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A Azucena, ese tipo de injusticias la enfurecían. Sin poderlo evitar, se le subía la sangre al cerebro y se convertía en una fuerza desatada de la naturaleza. En menos que canta un gallo llegó al lado de la pareja dispareja, jaló al marido de Cuquita de los pelos, lo lanzó contra la pared y acto seguido le propinó una fenomenal patada en los huevos. Para rematar le dio un gancho al hígado y, ya en el piso, una buena dotación de puntapiés en los que descargó toda la rabia contenida. Azucena quedó agotada, pero con una gran sensación de alivio. Cuquita no sabía si besarle la mano o correr a levantar el contenido de la bolsa del mandado que había caído por las escaleras. Se decidió por darle las gracias brevemente y empezó a recoger sus cosas antes de que alguien las viera. Azucena se aprestó a ayudarla y se sorprendió enormemente al ver que dentro de la bolsa no había ni fruta ni verduras sino una cantidad impresionante de virtualibros.

Unos meses atrás, Cuquita le había pedido su ayuda para la adquisición de los mismos. Su abuelita era ciega y se desesperaba mucho de no poder leer ni ver la televirtual. Acababa de salir al mercado un invento sensacional de películas para ciegos. Eran unos lentes muy sencillos que enviaban impulsos eléctricos al cerebro sin necesidad de pasar por los ojos y hacían que los ciegos «vieran» películas virtualizadas con la misma claridad que las personas que gozaban del sentido de la vista. La abuelita de Cuquita fue la primera en presentar su solicitud para adquirir el aparato y la primera en ser rechazada. No podía gozar de esos placeres pues su ceguera era karmática, ya que cuando había sido militar argentino, durante sus torturas había dejado ciegas a varias personas. Cuquita, al verla llorar día y noche, se había atrevido a pedirle a Azucena una carta de recomendación en la que dijera que ella era la astroanalista de la señora y que certificaba que ya había pagado sus karmas como «gorila», lo cual no era cierto. Azucena, por supuesto, se había negado. Iba contra la ética de su profesión hacer algo así. Pero para su asombro Cuquita se había salido con la suya y los había conseguido. Azucena estaba de lo más intrigada sobre cómo lo había hecho. ¿A quién habría sobornado? Cuquita no le dio tiempo de suponer nada. Llegó a su lado corriendo, le arrebató uno de los virtualibros de las manos y lo guardó rápidamente dentro de la bolsa. Acto seguido, se dirigió a ella en una actitud de lo más retadora.

– ¿Qué, me va a enunciar?

– ¿A enunciar qué?

– ¡No se haga! ¡Nomás le advierto que si le dice a la policía soy capaz de todo! Yo por defender a mi familia…

– ¡Ah! No, no se preocupe, no la voy a denunciar… Oiga, pero por favor dígame si donde los compró también venden compact discs.

Cuquita se sorprendió mucho de ver el interés de Azucena. No parecía tener deseos de traicionarla sino más bien de sacar provecho de la información. El brillo que había en sus ojos así se lo indicaba, y sin pensarlo más decidió confiar en ella.

– Este… sí… pero lo que pasa es que es bien peligroso comprarlos porque son completamente integrales . ¡Se lo advierto!

– No me importa. Dígame dónde, por favor. ¡Me urge conseguir uno!

– En el mercado negro que hay en Tepito.

– ¿Y cómo llego ahí?

– ¿Qué, nunca ha ido?

– No.

– ¡Híjole! Pues lo más loable es que se pierda porque está retebién complicado llegar. Yo la acompañaría, pero mi abuelita me está esperando para que le dé de comer… Si quiere vamos mañana.

– No, gracias, preferiría ir hoy mismo.

– Bueno, pues allá usté. Pues vayase a Tepito y por ahí pregunta.

– Gracias.

* * *

Azucena se levantó como resorte y sin despedirse de Cuquita corrió a la cabina aereofónica de la esquina para trasladarse a Tepito. En sólo unos segundos, Azucena ya estaba en el corazón de la Lagunilla. La puerta del aerófono se abrió y apareció frente a ella una muchedumbre que se peleaba a codazos por utilizar la cabina que iba a desocupar. Dificultosamente se abrió paso entre todos ellos e inició su recorrido por Tepito. Entre un mundo de gente, se dirigió primero que nada a los puestos donde vendían antigüedades. Cada uno de los objetos ejercía un hechizo sobre su persona. De inmediato se preguntó a quién habrían pertenecido, en qué lugar y en qué época. Cruzó por varios puestos retacados de llantas, coches, aspiradoras, computadoras y demás objetos en desuso, pero por ningún lado veía compact discs.

Por fin, en uno de los puestos vio un aparato modular de sonido. De seguro ahí los podría encontrar. Se acercó, pero en ese momento el «chacharero» no la podía atender. Estaba discutiendo con un cliente que quería comprar una silla de dentista con todo y un juego de pinzas, jeringas y moldes para tomar muestras dentales. Azucena no entendía cómo era posible que alguien se interesara en comprar un aparato de tortura como aquél, pero en fin, en este mundo hay gustos para todo. Esperó un rato a que terminara la operación regateo, pero los dos hombres eran igual de necios y ninguno quería ceder. Hubo un momento en que el «chacharero», aburrido de la discusión, volteó y le preguntó a Azucena qué se le ofrecía, pero Azucena no pudo pronunciar palabra. No se atrevió a preguntar en voz alta por el mercado negro de compact discs. Para no quedar de plano en ridículo, preguntó el precio de una bella cuchara de plata para servir. A sus espaldas escuchó la voz de una mujer diciendo: «Esa cuchara es mía. Yo la tenía apartada.» Azucena giró y se encontró frente a una atractiva mujer morena que reclamaba por la cuchara que ella tenía en la mano. Azucena se la entregó y se disculpó diciendo que ella no sabía que ya tenía dueña. Dio media vuelta y se retiró de lo más frustrada. Existía un enorme abismo entre la certeza de que había un mercado negro y la posibilidad de entrar en contacto con las personas que lo controlaban. No tenía la menor idea de cómo actuar, qué preguntar, adonde ir. Eso de ser evolucionada y no andar en negocios turbios tenía sus grandes inconvenientes. Lo mejor sería regresar otro día acompañada de Cuquita.

Azucena empezó a buscar el camino de salida entre la inmensidad de puestos cuando de pronto escuchó una melodía que provenía de un lugar especializado en aparatos modulares, radios y televisores. De inmediato se dirigió hacia allí. Al llegar, lo primero que llamó su atención fue el letrero de «Música Para Llorar», y abajo, en letras minúsculas: «Autorizada por la Dirección General de Salud Pública.» A pesar de que allí todo parecía muy legal, Azucena presentía que en ese puesto encontraría lo que buscaba. La música, efectivamente, hacía llorar. Le removía a uno la nostalgia y le anudaba los recuerdos. Al escucharla, Azucena recordó lo que sintió al convertirse en un solo ser con Rodrigo, lo que significaba traspasar las barreras de la piel y tener cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro ojos, veinte dedos y veinte uñas para rasgar con ellas el Himen de entrada al Paraíso. Azucena lloró frente al anticuario desconsoladamente. El anticuario la observó con ternura. Azucena, apenada, se secó las lágrimas. El anticuario, sin decirle una palabra, sacó el compact disc del aparato modular y se lo dio.

– ¿Cuánto es?

– Nada.

– ¿Cómo nada? Se lo compro…

El anticuario sonrió amablemente. Azucena sintió cómo una corriente de simpatía se establecía entre ellos.

– Nadie puede vender lo que no es suyo. Ni recibir lo que no ha merecido. Lléveselo, le pertenece.

– Gracias.

Azucena tomó el compact disc y lo guardó en su bolsa. Le dio pena decirle al anticuario que también necesitaba un aparato electrónico para poder escucharlo, porque de seguro ese hombre, tan conocido y desconocido al mismo tiempo, se habría ofrecido a regalarle el aparato y eso, la verdad, ya era mucho encaje. Antes de retirarse, la mujer morena de la cuchara de plata, se acercó a saludar al anticuario. «¡Hola Teo!» El anticuario la recibió con un abrazo. «¡Mi querida Citlali, qué gusto de verte!» Azucena, sin decir palabra, se alejó y dejó a la pareja platicando animadamente. Algunos puestos más adelante compró un discman para escuchar su compact disc y después se dirigió a la cabina aereofónica más cercana. Le urgía llegar a su casa para poder escuchar la música. Se sentía como niña con juguete nuevo. Al llegar al lugar donde estaban las cabinas aereofónicas casi se desmaya. Frente a todas había una multitud hecha bolas tratando de entrar. Azucena logró abrirse paso a codazos y llegar a su meta en un tiempo récord: media hora. Pero su buena fortuna se vio opacada por el empujón que le dio un hombre de prominente bigote que intentó entrar en la cabina antes que ella. Azucena enfureció nuevamente ante esa otra injusticia. Con la cara transformada por la rabia, alcanzó al hombre y lo sacó de un jalón. El hombre se veía de lo más desesperado. Sudaba con la misma intensidad con que pedía clemencia.

– Señorita, ¡déjeme utilizar la cabina, por favor!

– ¡Óigame, no! Me toca a mí. Yo me tardé lo mismo que usted en llegar…

– ¿Qué le cuesta dejarme? ¿Qué son treinta segundos más o treinta segundos menos? Eso es lo que me voy a tardar en dejarle libre la cabina…

La multitud empezó a chiflar y a tratar de ocupar la cabina que esos dos estaban desaprovechando miserablemente. En ese preciso momento el bigotón vio que la cabina de junto se acababa de desocupar y, ni tardo ni perezoso, se coló dentro de ella. Azucena, antes de que le comieran el mandado, se metió dentro de la suya y asunto acabado.

¡Qué horror! Era sorprendente ver al ser humano reaccionar de una manera tan animal en pleno siglo XXIII. Sobre todo si se tomaban en cuenta los grandes avances que se habían alcanzado en el campo de la ciencia. Mientras Azucena marcaba su número aereofónico, pensó en lo agradable que era disfrutar de los adelantos de la tecnología. Desintegrarse, viajar en el espacio e integrarse nuevamente en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué maravilla!

La puerta del aerófono se abrió y Azucena se dispuso a entrar en la sala de su departamento, pero no pudo, una barrera electromagnética se lo impidió. La alarma empezó a sonar y Azucena se dio cuenta de que no estaba en su domicilio sino en la sala de una casa ajena, donde una pareja hacía el amor desenfrenadamente. Bueno, pensándolo bien los adelantos de la tecnología en México no eran muy confiables que digamos. Con frecuencia ocurrían ese tipo de accidentes, debido a que las líneas aereofónicas se cruzaban o se dañaban. Afortunadamente, en estos casos no existía el peligro de muerte. Pero de cualquier manera estos errores no dejaban de ser molestos y bochornosos.

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