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Después, cuando el restaurante en el que han comido está vacío y sólo quedan ellos dos en una mesa junto a una ventana, M lee el Luna Park 2 y se detiene ante la última página, la que anuncia las colaboraciones para el Luna Park 3 o para el Luna Park 4, si es que el número cuatro alguna vez vio la luz. Lee en voz alta la lista de futuros colaboradores: Jean-Jacques Abrahams, Pierrette Berthoud, Sylvano Bussoti, William Burroughs, John Cage, hasta llegar a Henri Lefebvre, Julia Nys y Sophie Podolski. Todo resulta muy familiar, dice M con una sonrisa burlona.

Todos están muertos, piensa B.

Y después: qué lastima que M no sonría más a menudo.

Tienes una sonrisa muy hermosa, dice. M lo mira a los ojos. ¿Estás intentando seducirme? No, no, Dios me libre, murmura B.

Muy avanzada la tarde abandonan el restaurante y vuelven al coche. ¿Adonde vamos ahora?, dice M. A Bruselas, dice B. M se queda pensando durante un rato y finalmente dice que no le parece una buena idea. No obstante enciende el motor. Aquí ya no tengo nada más que hacer, dice B. Esa frase lo perseguirá a lo largo de todo el viaje de regreso como los faros de un coche fantasma.

Cuando llegan a Bruselas B quiere volver al hotel que ha dejado esa mañana. A M le parece una estupidez que gaste dinero por unas pocas horas teniendo ella un sofá cama disponible. Durante un rato hablan sin salir del coche, estacionado junto a la casa de M. Finalmente B accede a pasar la noche en su casa. A la mañana siguiente piensa salir muy temprano y coger el primer tren a París. Cenan en un restaurante vegetariano regentado por un matrimonio de brasileños que cierra a las tres de la mañana. Una vez más son los últimos clientes en abandonar el local.

Durante la cena M habla de su vida. Por un momento B llega a creer que M está analizando toda su vida. No es cierto: M habla de su adolescencia, de sus idas y venidas de Nueva York, de sus noches de insomnio. No habla de novios, no habla de trabajos, no habla de locura. M bebe vino y B fuma un cigarrillo detrás de otro. A veces dejan de mirarse y contemplan el paso de un coche a través de la ventana. Al llegar a casa M ayuda a B a abrir el sofá cama y luego se encierra en su habitación. Sin desvestirse, mientras lee una novela como si estuviera escrita en una lengua de otro planeta, B se queda dormido. Lo despierta la voz de M. Como la puta de la otra noche, piensa B, la que hablaba dormida. Pero antes de que pueda reunir la voluntad suficiente para levantarse e ir a la habitación de M y despertarla de su pesadilla, vuelve a quedarse dormido.

A la mañana siguiente coge un tren con destino a París.

Se aloja en el hotel de la rué Saint-Jacques, en otra habitación, y durante los primeros días se dedica a buscar en las librerías de viejo un libro cualquiera de André du Bouchet. No encuentra nada. Du Bouchet, al igual que Henri el de Masnuy, ha sido borrado del mapa. Al cuarto día ya no sale a la calle. Se hace subir la comida a la habitación, pero casi no come. Termina de leer la última novela que ha comprado y la arroja a la papelera. Duerme y tiene pesadillas, pero cuando despierta está seguro de que no ha hablado en sueños. Al día siguiente, tras darse una larga ducha, sale a pasear por el Jardin du Luxembourg. Después coge el metro y se baja en Pigalle. Come en un restaurante de la rué La Bruyére y se acuesta con una puta que lleva el pelo muy corto en la nuca y muy largo en la parte superior del cráneo, en un hotelito de la rué Navarin. La puta le dice que vive en la cuarta planta. No hay ascensor. Y allí, resulta evidente, no vive nadie. Es sólo una habitación impersonal que utilizan ella y sus amigas.

Mientras hacen el amor la puta le cuenta chistes. B se ríe. El también, en su francés macarrónico, le cuenta un chiste que ella no comprende. Cuando acaban la puta se mete en el cuarto de baño y le pregunta a B si quiere ducharse. B responde que no, que ya se ha duchado por la mañana, pero igual entra al baño a fumarse un cigarrillo y a contemplar cómo ella se ducha.

Sin sorpresa (o al menos eso deja entrever) observa cómo se quita la peluca y la deja sobre la tapa del inodoro. Tiene el pelo cortado al cero y sobre su cuero cabelludo se distinguen dos costurones relativamente recientes. B enciende un cigarrillo y le pregunta cómo se hizo eso. La puta está bajo la ducha y no le entiende. B no repite la pregunta. Tampoco abandona el baño. Al contrario, se recuesta sobre las baldosas blancas y contempla el vapor que sale del otro lado de la cortina con una sensación de placidez y abandono, hasta que ya no distingue la peluca, ni el inodoro, ni su mano que sostiene el cigarrillo.

Cuando salen es de noche y tras separarse se dedica a caminar sin prisa pero sin detenerse casi nunca, desde el cementerio de Montmartre hasta el Pont Royal, una ruta que le resulta vagamente familiar, con la estación de Saint-Lazare como punto intermedio. Al llegar a su hotel se mira en un espejo. Espera ver a un perro apaleado, pero lo que ve es un tipo de mediana edad, más bien flaco, un poco sudoroso por la caminata, que busca, encuentra y esquiva sus ojos en una fracción de segundo. A la mañana siguiente llama a M a Bruselas. No espera encontrarla. No espera encontrar a nadie. Sin embargo alguien descuelga el teléfono. Soy yo, dice B. ¿Cómo estás?, dice M. Bien, dice B. ¿Has encontrado a Henri Lefebvre?, dice M. Debe de estar dormida aún, piensa B. Luego dice: no. M se ríe. Su risa es bonita. ¿Por qué te preocupas por él?, dice sin dejar de reírse. Porque nadie más lo hace, dice B. Y porque era bueno. Acto seguido piensa: no debí decir eso. Y piensa: M va a colgar. Aprieta los dientes, involuntariamente su rostro se contrae en un gesto de crispación. Pero M no cuelga el teléfono.

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