener es lo mismo que Rodrigo ha venido evitando desde el principio.


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