Por un instante los imagina a los tres, al padre de M, a la madre de M y a M de dos o tres años y con los ojos verdes, rodeados de puentes colgantes. En realidad yo nunca fui muy amigo de su padre, piensa B. En realidad nunca hubo puentes, ni siquiera colgantes.
Antes de marcharse le da el nombre y el número de teléfono de su hotel. Esa noche camina por el centro de Bruselas buscando una mujer pero sólo encuentra figuras espectrales, como si los burócratas y los empleados de banco hubieran retrasado el horario de salida de sus oficinas. Al llegar a su hotel tiene que esperar mucho rato para que le abran la puerta. El portero es un chico joven y demacrado. B le da una propina y luego sube por la escalera oscura hasta su habitación.
A la mañana siguiente lo despierta una llamada telefónica de M. Lo invita a desayunar. ¿En dónde?, pregunta B. En cualquier parte, dice M, te voy a buscar y luego nos vamos a cualquier parte. Mientras se viste, B piensa en Julia Nys, la madre de Lefebvre, que ilustró algunos de los últimos textos de su hijo. Vivían aquí, piensa, en Bruselas, en alguna casa de este barrio. Una ráfaga de viento que sólo atraviesa su imaginación desdibuja las casas que recuerda del barrio. Tras afeitarse B se asoma a la ventana y observa las fachadas vecinas. Todo está igual que ayer. Por la calle camina una señora de mediana edad, tal vez sólo unos pocos años mayor que B, arrastrando un carrito de la compra vacío. Unos metros por delante un perro está detenido, el hocico levantado y los ojos, como dos ranuras de alcancía, fijos en una de las ventanas del hotel, tal vez la ventana desde la que B lo observa. Todo está igual que ayer, piensa B mientras se pone una camisa blanca, una americana negra y un pantalón negro, y luego baja a esperar a M en el lobby del hotel.
¿Qué crees que es esto?, le dice B a M, subidos en el coche, indicándole las páginas de Lefebvre en el Luna Park.
Parecen ramos de uva, dice M. ¿Entiendes algo de lo que está escrito? No, dice M. Luego vuelve a mirar los grafismos de Lefebvre y dice que tal vez, sólo tal vez, hable del ser. Esa mañana la que habla del ser, en realidad, es M. Le cuenta que su vida es una sucesión de errores, que ha estado muy enferma (no le dice de qué), le narra un viaje a Nueva York similar a un viaje al infierno. M habla en un español trufado de palabras francesas y su rostro permanece inexpresivo a lo largo de su discurso. De vez en cuando se permite una sonrisa para acentuar lo ridículo de alguna situación, o lo que a ella le parece ridículo y que en modo alguno lo es, piensa B.
Desayunan juntos en una cafetería de la rué de l’Orient, cerca de la iglesia de Notre-Dame Immaculée, una iglesia que M parece conocer bien, como si en los últimos años se hubiera vuelto católica. Después le dice que lo va a llevar al Museo de Ciencias Naturales, junto al Leopold Park y el Parlamento Europeo, algo que a B le parece contradictorio, ¿pero contradictorio por qué?, no lo sabe, pero que antes, advierte M, tiene que ir a casa a ponerse otra ropa. B no tiene ganas de ver ningún museo. Por otra parte le parece que M no necesita cambiarse de ropa. Se lo dice. M suelta una carcajada. Parezco una junkie, dice.
Mientras M se cambia B se sienta en un sillón y se pone a hojear el Luna Park pero pronto se aburre, como si el Luna Park y el pequeño apartamento de M fueran incompatibles, así que se levanta y se dedica a mirar las fotos y los cuadros que están colgados de las paredes y luego el único estante de libros de la sala, con no demasiados ejemplares, pocos en español, entre los que reconoce algunos libros del padre de M y que M seguramente jamás ha leído, ensayos políticos, una historia del golpe de Estado, un libro sobre las comunidades mapuches, que lo hacen sonreír con incredulidad y también con un ligero estremecimiento que no comprende y que puede ser ternura o asco o el simple aviso de que algo no va bien, hasta que de pronto M aparece en la sala, o más bien dicho cruza la sala, desde su habitación hasta una puerta que debe de conducir al baño o tal vez al lavadero en donde está la ropa tendida, y B la observa atravesar la sala semidesnuda o semivestida, y eso más los viejos libros del padre desaparecido le parecen una señal. ¿Una señal de qué? Lo ignora. Una señal terrible, en todo caso.
Cuando salen del apartamento M va vestida con una falda oscura, muy ajustada, que le llega por debajo de las rodillas, una blusa blanca con los primeros botones desabrochados, que permiten ver el nacimiento de los senos, y zapatos de tacón que la hacen por lo menos dos centímetros más alta que B. Mientras van camino del museo M habla de su madre e indica la fachada de un edificio junto al que pasan sin detenerse. Sólo cuando están a más de cinco calles de distancia B comprende que la madre de M, la viuda del exiliado chileno, vive allí, en un apartamento de esa casa. En lugar de preguntarle por ella, como es su deseo, le dice que en realidad no tiene ganas de ir a un museo cuyo tema, las ciencias naturales, le parece aborrecible. Pero su oposición es débil y se deja arrastrar por M, de pronto vigorosa aunque sin perder una cierta aureola de frialdad, hasta el museo.
Allí aún le aguarda otra sorpresa. Al llegar al museo, M, tras pagar ella las entradas, se queda esperándolo en la cafetería, leyendo el periódico delante de un capuchino, las piernas cruzadas en un gesto elegante y al mismo tiempo solitario, que propicia en B (que se vuelve para mirarla) una sensación de vejez más irreal que verdadera. Después B se interna por las salas hasta llegar a una habitación en donde encuentra unas máquinas onduladas. ¿Qué le ocurrirá a M?, piensa mientras se sienta, las manos apoyadas en las rodillas, con una leve punzada de dolor en el pecho. Tiene ganas de fumar pero allí no puede hacerlo. El dolor cada vez es más fuerte. B cierra los ojos y las siluetas de las máquinas persisten como su dolor en el pecho, unas máquinas que tal vez no son máquinas sino esculturas incomprensibles, el desfile de la humanidad doliente y riente hacia la nada.
Cuando vuelve a la cafetería del museo M sigue sentada, las piernas cruzadas, y subraya con un bolígrafo color plata algo en el periódico, probablemente en la sección ofertas de trabajo, que nada más aparecer B cierra con discreción. Comen juntos en un restaurante de la rué des Béguines. M apenas prueba la comida. Casi no habla y cuando lo hace le dice que podrían ir juntos al cementerio. Yo vengo a menudo por estos barrios, dice. B la mira y asegura que no tiene ganas de visitar ningún cementerio. Al salir del restaurante, sin embargo, pregunta dónde queda el cementerio. M no contesta. Se montan en el coche y en menos de tres minutos le enseña con la mano (una mano que a B le parece delgada y elegante) el castillo Du Karreveld, el cementerio Demolenbeek y un complejo deportivo en donde hay pistas de tenis. B se ríe. El rostro de M, por el contrario, permanece hierático e inmutable. Pero en el fondo, piensa B, ella también se está riendo.
¿Qué vas a hacer esta noche?, le pregunta a B cuando lo lleva de vuelta al hotel. No lo sé, dice B, leer, tal vez. Por un instante B cree que M quiere decirle algo, pero finalmente se queda callada. Esa noche, efectivamente, B intenta leer una de las novelas que no ha dejado olvidada en París, pero al cabo de pocas páginas se da por vencido y la tira a los pies de la cama. Sale del hotel. Tras caminar mucho rato y sin rumbo determinado se interna por un barrio en donde abunda la gente de color. Eso piensa, así enuncia el momento en que abre los ojos y se ve caminando por aquellas calles. La palabra gente de color jamás le ha gustado. ¿Por qué, entonces, esa figura verbal viene a su cabeza? Negros, asiáticos, magrebíes, eso sí, pero no gente de color, piensa. Poco después entra en un bar de topless. Pide una infusión de manzanilla. La camarera lo mira y se ríe. Es una mujer bonita, de unos treinta años, rubia y grande. B también se ríe. Estoy enfermo, dice entre risas. La mujer le prepara la manzanilla. Esa noche B duerme con una chica negra que habla en sueños. Su voz, que B recuerda suave y cadenciosa, en sueños es ronca y perentoria, como si en algún momento de la noche (que a B se le ha escapado) se hubiera operado una transformación en las cuerdas vocales de la muchacha. De hecho, es esa voz la que lo despierta como si le propinaran un martillazo y luego, tras darse cuenta de que es sólo su compañera que habla dormida, permanece apoyado en un codo escuchándola durante un rato, hasta que decide despertarla. ¿Qué soñabas?, le pregunta. La muchacha le responde que soñaba con su madre, muerta hace poco. Los muertos están tranquilos, piensa B estirándose en la cama. La muchacha, como si adivinara sus pensamientos, le replica que nadie que haya existido en el mundo está tranquilo. Ni en esta época ni en ninguna, dice con total convencimiento. A B le dan ganas de llorar, pero en lugar de eso se duerme. Cuando despierta, a la mañana siguiente, está solo. No desayuna. No sale de su habitación, en donde se dedica a leer hasta que una mujer de la limpieza le pregunta si puede hacer la cama. Mientras espera, sentado en el lobby, M lo llama por teléfono. Le pregunta qué piensa hacer. Antes de que B se dé cuenta M se compromete a pasar a buscarlo al hotel.
Ese día, tal como B sospechaba, visitan otro museo y después comen en un restaurante que está junto a un parque en donde un numeroso grupo de niños y adolescentes se dedican a patinar. ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?, pregunta M. B responde que al día siguiente piensa marcharse. A Masnuy Saint-Jean, dice antes de que M le pregunte adonde. M no tiene idea de en qué lugar de Bélgica queda ese pueblo. Yo tampoco, dice B. Si no está muy lejos te puedo llevar en mi coche, dice M. ¿Tienes algún amigo allí? B responde negativamente. Cuando por fin se separan, en la puerta del hotel, B se pone a caminar por el barrio hasta encontrar una farmacia. Compra condones. Después se dirige hacia el bar de topless de la noche anterior, pero por más vueltas que da (y se pierde varias veces en el intento) no lo encuentra. Al día siguiente desayuna con M en un restaurante de carretera. M le cuenta que a veces, cuando está triste, coge el coche y se pone a conducir sin tener muy claro hacia dónde dirigirse, sólo por el gusto de sentirse en movimiento. En una ocasión, le dice, llegué a Bremen y no sabía dónde me encontraba. Sólo sabía que estaba en Alemania, sólo sabía que había salido de Bruselas por la mañana y que ya era de noche. ¿Y qué hiciste?, pregunta B, que intuye la respuesta. Di vuelta atrás, dice M.
En Masnuy Saint-Jean ven vacas. Árboles. Campos en barbecho. Un galpón de uralita. Casas de tres pisos. M, a instancias de B, le pregunta a una vieja que vende verduras y postales por la casa de Julia Nys. La vieja se encoge de hombros, pero luego se echa a reír y suelta una larga parrafada que B oye desde la ventanilla del coche. Ambas, M y la vieja, hacen gestos con las manos, como si hablaran de la lluvia o del tiempo, piensa B. La casa está en la rué Colombier: tiene un jardín amplio y descuidado y un cobertizo transformado en garaje. Sus paredes son amarillas, un árbol de grandes dimensiones y que nadie ha podado en mucho tiempo ensombrece la mitad izquierda, en donde no hay ventanas. La vieja estaba loca, dice M, puede ser esta casa pero también puede ser cualquier otra. B llama a la puerta. En el interior suena una especie de badajo. Al cabo de un rato aparece una muchacha de unos quince años, vestida con bluejeans y con el pelo mojado. M le pregunta si aquélla era la vivienda de Julia Nys y de su hijo Henri. La muchacha dice que allí viven los señores Marteau. ¿Desde cuándo?, pregunta B. Desde siempre, dice la muchacha. ¿Te estabas lavando el pelo?, pregunta M. Me lo estaba tiñendo, dice la muchacha. Sigue un corto diálogo que B no entiende, sin embargo, por un instante, M con sus tacones altos, a un lado de la verja, y la muchacha con sus pantalones ajustados al otro semejan las figuras principales de una pintura que, tras una apariencia de paz y equilibrio, le provocan una profunda inquietud. Más tarde, tras recorrer de norte a sur y de sur a norte el pueblo, entran en lo que parece ser la biblioteca. ¿Aquí venía a leer Henri el de Masnuy? Parece imposible. La biblioteca es nueva y Lefebvre debió de ser usuario de la anterior, la que había antes de la guerra. Por lo menos hay dos bibliotecas entre la biblioteca de tu Henri y ésta, dice M, que parece conocer mejor los servicios públicos de su país. Durante la comida B come un bistec de buey y M una ensalada que deja a medias. Yo ni siquiera había nacido cuando murió tu amigo, dice M con un tono nostálgico. No fue mi amigo, dice B. Pero habías nacido, dice M con una suave sonrisa burlona. Cuando él murió yo estaba viajando, dice B.