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Considero una fortuna haber sido elegido como su maestro. Podían haber escogido a cualquier otro de los ángeles caídos que habitamos las tinieblas, muchos de ellos con mejores antecedentes en el campo de la enseñanza. Pero, ¡bendito sea Dios!, el favorecido fui yo. Gracias a la aplicación de Isabel me voy a hacer merecedor del ascenso que por tantos siglos he esperado. Por fin se me va a dar el reconocimiento que merezco, pues hasta ahora no he recibido más que ingratitudes. ¡Mi labor es tan mal pagada! Los que siempre se han llevado los aplausos, las condecoraciones, la gloria, son los Angeles de la Guarda. Y me pregunto, ¿qué harían ellos sin nosotros, los Demonios? Nada. Un espíritu en evolución necesita atravesar por todos los horrores imaginables de las tinieblas antes de alcanzar la iluminación.

No hay otro camino para llegar a la luz que el de la oscuridad. La única manera de templar un alma es a través del sufrimiento y el dolor. No hay forma de evitarle este padecimiento al ser humano. Tampoco es posible darle las lecciones por escrito. El alma humana es muy necia y no entiende hasta que vive las experiencias en carne propia. Sólo cuando procesa los conocimientos dentro del cuerpo los puede adquirir. No hay conocimiento que no haya llegado al cerebro sin cruzar por los órganos de los sentidos. Antes de saber que era malo comer el fruto prohibido, el hombre tuvo que percibir el poder de su aroma, sufrir el antojo, gozar el placer de la mordida, estremecerse con el sonido de la piel desgarrada, recibir el bocado dentro de la boca, saber de sus redondeces, de sus jugos, de la suave textura que le acariciaba el esófago, el estómago, el intestino. Hasta que Adán comió la manzana, su mente se abrió a nuevos conocimientos. Hasta que sus intestinos la digirieron, su cerebro llegó a la comprensión de que caminaba desnudo por el Paraíso. Y hasta que sufrió las consecuencias de haber adquirido la sabiduría de los Dioses que lo habían creado, supo de su equivocación. Nunca habría bastado que se le dijera que no podía comer del Árbol del Bien y del Mal. No hay manera de que los seres humanos acepten un razonamiento a priori. Lo tienen que vivir a plenitud. ¿Y quién les proporciona esas experiencias? ¿Los Angeles de la Guarda? No señor, nosotros, los Demonios. Gracias a nuestra labor, el hombre sufre. Gracias a las pruebas que le ponemos, puede evolucionar. ¿Y qué recibimos a cambio? Rechazo, ingratitud, mal agradecimiento. Ni hablar, así es la vida. Nos tocó jugar el papel de los malos. Alguien tenía que jugarlo. Alguien tenía que ser el maestro, el corrector, el guía del hombre en la oscuridad. Y les aseguro que no es fácil. Educar, duele. Aplicar la pena, el castigo, la condena, es una punzada constante. Ver al hombre sufrir eternamente por nuestra culpa, es un penoso tormento. Nada lo alivia. Ni siquiera saber que es por su bien. Eso no ahuyenta el sufrimiento. Sería tan placentero pertenecer al grupo de los que dan alivio, los que consuelan, los que secan las lágrimas, los que dan el abrazo protector. Pero entonces, ¿quién iba a hacer evolucionar al hombre? La letra con sangre entra, y alguien tiene que dar el golpe. ¿Qué sería de la cuerda de un piano si alguien no golpea la tecla? Nunca nos enteraríamos del bello sonido que puede producir. A veces hay que violentar la materia para que muestre su hermosura. Es a golpes de cincel que un pedazo de mármol se convierte en una obra maestra. Hay que saber golpear sin piedad, sin remordimiento, sin miedo a hacer a un lado los trozos de piedra que impiden que la pieza muestre su esplendor.

Saber producir una obra de arte es saber quitar lo que estorba. La creación utiliza el mismo procedimiento. En el vientre materno, las propias células saben hacerse a un lado, se suicidan para que otras existan. Para que el labio superior pudiera separarse del labio inferior, tuvieron que morir las miles de células que los unían. De no haber sido así ¿cómo podría el hombre hablar, cantar, comer, besar, suspirar de amor? Desgraciadamente, el alma no tiene la misma sabiduría que las células. Es un diamante en bruto que, para irse puliendo, necesita los golpes que el sufrimiento proporciona. Después de tantos siglos, ya era para que lo hubiera aprendido y dejara de resistirse al castigo. Se niega a ser la célula que se suicida para que la boca se abra y hable por todos. Lo mismo pasa con los seres humanos. No les gusta ser esa piedra que se desecha para que aparezca una escultura. Entonces no hay más remedio que hacerlos a un lado para beneficio de la humanidad. Los indicados para hacerlo son los violentadores de la materia: esos seres que no respetan el lugar ni el orden de las cosas. Son aquellos que no se maravillan ante la vida, ni se sientan a contemplar la belleza de un atardecer. Aquellos que saben que el mundo puede ser transformado para su beneficio personal. Que no hay límites que no puedan ser traspasados. Que no hay orden que no pueda ser desacomodado. Que no hay ley que no pueda ser reformada. Que no hay virtud que no pueda ser comprada. Que no hay cuerpo que no pueda ser poseído. Que no hay códices que no puedan ser quemados. Que no hay pirámides que no puedan ser destruidas. Que no hay opositor que no pueda ser asesinado.

Esos seres son nuestros mejores aliados, y de todos ellos Isabel es la reina. Es la más despiadada, inhumana, ambiciosa, cruel y sublimemente obediente de todos los violentadores. Sus brutales golpes, ejecutados con virtuosismo, han producido los más bellos sonidos musicales. Gracias a que ha ejercido la tortura, muchas gentes han recibido los besos y las bendiciones de Luzbel. Gracias a las guerras que ha promovido, se han producido grandes avances en el campo de la ciencia y la tecnología. Gracias a que ha practicado la corrupción, los hombres han podido ejercer la generosidad. Gracias a que usa y abusa de los privilegios que da el poder, a su falta de respeto, a que impone sus ideas, a que controla cada uno de los actos de las personas a su servicio, sus empleados alcanzan la iluminación y el conocimiento.

Para que una persona aprenda el valor que tienen las piernas, es necesario que alguien se las corte. Para que alguien sepa el valor del consuelo, tiene que necesitar de él. Para que alguien valore el apoyo y los besos de la madre, necesita estar enfermo. Para que alguien sepa lo que es la humillación, tiene que ser humillado. Para que alguien sepa lo que es el abandono, tiene que ser abandonado. Para que alguien valore la solidaridad, necesita caer en desgracia. Para que alguien sepa que el fuego quema, tiene que ser quemado. Para que alguien aprenda a valorar el orden, tiene que sentir los efectos del caos. Para que el hombre valore la vida en el Universo, primero tiene que aprender a destruirla.

Para que el hombre recupere el Paraíso, primero tiene que recuperar el Infierno y, sobre todo, amarlo. Pues sólo amando lo que se odia se evoluciona. Sólo se llega a Dios a través de los demonios. Azucena, pues, debería estar más que agradecida de estar en el destino de mi querida Isabel, pues pronto, muy pronto, la va a poner en contacto con Dios.

Tres

Gocemos, oh amigos,

haya abrazos aquí.

Ahora andamos sobre la tierra florida.

Nadie habrá de terminar aquí

las flores y los cantos,

ellos perduran en la casa del Dador de la vida.

Aquí en la tierra es la región de momento fugaz.

¿También es así en el lugar

donde de algún modo se vive?

¿Allá se alegra uno?

¿Hay allá amistad?

¿O sólo aquí en la tierra

hemos venido a conocer nuestros rostros?

AYOCUAN CUETZPALTZIN Ms. «Cantares Mexicanos», fol 27 v.

Trece Poetas del Mundo Azteca , MIGUEL LEÓN-PORTILLA

En la misma medida en que su casa se llenaba de flores y faxes de felicitación, el corazón de Isabel se llenaba de miedo. La vida no podía haberle dado mayor premio que ser elegida candidata americana a la Presidencia del Planeta. Su sueño hecho realidad. Siempre quiso estar en la cima del poder, sentir el respeto y la admiración de todos. Y ahora que lo había logrado estaba aterrorizada. Un temor inexplicable le impedía gozar de su triunfo. Mientras más gente le mostraba su apoyo, más amenazada se sentía, pues, como era lógico suponer, a cualquiera le gustaría estar en su posición. Se sabía envidiada, observada y muy, pero muy vulnerable. Consideraba a todos los que la rodeaban como sus posibles enemigos. Sabía que el ser humano era corruptible por naturaleza y no confiaba en nadie. Cualquiera la podía traicionar. Por eso había empezado a extremar sus precauciones. Dormía con la puerta bajo llave. Detectaba toda clase de olores extraños que sólo ella percibía. Se había vuelto hipersensible a los sabores. En fin, sentía un peligro real y constante en el mundo externo y estaba convencida de que tenía al Universo entero en su contra. Mientras no tuvo nada que perder había vivido más o menos tranquila, pero ahora que estaba a punto de tenerlo todo temblaba como amapola al viento. Como cuando era niña y no podía caminar en la oscuridad pues sentía que el coco la podía atacar por la espalda. Esa sensación era la misma que experimentaba cuando veía escenas de amor en las películas. Sabía que la mayoría de ellas antecedían a una desgracia y entonces, en lugar de disfrutar los besos que se daban los amantes, su vista andaba pajareando por toda la pantalla esperando el momento en que el puñal entraría en escena y se encajaría en la espalda del novio.

Lo mismo le pasaba con la música. Como sabía que la música de miedo era compañera inseparable de toda clase de horrores, en vez de gozar del tema de amor, siempre estaba pendientísima de detectar la mínima variación en la melodía para cerrar los ojos y evitar el sobresalto en el alma. Todo el mundo sabía que ese tipo de angustias eran muy malas para la salud. Tan era así que la Secretaría de Salubridad y Asistencia acababa de prohibir la inclusión de música de susto en las películas porque afectaba tremendamente el hígado de los espectadores. Isabel había aplaudido con entusiasmo la medida. Sólo lamentaba que en la vida real no existiera un organismo que regulara la participación de la tragedia en la vida diaria, que evitara que de un momento a otro el sonido de las campanas de fiesta se convirtiera en el de la sirena de una ambulancia que advirtiera a la población de la llegada del horror para que Isabel pudiera cerrar los ojos a tiempo. Porque en la situación que la había colocado la vida, la traía en permanente incertidumbre y con el Jesús en la boca. Todo el mundo quería verla, saludarla, entrevistarla, estar cerca de ella, o sea, del poder. Isabel tenía que enfrentar la situación, y con los ojos bien abiertos. Tenía que ser muy cuidadosa. No fiarse de nadie. No dejar el menor cabo suelto del que se pudieran agarrar sus enemigos para destruirla. Tenía que estar alerta y no tentarse el corazón en caso necesario. Claro que con eso no había problema. Si había sido capaz de eliminar a su propia hija, podía hacerlo con cualquiera que se interpusiera en su camino.


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