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PUTAS ASESINAS

para Teresa Ariño

– Te vi en la televisión, Max, y me dije éste es mi tipo.

– (El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)

– Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara (probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar pues nunca llegan.

– (El tipo mueve la cabeza de izquierda a derecha. Insiste con los resoplidos, suda.)

– En realidad, verte en la televisión fue como una invitación. Imagina por un instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello o de la cintura. Podría decirse también: enrolladas, que según los viejos más inútiles significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil, significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de lo que de verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor, un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor. Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores, cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.

– (El tipo niega con la cabeza, los ojos parecen llenársele de lágrimas, los hombros le tiemblan. ¿Su mirada es de amor? ¿Su cuerpo, antes que su mente, intuye lo que inevitablemente vendrá? Ambos fenómenos, el de las lágrimas y el de los temblores, pueden obedecer al esfuerzo que en ese instante realiza, vano esfuerzo, o a un sincero arrepentimiento que como una garra se prende de todos sus nervios.

– Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una blusa negra, de seda, me pongo mis mejores pantalones vaqueros, me pongo calcetines blancos, me pongo mis botas, me pongo una americana, la mejor que tengo, y salgo al jardín, pues para salir a la calle tengo antes que atravesar ese jardín oscuro que tanto te gustó. Todo en menos de diez minutos. Normalmente no soy tan rápida. Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen.

– (El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso lo hubiera asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)

– Finalmente, sin tiempo para mirarme en el espejo, para comprobar el grado de perfección de mi atuendo, aunque probablemente si hubiera tenido tiempo tampoco me habría querido ver reflejada en el espejo (lo que tú y yo hacemos es secreto), dejo mi casa con sólo la luz del porche encendida, me subo a la moto y atravieso las calles en donde gente más extraña que tú y que yo se prepara para pasar un sábado divertido, un sábado a la altura de sus expectativas, es decir un sábado triste y que no llegará jamás a encarnarse en lo que fue soñado, planeado con minuciosidad, un sábado como cualquier otro, es decir un sábado peleón y agradecido, bajito de estatura y amable, vicioso y triste. Horribles adjetivos que no me cuadran, que me cuesta aceptar, pero que en última instancia siempre admito como un gesto de despedida. Y yo y mi moto atravesamos esas luces, esos preparativos cristianos, esas expectativas sin fondo, y desembocamos en la Gran Avenida del estadio, solitaria todavía, y nos detenemos bajo los arcos de los puentes de acceso, pero fíjate qué curioso, presta atención, cuando nos detenemos la sensación que siento bajo las piernas es que el mundo sigue moviéndose, como efectivamente sucede, supongo que lo sabes, la Tierra se mueve bajo mis pies, bajo las ruedas de mi moto, y por un instante, por una fracción de segundo, el encontrarte carece de importancia, te puedes marchar con tus amigos, puedes ir a emborracharte o tomar el autobús que te devolverá a tu ciudad. Pero la sensación de abandono, como si me follara un ángel, sin penetrarme pero en realidad penetrándome hasta las tripas, es breve, y justo mientras dudo o mientras la analizo sorprendida se abren las rejas y la gente comienza a salir del estadio, bandada de buitres, bandada de cuervos.

– (El tipo agacha la cabeza. La alza. Sus ojos intentan componer una sonrisa. Sus músculos faciales se contraen en uno o varios espasmos que pueden significar muchas cosas: somos el uno para el otro, piensa en el futuro, la vida es maravillosa, no cometas una tontería, soy inocente, arriba España.)

– Al principio, buscarte es un problema. ¿Serás igual, visto a cinco metros de distancia, que en la tele? Tu altura es un problema: no sé si eres alto o de estatura mediana (bajo no eres), tu ropa es un problema: a esa hora ya empieza a hacer frío y sobre tu torso y sobre los torsos de tus compañeros nuevamente cuelgan camisetas e incluso chaquetas; alguno sale con la bufanda enrollada (como una voluta) alrededor del cuello e incluso alguno se ha cubierto media cara con la bufanda. La luna cae vertical sobre mis pisadas en el cemento. Te busco con paciencia, aunque siento al mismo tiempo la inquietud de la princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe. Tus amigos son un problema elevado al cubo: son una tentación. Los veo, soy vista por ellos, soy deseada, sé que me bajarían los pantalones sin pensárselo dos veces, algunos merecen sin duda mi compañía al menos tanto como tú, pero en el último instante siempre te soy fiel. Por fin, apareces rodeado de bailarines de conga, entonando himnos cuyas letras son premonitorias de nuestro encuentro, con el rostro grave, imbuido de una importancia que sólo tú sabes sopesar, ver en su exacta dimensión; eres alto, bastante más alto que yo, y tienes los brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en la tele, y cuando te sonrío, cuando te digo hola, Max, no sabes qué decir, al principio no sabes qué decir, sólo reírte, un poco menos estentóreamente que tus camaradas, pero sólo te ríes, príncipe de la máquina del tiempo, te ríes pero ya no caminas.

– (El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar, pensar…)

– Entonces, en lugar de decirme no soy Max, intentas seguir con tu grupo y por un momento me domina el pánico, un pánico que en la memoria se confunde más con la risa que con el miedo. Te sigo sin saber muy bien qué haré a continuación, pero tú y tres más se detienen y se vuelven y me consideran con sus ojos fríos, y yo te digo Max, tenemos que hablar, y entonces tú me dices no soy Max, ése no es mi nombre, qué pasa, te estás quedando conmigo, me confundes con alguien o qué, y entonces yo te digo perdona, te pareces muchísimo a Max, y también te digo que quiero hablar contigo, de qué, pues de Max, y entonces tú te sonríes y te quedas ya definitivamente atrás, tus compañeros se van, te gritan el nombre del bar desde donde saldréis de esta ciudad, no hay pierde, dices tú, allí nos veremos, y tus camaradas se van haciendo cada vez más pequeños, de la misma manera que el estadio se va haciendo cada vez más pequeño, yo conduzco la moto con mano firme y aprieto el acelerador a fondo, la Gran Avenida a esta hora está casi vacía, sólo la gente que vuelve del estadio, y tú detrás de mí enlazas mi cintura, siento en mi espalda tu cuerpo que se pega como un molusco a la roca, y el aire de la avenida, en efecto, es frío y denso como las olas que conmueven al molusco, tú te pegas a mí, Max, con la naturalidad de quien intuye que el mar es no sólo un elemento hostil sino un túnel del tiempo, te enrollas a mi cintura como antes tu camiseta estaba enrollada en tu cuello, pero esta vez la conga la baila el aire que entra como un torrente por el tubo estriado que es la Gran Avenida, y tú te ríes o dices algo, tal vez hayas visto entre la gente que se desliza bajo el manto de los árboles a unos amigos, tal vez sólo estás insultando a unos desconocidos, ay, Max, tú no dices adiós ni hola ni nos vemos, tú dices consignas más viejas que la sangre, pero ciertamente no más viejas que la roca a la que te agarras, feliz de sentir las olas, las corrientes submarinas de la noche, pero seguro de no ser arrastrado por ellas.

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