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DENTISTA

No era Rimbaud, sólo era un niño indio.

Lo conocí en 1986. En aquel año, por motivos que no vienen a cuento o que ahora me parecen banales, estuve unos días en Irapuato, la capital de las fresas, en casa de un amigo dentista que estaba pasando por un mal trance. En realidad, el que estaba mal era yo (mi novia había decidido romper abruptamente nuestra ya prolongada relación), pero cuando llegué a Irapuato, en donde supuestamente iba a tener tiempo para pensar en mi futuro y tranquilizarme, me encontré a mi amigo dentista, siempre tan discreto y ponderado, al borde de la desesperación.

Diez minutos después de haber llegado me contó que había matado a una paciente. Como no me cabía en la cabeza que un dentista pudiera matar a alguien, le rogué que se tranquilizara y me contara toda la historia. Ésta era simple, hasta donde pueden ser simples las historias de esta naturaleza, y de la narración más bien deshilvanada que de ella hizo mi amigo deduje que en modo alguno se le podía imputar la muerte de nadie.

La historia me pareció, por otra parte, extraña. Mi amigo, además de trabajar en una clínica dental privada, que le producía sustanciosos dividendos, hacía horas extra en una especie de cooperativa médica abierta a los pobres y a los indigentes, que parece lo mismo, pero que para mi amigo, y sobre todo para los ideólogos de esta suerte de organismo benéfico de la salud, no era lo mismo. En la cooperativa sólo había dos dentistas y el trabajo era arduo. Como la cooperativa carecía de consultorio dental, atendían en sus respectivas consultas, en horarios no comerciales (fue la palabra que él empleó), mayormente de noche, y se hacían auxiliar por estudiantes de odontología solidarios, la mayoría izquierdistas, y con ganas de practicar.

La mujer muerta era una india vieja que acudió una noche con un absceso en la encía. Mi amigó no operó el absceso, pero la operación se realizó en su consultorio. El responsable fue un estudiante y la mujer se desmayó y al estudiante le dio un ataque de nervios. Otro estudiante llamó a mi amigo por teléfono. Cuando mi amigo llegó al consultorio y quiso saber qué ocurría se encontró con un cáncer de encía sajado por una mano torpe, y rápidamente se dio cuenta de que ya no podía hacer nada. Hospitalizaron a la mujer en el Hospital General de Irapuato, en donde murió al cabo de una semana.

Estos casos eran, por lo que me contó, bastante raros, digamos uno entre diez mil, y ningún dentista en su sano juicio espera encontrarlos en su vida. Le dije que lo entendía, aunque la verdad es que no entendía nada, y esa noche salimos a tomar copas. Mientras recorríamos los bares de la ciudad, bares más bien de clase media alta, yo no podía dejar de pensar en la india vieja y en el cáncer que le estaba royendo la encía.

Mi amigo me volvió a explicar la historia, con algunos cambios sustanciales que atribuí al alcohol que por entonces habíamos ingerido, y luego nos subimos a su Volkswagen y nos fuimos a comer a una fonda de comidas corridas en los suburbios de Irapuato. El cambio de escenario era notable. Si antes nos habíamos codeado con profesionales, funcionarios y comerciantes, ahora estábamos rodeados por obreros, desempleados, mendigos.

La melancolía de mi amigo, por otra parte, iba en aumento. A las doce de la noche comenzó a despotricar contra Cavernas. El pintor. Hacía algunos años mi amigo había comprado dos grabados suyos que lucía en un sitio de honor en una de las paredes de la sala de su casa. Un día en que por azar coincidió con el ubérrimo artista en una fiesta que daba otro dentista en su residencia de la Zona Rosa, un dentista dedicado, si no recuerdo mal, a recomponer la sonrisa de las estrellas del séptimo arte mexicano (en palabras de mi amigo), intentó hablar con él.

Al principio, Cavernas no sólo accedió a platicar sino que incluso, según mi amigo, lo hizo confidente involuntario de algunas intimidades de su vida. En algún momento de la noche Cavernas propuso compartir a una jovencita que, irrazonablemente, parecía más prendada del dentista que del artista. A mi amigo la jovencita le importaba un carajo y así se lo hizo saber. Al contrario, lo que quería no era una noche de amor a tres sino comprarle otro grabado a Cavernas, directamente, sin intermediarios, el que el pintor quisiera y al precio que el pintor pusiera, siempre y cuando el grabado contuviera una dedicatoria personal, del tipo «a Pancho, en recuerdo de una noche loca» o algo así.

A partir de ese momento la actitud de Cavernas cambió. Me empezó a mirar con ojos cruzados, comentó mi amigo. Me dijo que los dentistas no entendíamos una chingada de arte. Me preguntó si era maricón a secas o si por el contrario aquello era más bien una frivolidad pasajera. Mi amigo, por supuesto, tardó en darse cuenta de que Cavernas lo estaba insultando. Cuando quiso reaccionar, explicarle al pintor que su admiración era meramente la que sentía un amante del arte por la obra de un genio incomprendido de la pintura universal, Cavernas ya no estaba junto a él.

Tardó en encontrarlo. Mientras lo buscaba iba repasando mentalmente lo que pensaba decirle. Lo divisó en el balcón de la casa, en compañía de dos tipos con pinta de gángsters. Cavernas lo vio venir y les dijo algo a sus acompañantes. Mi amigo dentista sonrió. Los acompañantes de Cavernas también sonreían. Probablemente mi amigo estaba algo más borracho de lo que pensaba, de lo que quería recordar. Lo cierto es que el pintor lo recibió con un insulto y sus acompañantes lo cogieron de los brazos y de la cintura y lo suspendieron en el vacío. Mi amigo se desmayó.

Entre brumas recordaba que Cavernas había vuelto a llamarlo maricón, las risas de los hombres que lo sostenían, los automóviles aparcados en el cielo, un cielo gris parecido a la calle Sevilla. La certidumbre de que te mueres y de que te mueres por nada, por estupideces, y de que tu vida, la vida que estás a punto de perder, es también una sucesión de estupideces, es nada. Y hasta la certidumbre carece de dignidad.

Eso me dijo mientras bebíamos tequila en la fonda de comidas corridas, que por supuesto carecía de permiso para expender bebidas alcohólicas, en uno de los barrios bajos de Irapuato. Después se extendió en una argumentación cuyo eje central era el descrédito del arte. Los grabados de Cavernas, yo lo sabía, aún estaban colgados en su sala y no tenía noticias de que mi amigo hubiera realizado ningún gesto encaminado a venderlos. Cuando quise argüir que su affaire con Cavernas pertenecía a la historia particular y no a la historia del arte y que por lo tanto podía utilizar esa historia para el descrédito de los seres humanos pero no para el descrédito de los artistas y menos aún para el descrédito del arte, mi amigo puso el grito en el cielo.

El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular. Es la única historia particular posible. Es la historia particular y es al mismo tiempo la matriz de la historia particular. ¿Y qué es la matriz de la historia particular?, dije. Acto seguido pensé que me respondería: el arte. Y también pensé, y ése fue un pensamiento afable, que ya estábamos borrachos y que era hora de volver a casa. Pero mi amigo dijo: la matriz de la historia particular es la historia secreta.

Durante unos instantes me miró con los ojos brillantes. Pensé que la muerte de la india con el cáncer en la encía le había afectado mucho más de lo que en principio creí.

¿Y tú te preguntarás qué es la historia secreta?, dijo mi amigo. Pues la historia secreta es aquella que jamás conoceremos, la que vivimos día a día, pensando que vivimos, pensando que lo tenemos todo controlado, pensando que lo que se nos pasa por alto no tiene importancia. ¡Pero todo tiene importancia, buey! Lo que pasa es que no nos damos cuenta. Creemos que el arte discurre por esta acera y que la vida, nuestra vida, discurre por esta otra, y no nos damos cuenta de que es mentira.

¿Qué hay entre una acera y otra acera?, me preguntó. Algo le debí de responder, supongo, aunque no me acuerdo de qué dije porque en ese momento mi amigo vio a un conocido y lo saludó con la mano, desentendiéndose de mí. Recuerdo que el local en el que estábamos se había ido llenando de gente. Recuerdo las paredes con baldosas verdes, como si se tratara de un urinario público, y la barra en donde antes no había nadie y que ahora estaba llena de personajes de aspecto cansado o festivo o patibulario. Recuerdo a un ciego cantando una canción en una esquina del local o una canción que hablaba de un ciego. El humo, antes inexistente, flotaba por encima de nuestras cabezas. Entonces el amigo al que mi amigo había saludado con un gesto se acercó a nuestra mesa.

No tenía más de dieciséis años. Aparentaba menos. Era más bien bajo y su figura, que podía ser fuerte, tendía hacia lo redondo, hacia la eliminación de aristas. Vestía pobremente, aunque algo había en su ropa que no terminaba de cuajar, una cualidad movediza, como si la ropa estuviera diciendo algo incomprensible desde distintos sitios a la vez, y llevaba unos tenis gastados de tanto andar, unos tenis que en el círculo de mis amistades o mejor dicho en el círculo de los hijos de algunas de mis amistades, estarían desde hace mucho tiempo sepultados en el closet o abandonados en un basurero.

Se sentó a nuestra mesa y mi amigo le dijo que pidiera lo que quisiera. Fue la primera vez que sonrió. No puedo decir que tuviera una bonita sonrisa sino más bien todo lo contrario: era la sonrisa de alguien desconfiado, la sonrisa de quien espera pocas cosas de los demás y todas malas. En ese momento, cuando el adolescente se sentó con nosotros y exhibió su sonrisa fría, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que mi amigo, que era un soltero empedernido y que pudiendo haberse radicado desde hacía años en el DF había preferido no abandonar su ciudad natal de Irapuato, se hubiera vuelto homosexual o que siempre lo hubiera sido y sólo esa noche, precisamente la noche en que habíamos hablado de la muerte de la india y del cáncer en la encía, aflorara, fuera de toda lógica, una verdad oculta durante años. Pero pronto deseché esta idea y me concentré en el recién llegado o tal vez fueron sus ojos, en los que no había reparado hasta entonces, los que me obligaron a dejar a un lado mis temores (pues la posibilidad, incluso remota, de que mi amigo fuese homosexual en ese entonces me atemorizaba) y a dedicarme a la observación de aquel ser que parecía fluctuar entre la adolescencia y una niñez de espanto.

Sus ojos, cómo decirlo, eran potentes. Ése fue el adjetivo que se me ocurrió entonces, un adjetivo que evidentemente no ahondaba en la impresión real que sus ojos dejaban en el aire, en la frente de quien le sostuviera la mirada, una especie de dolor entre las cejas, pero no encuentro otro que sirva mejor a mis propósitos. Si su cuerpo tendía, como ya he dicho, a una redondez que los años acabarían concediéndole con rotundidad, sus ojos tendían hacia lo afilado, lo afilado en movimiento.

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