VAGABUNDO EN FRANCIA Y BÉLGICA
B ha entrado en Francia. Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí y gastándose todo el dinero que tiene. Sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento. A veces toma notas, pero por regla general no escribe, sólo lee. ¿Qué lee? Novelas policiales en francés, un idioma que apenas entiende, lo que hace que las novelas sean aún más interesantes. Aun así siempre descubre al asesino antes de la última página. Por otra parte Francia es menos peligrosa que España y B necesita sentirse en una zona de baja intensidad de peligro. En realidad B ha entrado en Francia y tiene dinero porque ha vendido un libro que aún no ha escrito, y tras ingresar el 60 % en la cuenta corriente de su hijo se ha marchado a Francia porque le gusta Francia. Eso es todo. B ha tomado el tren de Barcelona a Perpignan y durante media hora ha estado dando vueltas por la estación de Perpignan y ha entendido todo lo que tenía que entender y luego se ha ido a comer a un restaurante de la ciudad y al cine a ver una película inglesa y luego, al caer la tarde, ha tomado otro tren que lo ha llevado directamente a París.
En París B se aloja en un pequeño hotel de la rué Saint-Jacques y el primer día visita el Jardin du Luxembourg y se sienta en un banco del parque y lee y luego vuelve a la rué Saint-Jacques y busca un restaurante barato y allí come.
El segundo día, y tras terminar de leer una novela en la que el asesino vive en un geriátrico (aunque el geriátrico parece el espejo de Lewis Carroll), se va a dar vueltas por las librerías de viejo y encuentra una en la rué du Vieux Colombier y allí descubre un antiguo número de la revista Luna Park, el número 2, un monográfico dedicado a los grafismos o a las grafías, con textos o con dibujos (el texto es el dibujo y al revés también) de Roberto Altmann, Frédéric Baal, Roland Barthes, Jacques Calonne, Carlfriedrich Claus, Mirtha Dermisache, Christian Dotremont, Pierre Guyotat, Brion Gysin, Henri Lefebvre y Sophie Podolski.
La revista, que aparece o aparecía tres veces al año por iniciativa de Marc Dachy, está editada en Bruselas, por TRANSEDITION, y tiene o tenía su domicilio social en la rué Henry van Zuylen, número 59. Roberto Altmann, en una época, fue un artista famoso. ¿Quién recuerda ahora a Roberto Altmann?, piensa B. Lo mismo con Carlfriedrich Claus. Pierre Guyotat fue un novelista notable. Pero notable no es sinónimo de memorable. De hecho a B le hubiera gustado ser como Guyotat, en otro tiempo, cuando B era joven y leía las obras de Guyotat. Ese Guyotat calvo y poderoso. Ese Guyotat dispuesto a comerse a cualquiera en la oscuridad de una chambre de bonne. A Mirtha Dermisache no la recuerda, pero su nombre le suena de algo, posiblemente una mujer hermosa, una mujer elegante con casi total seguridad. Sophie Podolski fue una poeta a la que él y su amigo L apreciaron (e incluso se podría decir que amaron) ya desde México, cuando B y L vivían en México y tenían apenas algo más de veinte años. Roland Barthes, bueno, todo el mundo sabe quién es Roland Barthes. De Dotremont tiene noticias vagas, tal vez leyó algunos poemas suyos en alguna antología perdida. Brion Gysin fue el amigo de Burroughs, el que le dio la idea de los cut-up. Y finalmente Henri Lefebvre. B no conoce a Lefebvre de nada. Es el único al que no conoce de nada y su nombre, en aquella librería de viejo, se ilumina de pronto como una cerilla en un cuarto oscuro. Al menos, de esa forma B lo siente. A él le gustaría que se hubiera iluminado como una tea. Y no en un cuarto oscuro sino en una caverna, pero lo cierto es que Lefebvre, el nombre de Lefebvre, resplandece brevemente de aquella manera y no de otra.
Así que B compra la revista y se pierde por las calles de París, adonde ha ido para perderse, para ver pasar los días, aunque la imagen que B tiene de esos días perdidos es una imagen soleada, y al caminar con la revista Luna Park dentro de una bolsita de plástico que cuelga perezosamente de su mano, la imagen se ocluye, como si esa vieja revista (muy bien editada, por cierto, y que se conserva casi nueva pese a los años y al polvo que se acumula en las librerías de viejo) concitara o produjera un eclipse. El eclipse, B lo sabe, es Henri Lefebvre. El eclipse es la relación entre Henri Lefebvre y la literatura. O mejor dicho: el eclipse es la relación entre Lefebvre y la escritura.
Tras caminar sin rumbo durante muchas horas B vuelve a su hotel. Se siente bien. Se siente descansado y con ganas de leer. Antes, en un banco del square Louis XVI, ha intentado vanamente descifrar los grafismos de Lefebvre. La empresa se presenta difícil. Lefebvre dibuja sus palabras como si las letras fueran briznas de hierba. Las palabras parecen movidas por el viento, un viento que sopla desde el este, un prado de hierbas de altura desigual, un cono que se deshace. Mientras las observa (porque lo primero que hay que hacer es observar esas palabras) B recuerda, como si lo estuviera viendo en un cine, campos perdidos en donde él, adolescente y en el hemisferio sur, buscaba, distraído, un trébol de cuatro hojas. Después piensa que tal vez ese recuerdo pertenezca efectivamente a una película y no a su vida real. La vida real de Henri Lefebvre, por otra parte, es de una sencillez conmovedora: nació en Masnuy Saint-Jean en 1925.
Murió en Bruselas en 1973. Es decir: murió en el año en que los militares chilenos dieron el golpe de Estado. B se pone a recordar el año 1973. Es inútil. Ha caminado demasiado y en el fondo, aunque se siente descansado, está cansado y lo que necesita es dormir o comer. Pero B no puede dormir y sale a comer algo. Se viste (estaba desnudo y sin embargo no recuerda en qué momento se ha desnudado), se peina y baja a la calle. Come en un restaurante de la rué des Écoles.
Junto a su mesa hay una mujer que también come sola. Se sonríen, salen juntos. La invita a subir a su habitación. La mujer acepta con naturalidad. Habla y B la observa como si la viera a través de una cortina. Aunque la escucha con atención poco es lo que entiende. La mujer refiere hechos inconexos: unos niños columpiándose en un parque, una anciana tejiendo, el movimiento de las nubes, el silencio que, según los físicos, reina en el espacio exterior. Un mundo sin ruidos, dice, en donde hasta la muerte es silenciosa. En algún momento B le pregunta, por preguntar algo, en qué trabaja, y ella responde que es prostituta. Ah, muy bien, dice B. Pero lo dice por decir. En realidad le da igual. Cuando la mujer por fin se duerme, B busca el Luna Park, que está tirado en el suelo, casi debajo de la cama. Lee que Henri Lefebvre, nacido en 1925 y muerto en 1973, pasó su infancia y adolescencia en el campo. En los campos verdes oscuros de Bélgica. Luego muere su padre. Su madre, Julia Nys, se vuelve a casar cuando él tiene dieciocho años. Su padrastro, un tipo jovial, lo llama Van Gogh. No porque le gustara Van Gogh, naturalmente, sino para mofarse de su hijastro. Lefebvre se va a vivir solo. No tarda, sin embargo, en volver a casa de su madre, a cuyo lado permanecerá hasta la muerte de ésta, en junio de 1973.
Dos o tres días después de la muerte de la madre, se encuentra el cuerpo de Henri junto a su escritorio. Causa del deceso: muerte por absorción masiva de medicamentos. B se levanta de la cama, abre la ventana y contempla la calle. Tras la muerte de Lefebvre se encuentran 15 kilos de manuscritos y dibujos. Très peu de textes «publiables », dice la breve nota biobibliográfica. De hecho, Lefebvre sólo publica en vida un trabajo titulado Phases de la Poésie d'André du Bouchet , bajo el seudónimo de Henri Demasnuy, en Syntheses, n.° 190, marzo de 1962. B imagina a Lefebvre en su pueblo de Masnuy Saint-Jean. Lo imagina con dieciséis años, observando un transporte alemán en donde sólo hay dos soldados alemanes que fuman y leen cartas. Henri Demasnuy, Henri el de Masnuy. Cuando se da la vuelta la mujer está hojeando la revista. Me tengo que ir, dice ella sin mirarlo y sin dejar de pasar páginas. Puedes quedarte aquí, dice B con no demasiada esperanza. La mujer no dice que sí ni que no, pero al rato se levanta y comienza a vestirse.
Durante los dos días siguientes B se dedica a vagar por las calles de París. A veces llega hasta las puertas de un museo, pero nunca entra. A veces llega hasta las puertas de un cine y durante largo rato se queda contemplando las fotografías y luego se va. Compra libros que hojea y no termina nunca de leer. Come en restaurantes desconocidos y las sobremesas son largas, como si en vez de estar en París estuviera en el campo y no tuviera nada mejor que hacer que fumar y beber infusiones de manzanilla.
Una mañana, después de haber dormido un par de horas, B toma un tren para Bruselas. Allí tiene una amiga, una chica negra hija de un exiliado chileno y de una ugandesa, pero no se decide a llamarla por teléfono. Durante unas horas pasea por el centro de Bruselas y luego echa a andar hacia los barrios del norte, hasta que da con un hotel pequeño en una calle en donde no parece haber nada más que el hotel. Junto a éste hay una barda que protege un terreno baldío en donde la hierba crece junto con la basura. Enfrente hay una hilera de casas que parecen bombardeadas, la mayoría desocupadas. En algunas los vidrios están rotos, los porticones penden inseguros, como si el viento los hubiera desclavado, pero en esa calle casi no hay viento, piensa B asomado a la ventana de su cuarto. También piensa: tendría que alquilar un coche. También piensa: no sé conducir. Al día siguiente va a ver a su amiga. Se llama M y ahora vive sola. La encuentra en su casa, vestida con pantalones vaqueros y una camiseta. Va descalza. Cuando lo ve, durante los primeros segundos le cuesta reconocerlo. No sabe quién es, le habla en francés, lo mira como si supiera que B va a hacerle daño y no le importara.
Tras vacilar un momento, B dice su nombre. Habla en español. Soy B, dice. Entonces M lo recuerda y le sonríe, aunque su sonrisa no es una expresión de alegría por verlo a él, sino más bien una sonrisa de perplejidad, como si no entrara en sus planes la repentina aparición de B y este imprevisto le resultara gracioso. Pero lo invita a pasar y le ofrece una bebida. Durante un rato hablan, sentados uno enfrente del otro, B le pregunta por su madre (su padre murió hace tiempo), por sus estudios, por su vida en Bélgica. M responde de forma oblicua, responde con preguntas sobre la salud de B, por sus libros, por su vida en España.
Finalmente no tienen nada que decirse y se quedan callados. El silencio le sienta bien a M. Tiene alrededor de veinticinco años y es alta y delgada. Sus ojos son verdes, que era el mismo color de los ojos de su padre. Incluso las ojeras de M, muy pronunciadas, se asemejan a las que tenía el chileno exiliado que B conoció hace mucho, ¿cuánto?, no lo recuerda ni le importa, cuando M era una niña de dos años o algo así y su padre y su madre, una estudiante ugandesa de ciencias políticas (carrera que por otra parte no acabó), viajaban por Francia y España sin dinero, alojándose en casas de amigos.