– (El tipo murmura algo ininteligible. Una especie de baba le cae por la barbilla, aunque tal vez sólo sea sudor. Su respiración, no obstante, se ha tranquilizado.)
– Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen. El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del reino, unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo sobresalto, en un perpetuo hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados, los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala, salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí, como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en un incendio de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa y encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera sido traerte aquí, a mi más pura soledad?
– (El tipo agacha la cabeza, asiente, sus ojos recorren las paredes del cuarto hasta el último resquicio. Una vez más, su transpiración vuelve a manar como un río caprichoso, ¿una falla en el tiempo?, y las cejas se ven inundadas de gotas que penden, amenazantes, sobre sus ojos.)
– Tú no sabes nada de pintura, Max, pero intuyo que sabes mucho de soledad. Te gustan mis Reyes Católicos, te gusta la cerveza, te gusta tu patria, te gusta el respeto, te gusta tu equipo de fútbol, te gustan tus amigos o compañeros o camaradas, la banda o grupo o pandilla, el pelotón que te vio quedarte rezagado hablando con una tía buena a la que no conocías, y no te gusta el desorden, no te gustan los negros, no te gustan los maricas, no te gusta que te falten al respeto, no te gusta que te quiten el sitio. En fin, son tantas las cosas que no te gustan que en el fondo te pareces a mí. Nos acercamos, tú y yo, desde los extremos del túnel, y aunque lo único que vemos son nuestras siluetas seguimos caminando resueltamente hacia nuestro encuentro. En la mitad del túnel por fin podrán nuestros brazos entrelazarse, y aunque allí la oscuridad es tan grande que no podremos contemplar nuestros rostros, sé que avanzaremos sin temor y que nos tocaremos la cara (tú lo primero que me tocarás será el culo, pero eso también es parte de tu deseo de conocer mi rostro), palparemos nuestros ojos y pronunciaremos acaso una o dos palabras de reconocimiento. Entonces me daré cuenta (entonces podría darme cuenta) de que no sabes nada de pintura, pero sí de soledad, que es casi lo mismo. Algún día nos encontraremos en el medio de ese túnel, Max, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar mejor que nadie tu estupidez, tus ojos vaciados, los pliegues minúsculos que se forman en tus mejillas cuando sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te pones serio, cuando cantas tus himnos, esos himnos que no comprendes, tu mentón que a veces parece una piedra pero que más a menudo, supongo, parece una hortaliza, ese mentón tuyo tan típico, Max (tan típico, tan arquetípico que ahora pienso que es él quien te ha traído, quien te ha perdido). Y entonces tú y yo podremos volver a hablar, o hablaremos por primera vez, pero hasta entonces deberemos revolearnos, quitarnos nuestras ropas y enrollarlas en nuestros cuellos o en los cuellos de los muertos. Esos que viven en la voluta inmóvil.
– (El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos, espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar donde se adivinan los labios.)
– Como dicen los gángsters, no es nada personal, Max. Por supuesto, en esa aseveración hay algo de verdad y algo de mentira. Siempre es algo personal. Hemos llegado indemnes a través de un túnel del tiempo porque es algo personal. Te he elegido a ti porque es algo personal. Por descontado, nunca antes te había visto. Personalmente nunca hiciste nada contra mí. Esto te lo digo para tu tranquilidad espiritual. Nunca me violaste. Nunca violaste a nadie que yo conociera. Puede incluso que nunca hayas violado a nadie. No es algo personal. Tal vez yo esté enferma. Tal vez todo es producto de una pesadilla que no soñamos ni tú ni yo, aunque te duela, aunque el dolor sea real y personal. Sospecho, sin embargo, que el fin no será personal. El fin, la extinción, el gesto con el que todo esto se acaba irremediablemente. Y aún más, personal o impersonalmente, tú y yo volveremos a entrar en mi casa, a contemplar mis cuadros (el príncipe y la princesa), a beber cervezas, a desnudarnos, yo volveré a sentir tus manos que recorren con torpeza mi espalda, mi culo, mi entrepierna, buscando tal vez mi clítoris, pero sin saber dónde se encuentra exactamente, volveré a desnudarte, a coger tu polla con mis dos manos y a decirte que la tienes muy grande cuando en realidad no la tienes muy grande, Max, y eso deberías haberlo sabido, y volveré a metérmela en la boca y a chupártela como probablemente nadie te la había chupado, y luego te desnudaré y dejaré que tú me desnudes, una de tus manos ocupada en mis botones, la otra sosteniendo un vaso de whisky, y te miraré a los ojos, esos ojos que vi en la televisión (y que volveré a soñar) y que hicieron que fuera a ti a quien eligiera, y volveré a repetirme que no es nada personal, volveré a decirte, a decirle a tu recuerdo nauseabundo y eléctrico que no es nada personal, y aun entonces tendré mis dudas, tendré frío como ahora tengo frío, intentaré recordar todas tus palabras, hasta las más insignificantes, y no podré hallar en ellas consuelo.
– (El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)
– Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije mientras me la metías?
– (El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)
– ¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas? ¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.