Mi amigo me lo presentó con no disimulada alegría. Se llamaba José Ramírez. Le tendí la mano (no sé por qué, no soy dado a estos formalismos, al menos no en un bar y de noche) y él vaciló antes de darme la suya. Cuando se la estreché mi sorpresa fue mayúscula. Su diestra, que esperaba suave y vacilante como la de cualquier adolescente, exhibía al tacto una acumulación de callosidades que le daba una apariencia de hierro, una mano no demasiado grande, de hecho, ahora que lo pienso, ahora que vuelvo a aquella noche en los suburbios de Irapuato, lo que aparece ante mis ojos es una mano pequeña, una mano pequeña rodeada u orlada por los exiguos resplandores del bar, una mano que surge de un lugar desconocido, como el tentáculo de una tormenta, pero dura, durísima, una mano forjada en el taller de un herrero.
Mi amigo sonreía. Por primera vez en aquel día le vi en el rostro un atisbo de felicidad, como si la presencia tangible (con su figura redonda, sus ojos afilados y sus manos duras) de José Ramírez ahuyentara la culpa de la india con el cáncer en la boca, el malestar recurrente que el recuerdo del pintor Cavernas le provocaba. Como si adivinara la pregunta que estaba tentado de hacer y que sin embargo por una elemental cuestión de educación no haría, mi amigo dijo que había conocido a José Ramírez de forma profesional.
Tardé en entender que se refería a su consulta odontológica. Gratis, dijo entonces el muchacho, con una voz que, como sus manos y sus ojos, también se desdecía del resto de su cuerpo. En la consulta de la cooperativa, dijo mi amigo. Le empasté siete muelas, un trabajo fino. José Ramírez asintió y bajó los ojos. Fue como si de nuevo se transformara en lo que de verdad era, un muchacho de dieciséis años. Recuerdo que después pedimos más bebidas y que José Ramírez se comió un plato de chilaquiles (no quiso comer nada más aunque mi amigo insistió en que pidiera lo que quisiera, que él invitaba).
Durante todo el rato que aún permanecimos en la fonda la conversación se mantuvo entre ellos dos y yo me quedé al margen. A veces oía sus palabras: hablaban de arte, es decir mi amigo había retomado la historia de Cavernas, que mezclaba arbitrariamente con la india muerta en una cama de hospital, en medio de dolores espantosos, o tal vez no, tal vez había sido anestesiada, tal vez alguien le aplicaba morfina regularmente, pero la imagen era ésa, la india, apenas un bulto minúsculo, abandonada en una cama de hospital en Irapuato, y la risa de Cavernas y sus grabados que colgaban perfectamente enmarcados en la sala del dentista, una sala, y por ende una casa, que el joven Ramírez había visitado, según deduje de las palabras de mi amigo, y donde había visto los grabados de Cavernas, las joyas de su pinacoteca particular, y le habían gustado.
En algún momento nos fuimos de allí. Mi amigo pagó y encabezó la marcha hacia la puerta de salida. No estaba tan borracho como yo creía y no hizo falta que le sugiriera que cambiáramos de asiento, que me dejara conducir a mí. Recuerdo otros lugares, lugares en los que no nos quedábamos demasiado tiempo, y finalmente recuerdo un enorme lote baldío, una calle sin pavimentar que terminaba en el campo y en donde José Ramírez se bajó del coche y se despidió de nosotros sin darnos la mano.
Dije que me parecía extraño que el muchacho viviera allí, donde no había casas, sólo oscuridad y tal vez la silueta de un cerro, al fondo, apenas recortada por la luna. Dije que lo acompañáramos un trecho. Mi amigo (al hablar no me miró, tenía las manos sobre el volante y su actitud era de cansancio y calma) replicó que no podíamos acompañarlo, que no me preocupara, que el chavo conocía muy bien el camino. Luego encendió el motor, puso las luces largas y pude ver, antes de que el coche empezara a recular, un paisaje irreal, como en blanco y negro, compuesto de árboles raquíticos, malezas, una senda de carretas, un híbrido entre el basurero y la estampa bucólica típicamente mexicana.
Ni rastro del muchacho.
Después volvimos a casa y a mí me costó conciliar el sueño. En la habitación de huéspedes había un cuadro de un pintor irapuatense, un paisaje impresionista en donde se adivinaba una ciudad y un valle y en donde predominaba una extensa gama de amarillos. Creo que el cuadro tenía algo maligno. Recuerdo que daba vueltas en la cama, cansado e insomne, y que por la ventana entraba una débil luz que literalmente encendía el paisaje y lo hacía ondular. No era un buen cuadro. No era el cuadro el que me obsesionaba, el que no me dejaba dormir, el que me llenaba de una tristeza imprecisa e irremediable, aunque de buena gana me hubiera levantado a descolgarlo y a ponerlo de cara a la pared. De buena gana hubiera regresado esa misma noche al DF.
Al día siguiente me levanté tarde y no vi a mi amigo hasta la hora de la comida. En la casa sólo estaba la mujer que iba cada día a hacerle la limpieza y decidí que lo mejor era salir y dar una vuelta por la ciudad. Irapuato no es una ciudad hermosa, pero nadie puede negar el encanto de sus calles, la atmósfera de tranquilidad que se respira en el centro, en donde los irapuatenses fingen preocupaciones que a los nativos del DF nos parecen meras distracciones. Como no tenía nada que hacer, después de desayunar un jugo de naranja en una cafetería me dediqué a leer el periódico sentado en un banco, mientras a mi lado pasaban estudiantes de secundaria o empleados públicos con una clara vocación para el ocio y la conversación irrelevante.
Qué lejos me parecieron entonces, y por primera vez desde que había iniciado el viaje, mis problemas sentimentales del DF. Hasta pájaros había en aquella plaza de Irapuato. Más tarde pasé por una librería (me costó encontrar una), en donde compré un libro con ilustraciones de Emilio Carranza, un paisajista nacido en El Hospital, una aldea o un ejido cercano a Irapuato, y que supuse le haría gracia a mi amigo dentista, a quien pensaba regalárselo.
Nos encontramos a las dos de la tarde. Fui a buscarlo a su consulta. La secretaria me pidió amablemente que lo esperara, que a última hora había tenido una visita imprevista y que no tardaría en desocuparse. Me senté en la sala de espera y me puse a leer una revista. No había nadie. El silencio, no ya sólo en la consulta de mi amigo sino en todo el edificio, era casi total. Por un momento pensé que lo que había dicho la secretaria era una mentira, que mi amigo no estaba allí, que había ocurrido algo malo y que las instrucciones expresas que había dejado antes de salir a toda prisa eran de no darme motivos de alarma. Me levanté, di unos pasos por la sala de espera, me sentí, como era lógico, ridículo.
En la recepción la secretaria ya no estaba. Quise coger el teléfono y hacer una llamada, pero fue un impulso del todo automático, pues ¿a quién iba a llamar en una ciudad en donde no conocía a nadie? Me arrepentí mil veces de haber ido a Irapuato, maldije mi sensibilidad atrofiada, me prometí que nada más volver al DF encontraría una mujer inteligente y hermosa, pero sobre todo práctica, con la que me casaría al cabo de un noviazgo corto, exento de gestos desmesurados. Me senté en la silla de la secretaria y traté de calmarme. Durante un rato contemplé la máquina de escribir, el libro en donde estaban anotadas las visitas, un recipiente de madera lleno de lápices, clips y gomas de borrar que parecían estar en perfecto orden, lo que me pareció imposible pues nadie en su sano juicio ordena clips (lápices y gomas, sí, pero no clips), hasta que la visión involuntaria de mis manos temblando sobre la máquina de escribir propició que me levantara de un salto y, ya sin dudarlo, acudiera a buscar, con el corazón batiéndome el pecho, a mi amigo.
La educación, sin embargo, es a veces más fuerte que un repentino ataque de nervios. Mientras abría puertas y arremetía hacia el interior del consultorio llamándolo en voz alta, recuerdo que al mismo tiempo iba pensando en la excusa que le iba a dar cuando lo encontrara, si es que lo encontraba. Aún hoy no sé qué me pasó aquella tarde. Probablemente fue la última manifestación exterior de mi malestar o de mi tristeza, malestar y tristeza que traía del DF y que se evaporó en Irapuato.
Mi amigo, por supuesto, estaba en su consulta, y junto con él vi a una paciente, una mujer de unos treinta años, de porte distinguido, y su enfermera, una muchacha de pequeña estatura, de rasgos mestizos, a la que hasta ese momento no había visto. Ninguno de los tres pareció sorprenderse de mi aparición. Ahorita termino, dijo mi amigo sonriéndome.
Más tarde, al explicarle lo que había sentido en su consulta (es decir: aprensión, miedo, una angustia que subía incontrolada), mi amigo declaró que a él solía ocurrirle algo parecido en los edificios aparentemente vacíos. Comprendí que sus palabras eran básicamente benévolas conmigo y traté de no pensar más en ello. Pero cuando mi amigo se ponía a hablar no había quien lo parara y durante la comida, que duró de las tres hasta las seis de la tarde, se dedicó a darle vueltas al tema: los edificios aparentemente vacíos, es decir los edificios que uno cree que están vacíos, y uno cree eso porque no oye ruido alguno, pero que en realidad no están vacíos, y eso uno también lo sabe, aunque los sentidos, el oído, la vista, le digan que está vacío. Y entonces la angustia, el miedo, no obedecen a lo que uno cree que obedecen, es decir al hecho de encontrarse en el interior de un edificio vacío, ni siquiera al hecho, nada fantástico, de creerse atrapado o encerrado en el interior de un edificio vacío, sino a que uno sabe, en lo más profundo uno sabe, que no existen edificios vacíos, que en los chingados edificios vacíos siempre hay alguien que se nos hurta a nuestra mirada y que no hace ruidos, y a eso se reduce todo, a que no estamos solos, dijo mi amigo dentista, a que ni siquiera estamos solos cuando todo nos indica de forma razonable que lo estamos.
Y después dijo: ¿sabes cuándo estamos solos de verdad? En las multitudes, le dije pensando que así le seguía la corriente, pero no, no era en las multitudes, eso debí de imaginarlo, sino tras la muerte, la única soledad mexicana, la única soledad de Irapuato.
Esa noche nos emborrachamos. Le entregué mi regalo, dijo que no conocía al pintor Carranza, salimos a comer y nos emborrachamos.
Empezamos con las cantinas del centro de la ciudad y luego volvimos al extrarradio, en donde habíamos estado la noche anterior y donde habíamos encontrado al joven Ramírez. Recuerdo que en algún momento de nuestro errático periplo pensé que mi amigo buscaba a Ramírez. Se lo dije. Respondió que no era cierto. Le dije que conmigo podía hablar con franqueza, que cualquier cosa que me dijera iba a quedar entre nosotros dos. Dijo que siempre había hablado con franqueza conmigo y al cabo de un rato añadió mirándome a los ojos que no tenía nada que ocultar. Le creí. Pero la impresión de que buscaba al joven campesino persistió. Esa noche nos acostamos tarde, cerca de las seis de la mañana. En algún momento mi amigo dentista se puso a recordar nuestra juventud, cuando ambos estudiábamos en la UNAM y ambos admirábamos la obra de Elizondo con un fervor ciego. Yo estudiaba en la facultad de Filosofía y Letras y él en Odontología y nos conocimos en el cineclub de mi facultad, durante el coloquio posterior a una película de un director boliviano, supongo que sería Sanjinés.