En cierta ocasión B asiste a una fiesta de chilenos exiliados en Europa. B acaba de llegar de México y no conoce a la mayoría de los asistentes. La fiesta, en contra de las expectativas de B, es familiar: los invitados están unidos no sólo por lazos de amistad sino también por lazos de parentesco. Los hermanos bailan con las primas, las tías con los sobrinos, el vino corre en abundancia.
En determinado momento, posiblemente al amanecer, un joven se encara con B utilizando un pretexto cualquiera. La discusión es lamentable e inevitable. El joven, U, hace gala de una bibliografía demencial: confunde a Marx con Feuerbach, al Che con Franz Fanon, a Rodó con Mariátegui, a Mariátegui con Gramsci. La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento. U lo insulta, lo desafía, golpea la mesa (y tal vez la pared) con el puño. Todo inútil.
B no le hace caso y se marcha.
Aquí podría terminar la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona aunque él, irremediablemente, es un chileno residente en Barcelona. El más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él. En su memoria el incidente se asemeja, más que nada, a una pelea de liceo. La violencia de U, sin embargo, lo lleva a sacar amargas conclusiones, pues U ha militado y tal vez aún milita en uno de los partidos de izquierda que B contemplaba, en aquella época, con más simpatía. La realidad, una vez más, le ha demostrado que la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia no son patrimonio de ningún grupo concreto.
Pero B olvida o trata de olvidar el incidente y sigue viviendo.
De forma vaga, como si hablaran de un muerto, periódicamente le llegan noticias de U. En el fondo, B preferiría no saber nada, pero si uno frecuenta a ciertas personas es imposible no enterarse de lo que ocurre alrededor o de lo que la gente cree que ocurre. Así, B sabe ahora que U ha obtenido la nacionalidad española o que U asistió una noche, acompañado por su mujer, a un concierto de un grupo folklórico chileno. Es más, por un segundo B imagina a U y a la mujer de U sentados en un teatro que paulatinamente se va llenando de gente, a la espera de que suba el telón y aparezca el grupo folklórico, tipos de pelo largo y con barba, iguales, en cierto modo, que U, e imagina también a la mujer de U, a la que sólo ha visto una vez y que le parece guapa, con un punto de extrañeza, una mujer que está en otra parte, que saluda (como saludó a B en aquella fiesta) desde otra parte y que mira el telón, que aún no se levanta, y a su marido, desde otra parte, un lugar informe tamizado por sus ojos grandes y plácidos. ¿Pero cómo puede tener esa mujer los ojos plácidos?, piensa B. No hay respuesta.
Una noche, sin embargo, llega una respuesta, aunque no la respuesta que B esperaba. Mientras cena con una pareja de chilenos B se entera de que U está internado en un psiquiátrico tras haber intentado matar a su mujer.
Tal vez esa noche B ha bebido demasiado. Tal vez la historia que cuenta la pareja de chilenos está exagerada hasta niveles caricaturescos. Pero lo cierto es que B escucha el relato de las adversidades de U con sumo placer, y luego, imperceptiblemente, con una sensación de victoria, una victoria irracional, mezquina, en la que entran en escena todas las sombras de su rencor y también de su desencanto. Imagina a U corriendo por una calle vagamente chilena, vagamente latinoamericana, aullando o profiriendo gritos, mientras a los lados los edificios comienzan a humear, sostenidamente, aunque en ningún momento es posible discernir ni una sola llama.
A partir de entonces B, cada vez que se encuentra con esta pareja de chilenos, indefectiblemente pregunta por U y así se entera, de forma paulatina, como si las noticias, para su secreta satisfacción, se fueran escanciando cada quincena o cada mes, de que U ha salido del psiquiátrico, de que U ya no trabaja, de que la mujer de U no lo ha abandonado (algo que a B le parece francamente heroico), de que en ocasiones U y su mujer hablan de volver a Chile. A la pareja de amigos chilenos, por supuesto, la idea de volver a Chile les resulta seductora. A B le parece una idea atroz. ¿Pero U no era de izquierdas?, pregunta. ¿Pero U no era del MIR?
Aunque no lo dice, B compadece a la mujer de U. ¿Por qué una mujer como ésa se ha enamorado de un tipo como aquél? En alguna ocasión, incluso, los imagina haciendo el amor. U es alto y rubio y sus brazos son fuertes. Si aquella noche hubiéramos peleado, piensa, yo habría perdido. La mujer de U es delgada, tiene las caderas estrechas y el pelo negro. ¿De qué color son sus ojos?, piensa B. Verdes. Unos ojos muy bonitos. En ocasiones a B le da rabia pensar en U y en su mujer, si pudiera, si fuera posible, los olvidaría para siempre (¡sólo los ha visto una vez!), pero lo cierto es que la imagen de ambos, enmarcada en aquella fiesta lamentable, perdura en su memoria de forma misteriosa, como si estuviera allí para decirle algo, algo que es importante, pero que B, por más vueltas que le da, no sabe qué es.
Una noche, mientras pasea por las Ramblas, encuentra de casualidad a sus amigos chilenos. Éstos van acompañados por U y por la mujer de U. Inevitablemente tiene que saludarlos. La mujer de U le sonríe y su saludo se podría considerar efusivo. U, por el contrario, apenas le dirige la palabra. Por un instante B piensa que U se está haciendo el tímido o el distraído. En su actitud no percibe, sin embargo, el menor signo de agresividad. De hecho, es como si U lo viera por primera vez. ¿Está fingiendo? ¿Este desinterés es natural o es producto de su brote psicótico? La mujer de U, como si quisiera atraer la atención de B, habla de un libro que acaba de comprar en uno de los quioscos de las Ramblas. Exhibe el libro, se lo muestra, le pregunta qué opinión le merece el autor. B confiesa, a su pesar, que no lo ha leído. Tienes que leerlo, dice la mujer de U, y luego añade: si quieres, cuando lo termine, te lo presto. B no sabe qué decir. Se encoge de hombros. Balbucea un sí que no lo compromete a nada.
Al despedirse la mujer de U lo besa en la mejilla. U le da un apretón de manos. Nos veremos pronto, dice.
Cuando se queda solo, B piensa que U ya no le parece tan alto ni tan fuerte como en la fiesta, de hecho es sólo un poco más alto que él. La imagen de su mujer, por el contrario, ha crecido y ha ganado brillo hasta un nivel insospechado. Esa noche a B, por motivos ajenos a este encuentro, le cuesta conciliar el sueño y en un momento de su insomnio vuelve a pensar en U.
Lo imagina en el psiquiátrico de Sant Boi, lo ve atado a una silla, retorciéndose de rabia mientras unos médicos (o la sombra de unos médicos) le aplican electrodos a la cabeza. Un tratamiento de esa naturaleza, piensa, tal vez pueda empequeñecer a una persona alta. Todo parece absurdo. Antes de quedarse dormido se da cuenta de que su deuda con U ya está saldada.
Sin embargo la historia no ha acabado.
B lo sabe. Y sabe también que su historia con U no es una vulgar historia de rencores.
Pasan los días. Al principio B intenta, con un impulso que tiene algo de autodestructivo, encontrar a U, a la mujer de U, y para tal fin visita, como nunca lo había hecho, las casas de los chilenos exiliados en Barcelona que conoce, y oye sus problemas, sus comentarios sobre la cotidianidad con una mezcla de horror e indiferencia que disfraza detrás de una mirada de aparente interés, pero U y su mujer nunca están, nadie los ha visto, todos, por supuesto, tienen algo que contar, alguna opinión pertinente que emitir sobre la desgracia que planea sobre ellos, pero lo único cierto, concluye B al cabo de tantas visitas y monólogos, es que U y su mujer evitan la sociedad de sus iguales. Después el impulso pierde potencia, se agota, y B regresa a sus costumbres.
Un día, sin embargo, encuentra a la mujer de U en el mercado de la Boquería. La ve desde lejos. Va acompañada por una chica a la que B no conoce. Están detenidas junto a un puesto de frutas exóticas. Mientras se acerca a ellas observa que el rostro de la mujer de U ha ganado en profundidad. Ya no es sólo una mujer hermosa sino que ahora parece, también, una mujer interesante. Las saluda. La respuesta de la mujer de U es distante, como si no lo reconociera. Durante un segundo B piensa que, en efecto, no lo ha reconocido, y procede a presentarse. Le recuerda la última vez que se vieron, el libro que ella le recomendó, incluso habla de la malhadada fiesta en donde se conocieron. La mujer de U asiente a todo lo que B dice, pero en sus gestos se percibe una desgana en aumento, como si su más ferviente deseo fuera que B desapareciera. Confundido, B sigue junto a ellas, aunque en su fuero interno sabe que lo mejor sería despedirse inmediatamente. En el fondo B espera algo, una señal, una palabra que certifique su equivocación. Pero la señal no llega. La mujer de U intenta no verlo. La otra mujer, por el contrario, lo observa con detenimiento y a esa mirada B se aferra como a un clavo ardiendo. La amiga de la mujer de U se llama K y no es chilena sino danesa. Su español es malo pero inteligible. No hace mucho que vive en Barcelona y apenas conoce la ciudad. B se ofrece a mostrársela. K acepta.
Así que esa misma noche B se encuentra con la danesa y pasean por el barrio gótico (él sin saber muy bien por qué está haciendo lo que está haciendo, ella feliz y un poco bebida pues han visitado ya un par de viejas tabernas) y hablan y K lo hace fijarse con más detenimiento en las sombras que proyectan sus cuerpos sobre los viejos muros, sobre las calles adoquinadas. Son sombras que tienen vida propia, dice K. En un primer instante B apenas le presta atención. Pero luego observa su sombra, o tal vez sea la sombra de la danesa, y por un segundo tiene la impresión de que esa silueta oscura y alargada lo mira de reojo. Siente un sobresalto. Después los tres, o los cuatro, se hunden en una oscuridad informe.
Esa noche duerme con K. La danesa estudia antropología con la mujer de U y aunque no es lo que se dice una amiga íntima (de hecho, sólo son compañeras de universidad), cuando empieza a amanecer se pone a hablar de ella, tal vez porque es la única persona que ambos conocen. Poco es lo que B saca en limpio. La información de K abunda en lugares comunes. Es una buena persona, siempre dispuesta a hacer un favor, es una estudiante inteligente (¿qué quiere decir eso?, piensa B, que no ha ido nunca a la universidad), aunque, y esto lo afirma sin ninguna prueba, basándose únicamente en su intuición femenina, está llena de problemas.