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PRIMERA PARTE

Uno

Estoy embriagado, lloro, me aflijo,

pienso, digo,

en mi interior lo encuentro:

si yo nunca muriera,

si yo nunca desapareciera.

Allá donde no hay muerte,

allá donde ella es conquistada,

que allá vaya yo.

Si yo nunca muriera,

si yo nunca desapareciera.

NEZAHUALCÓYOTL Ms. «Cantares Mexicanos», fol 17 v.

Trece Poetas del Mundo Azteca , MIGUEL LEÓN-PORTILLA.

México, 1984

¿Cuándo mueren los muertos? Cuando uno los olvida. ¿Cuándo desaparece una ciudad? Cuando no existe más en la memoria de los que la habitaron. ¿Cuándo se deja de amar? Cuando uno empieza a amar nuevamente. De eso no hay duda.

Esa fue la razón por la que Hernán Cortés decidió construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua Tecnochtitlan. El tiempo que le llevó tomar la medida fue el mismo que le lleva a una espada empuñada con firmeza atravesar la piel del pecho y llegar al centro del corazón: un segundo. Pero en tiempo de batalla, un segundo significa esquivar una espada o ser alcanzado por ella.

Durante la conquista de México sobrevivieron sólo aquellos que pudieron reaccionar al instante, los que tuvieron tal miedo a la muerte que pusieron todos sus reflejos, todos sus instintos, todos sus sentidos al servicio del temor. El miedo se convirtió en el centro de comando de sus actos. Instalado justo atrás del ombligo, recibía antes que el cerebro todas las sensaciones percibidas por medio del olfato, la vista, el tacto, el oído, el gusto. Ahí eran procesadas en milésimas de segundo y ya se enviaban al cerebro con una orden específica de acción. Todo el acto no iba más allá del segundo imprescindible para sobrevivir. Con la misma rapidez con que los cuerpos de los conquistadores aprendieron a reaccionar, fueron desarrollando nuevos sentidos. Podían presentir un ataque por la espalda, oler la sangre antes de que apareciera, escuchar una traición antes que nadie pronunciara la primera palabra y, sobre todo, podían ver el futuro como la mejor pitonisa. Por eso, el día en que Cortés vio a un indio tocando el caracol frente a los restos de una antigua pirámide, supo que no podía dejar la ciudad en ruinas. Habría sido como dejar un monumento a la grandeza de los aztecas. La añoranza invitaría tarde o temprano a los indios a intentar organizarse para recuperar su ciudad. No había tiempo que perder. Tenía que borrar de la memoria de los aztecas la gran Tenochtitlan. Tenía que construir una nueva ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Con lo que no contó fue con que las piedras contienen una verdad más allá de lo que la vista alcanza a percibir. Poseen una energía propia, que no se ve, sólo se siente. Una energía que no se puede encerrar dentro de una casa o una iglesia. Ninguno de los nuevos sentidos que Cortés había adquirido estaba lo suficientemente afinado como para que pudiera percibirla. Era una energía demasiado sutil. Su presencia invisible le daba total libertad de acción y le permitía circular silenciosamente en lo alto de las pirámides sin que nadie se diera cuenta. Algunos conocieron sus efectos, pero no supieron a qué atribuirlos. El caso más grave fue el de Rodrigo Díaz, valiente capitán de Cortés. Él nunca se imaginó las tremendas consecuencias que tendría su frecuente contacto con las piedras de las pirámides que él y sus compañeros derrumbaban. Es más, si alguien le hubiera advertido que esas piedras tenían el poder suficiente como para cambiarle la vida, nunca lo habría creído. Sus creencias nunca fueron más allá de lo que sus manos alcanzaban a tocar. Cuando le dijeron que había una pirámide sobre la que los indios acostumbraban celebrar ceremonias paganas a una supuesta diosa del amor, se rió. No creyó ni por un momento que pudiera existir tal diosa. Mucho menos que la pirámide sirviera para algo. Todos coincidieron con él y decidieron que ni siquiera valía la pena erigir una iglesia en su lugar. Sin pensarlo mucho, Cortés decidió darle a Rodrigo el terreno donde se encontraba dicha pirámide para que construyera sobre ella su casa.

Rodrigo estaba de lo más feliz. Se había hecho merecedor a ese terreno gracias a sus logros en el campo de batalla y a la fiereza con que había cortado brazos, narices, orejas y cráneos. De su propia mano habían muerto aproximadamente doscientos indios y el premio no se había hecho esperar: mil metros de tierra al lado de uno de los cuatro canales que atravesaban la ciudad, mismo que con el tiempo se convertiría en la calzada de Tacuba. La ambición de Rodrigo lo había hecho soñar con edificar su casa sobre un terreno más grande y de ser posible sobre los restos del templo mayor, pero se tuvo que conformar con ese humilde lote, pues en el otro pensaban edificar la Catedral. Además, para compensarlo de no estar dentro del círculo selecto de casas que los capitanes construyeron en el centro de la ciudad y que darían fe del nacimiento de la Nueva España, le dieron en encomienda cincuenta indios, entre los cuales iba Citlali.

Citlali era una indígena descendiente de una familia de nobles de Tenochtitlan. Desde niña había recibido una educación privilegiada y, por lo tanto, su andar, en lugar de reflejar sumisión, era orgulloso, altanero, incluso retador. El sandungueo de sus anchas caderas, cargaba el ambiente de sensualidad. Su meneo esparcía olas de aire por todos lados. El desplazamiento de energía era muy parecido al de las ondas que se generan en un lago apacible cuando de improviso cae una piedra en su superficie.

Rodrigo presintió la llegada de Citlali a cien metros de distancia. Por algo había sobrevivido a la conquista: por la poderosa capacidad que tenía de percibir movimientos fuera de lo normal. Suspendió su actividad y trató de ubicar el peligro. Desde lo alto donde se encontraba dominaba toda acción a su alrededor. De inmediato ubicó la columna de indios en camino a su terreno. Al frente de todos venía Citlali. Rodrigo enseguida supo que el movimiento que tanto lo alteraba provenía de sus caderas. Y se sintió completamente desarmado. No supo cómo enfrentar el desafío y cayó presa del conjuro de esas caderas. Todo eso pasaba mientras sus manos estaban concentradas en quitar la piedra que formaba la cúspide de la Pirámide del Amor. Antes de que lo lograra, dio tiempo a que la poderosa energía que emanaba de la pirámide empezara a circular por sus venas. Fue una descarga tremenda, fue un relámpago encandilante que lo deslumbró y le hizo ver a Citlali ya no como la simple india que era, sino como la misma Diosa del amor.

Nunca había deseado tanto a alguien, mucho menos a una india. No sabía explicar qué le pasaba. Con ansiedad, terminó de quitar la piedra, más que nada para dar tiempo a que Citlali llegara a su lado. En cuanto la tuvo cerca, no se pudo controlar, ordenó a los demás indios que se buscaran acomodo en la parte trasera del terreno y ahí mismo, en el centro de lo que fuera el templo, la violó.

Citlali, con el rostro impávido y los ojos muy abiertos, contemplaba su imagen reflejada en los verdes ojos de Rodrigo. Verdes, verdes, como el color del mar que una vez, cuando era niña, había tenido la oportunidad de ver. El mar siempre le había producido temor. Percibía el enorme poder de destrucción que estaba latente en cada ola. Desde que se enteró que los esperados hombres blancos vendrían de más allá de las aguas inmensas, vivió con temor. Si ellos tenían el poder para dominar el mar, de seguro era porque iban a traer en su interior la misma capacidad de destrucción. Y no se equivocó. El mar había llegado para arrasar todo su mundo. Sentía el mar rebotando con furia en su interior. Ni todo el peso del cielo sobre la espalda de Rodrigo era capaz de detener el movimiento frenético del mar dentro de ella. Se trataba de un mar salado que le provocaba ardores dentro de su cuerpo y cuyo agresivo movimiento le daba mareo y náusea. Rodrigo entraba en su cuerpo tal y como lo había hecho en su vida: con lujo de violencia.

Tiempo atrás, durante una de las batallas que anticiparon la caída de la gran Tenochtitlan, había llegado, el mismo día en que ella acababa de dar a luz a su hijo. Citlali, por su noble linaje, había recibido las mejores atenciones durante el parto a pesar del duro combate que libraba su pueblo contra los españoles. Su hijo llegaba a este mundo entre el sonido de la derrota, el humo y los gemidos de la gran Tenochtitlan agonizante. La comadrona que lo recibió, tratando de compensar de alguna manera el inoportuno arribo, pidió a los Dioses que le procuraran al niño bienaventuranza. Tal vez los Dioses vieron que el mejor destino de esa criatura no estaba en este mundo, pues al momento en que la comadrona le daba a Citlali a su hijo para que lo abrazara, ésta lo hizo por primera y última vez.

Rodrigo, que acababa de matar a los guardias del palacio real, llegó a su lado, le quitó el niño de las manos y lo estrelló contra el piso. A ella la tomó de los cabellos, la arrastró unos metros y le hundió la espada en un costado. A la comadrona le cercenó el brazo con que lo intentaba atacar, y por último salió a prenderle fuego al palacio. Ojalá uno pudiera decidir en qué momento morirse. Citlali habría querido hacerlo ese día: el día en que murieron su esposo, su hijo, su casa, su ciudad. Ojalá sus ojos nunca hubieran visto a la Gran Tenochtitlan vestirse de desolación. Ojalá sus oídos nunca hubieran escuchado el silencio de los caracoles. Ojalá que la tierra sobre la que caminaba no le hubiera respondido con ecos de arena. Ojalá que el aire no se hubiera llenado de olores aceitunados. Ojalá que su cuerpo nunca hubiera sentido un cuerpo tan odiado en su interior y ojalá que Rodrigo al salirse se hubiera llevado el sabor del mar junto con él.

* * *

Mientras Rodrigo se levantaba y se ponía la ropa en su lugar, Citlali pidió a los dioses fuerza suficiente para vivir hasta que Rodrigo se arrepintiera de haber profanado a la Diosa del amor y a ella. No podía haber cometido mayor ultraje que violarla en un sitio tan sagrado. Citlali suponía que la Diosa también tendría que estar de lo más ofendida. La energía que había sentido circular por su espina mientras fue presa de la salvaje acometida de Rodrigo, nada tenía que ver con una energía amorosa. Había sido una energía descontrolada, desconocida para ella. Alguna vez, cuando aún estaba completa, Citlali había participado en una ceremonia en lo alto de esa pirámide con resultados completamente opuestos. La diferencia tal vez radicaba en que ahora la pirámide estaba trunca, y sin la cúspide la energía amorosa circulaba loca y desorganizadamente. ¡Pobre Diosa del Amor! De seguro se sentía tan humillada y profanada como ella y de seguro no sólo la autorizaba sino que esperaba ansiosamente que ella, una de sus más fervientes devotas, vengara la afrenta.


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