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«Tú vendrás a mi fiesta», dijo Rosalía. «Merceditas es muy pequeña pero tú ya vas siendo grande.» Al final fuimos las dos y permanecimos sentadas con los mayores, observando el ir y venir de Rosalía. Llevaba un traje blanco de organdí, con la falda muy hueca, flores en el pelo, un collar de perlas, sortijas y pulseras. Las amigas también vestían trajes de fiesta, azules, rosas, beige. Ellos iban de oscuro, muy peinados, muy puestos. Hubo uno, sólo uno, que vino a buscarme con una copa de ponche en la mano: «¿Quieres?» Yo moví la cabeza, rechazándolo. Y él continuó: «¿Tú eres la española?» Roja de vergüenza, asentí con otro movimiento de cabeza. Se sentó a mi lado, en la silla que una señora había dejado momentáneamente vacía, y trató de conversar: «A España pienso ir un poquito más adelante. A Sevilla, a Granada, y a Madrid a los toros.» En voz baja murmuré: «Ahora, con esa guerra…» Él se echó a reír: «Claro que ahora no. Pero algún día terminará la guerra. Además ahora estoy arriba con los gringos estudiando en un internado…» Enseguida se acercó una muchacha y le cogió de la mano: «Ande, vamos a bailar.» Me dijo adiós y se incorporó al grupo de danzantes. Giraban todos enloquecidos al son de una música rápida, que brotaba del gramófono colocado en una esquina del salón.

«Tiene quince también», me explicó Rosalía días después. Es hijo de un petrolero pero la familia de la madre es de aquí. Mucha plata, mucha…», repitió admirativa. Y luego pasó a sus chanzas habituales. «Mírala ella, tan modosita, y viene a quitarnos novios a las mayorzotas…»

Durante muchos días pensé en él. Una nueva sensación de dulzura y alegría me invadía. Tardaba en dormirme por la noche y pensaba en aquel chico cuya fugaz aparición me había trastornado. ¿Le volveré a ver?, me decía. ¿Me dejará mi madre dar una fiesta de quince años? Hablaré con Rosalía para que le invite… Sólo faltaban dos años y medio para que llegara ese momento. Miré hacia atrás y pensé que otro tanto hacía que estábamos en México. Habían pasado casi tres años en los que no podía quejarme de nada. Nuestra vida se deslizaba suavemente, acolchada y sin estridencias. El día de nuestra llegada estaba ya lejos. Y también España había quedado atrás, quizás para siempre.

Nuestros estudios de secundaria iban bien, apoyados y reforzados por la intervención de mi madre. Yo leía mucho y sin darme cuenta iba aumentando mis conocimientos. Mi madre me daba a leer poesía española y una profunda nostalgia me asaltaba. Atravesaba una etapa muy inestable. Lloraba o reía con el menor pretexto. «Es la edad», decía mi madre. Pensé escribir a Amelia para tratar de explicarle lo que me pasaba, pero últimamente nuestras cartas se habían ido espaciando. «El tiempo», decía la abuela, «lo allana todo, lo apisona todo.» Ahí estaba la raíz de la angustia que unida a la melancolía de la adolescencia me sumía a ratos en un sopor salpicado de suspiros.

No sólo la poesía contribuía a mis exaltaciones. Había un tipo de lectura, semiclandestina, que Rosalía me proporcionaba. Eran novelas de un español, Rafael Pérez y Pérez, que leían mucho las chicas mexicanas. Había una Duquesa Inés que me entusiasmaba. Trataba de una maestra que había entrado de institutriz en la casa de un duque cuya mujer estaba gravemente enferma. Inés se hace cargo de los niños y cuando la mujer muere, el duque, enamorado de su bondad y belleza, la convierte en duquesa ante la oposición de la aristocrática familia. Mi madre no era partidaria de este tipo de novelas. «Te llena la cabeza de pájaros», decía. «Además esos mundos no son reales.» De modo que empecé a leerlas a escondidas y a recoger otras nuevas de manos de Rosalía, también a escondidas.

«Lo de tu madre es una novela de Pérez y Pérez», me dijo un día Rosalía. «Casarse con un viudo, mexicano y rico, en su situación…»

Estoy segura de que no pretendía ofenderme, pero lo hizo. Dejé de pedirle sus novelas y regresé a mi madre en busca de consejo. «Puedes leer muchas cosas, buenas y entretenidas.» Me dio El gran Meaulnes , David Copperfield y el Primer amor de Turgueniev.

Gustav y Nuria, el matrimonio que nos preparaba para los exámenes anuales de secundaria, venían a cenar con cierta frecuencia. Mi madre había encontrado en Nuria una amiga con la cual podía charlar de modo más abierto y sincero que con las mujeres que se movían en el ambiente familiar de Octavio. También el propio Octavio encontraba satisfactoria la amistad con la pareja. El dolor de Gustav ante la destrucción de su país se veía aliviado por el avance indudable de los aliados. Me gustaba oírles hablar y mi madre me dejaba quedarme un rato después de la cena. A veces venían con algún otro amigo.

Su casa se había convertido en una especie de consulado de los desamparados europeos, sobre todo de los españoles del exilio. Un día fui testigo de un enfrentamiento entre mi madre y una de estas amigas exiliadas, la mujer de un profesor de historia que trabajaba en un archivo. La conocíamos ya de otras ocasiones y siempre había dado muestras de descontento y amargura. Su marido, por el contrario, era un hombre tranquilo y pacificador. Aquel día, como siempre, se acabó hablando de España. Inesperadamente la mujer dijo: «Todos los que se han quedado dentro son unos traidores.» Lo dijo con rabia, con una suerte de resentimiento. Se hizo un silencio instantáneo pero enseguida intervino mi madre, aunque nunca había sido discutidora ni agresiva. «Todos no», dijo con firmeza. Yo sabía que estaba pensando en Eloísa, en los padres de Amelia. «¿Por qué has venido tú, entonces? Yo creía que habías venido porque te faltaba el aire y te sobraba la vergüenza para convivir con los asesinos de tu marido…» La mujer estaba exaltada. Le brillaban los ojos con furia. Había tomado una sola copa de rompope, el ponche inofensivo que hacía Remedios. Los demás escuchaban apesadumbrados. Mi madre estaba tranquila: «Hace falta tanto valor para irse como para quedarse», aseguró. «Hace falta mucho coraje para seguir viviendo allí sin rendirse por dentro.» En aquel momento, Octavio miró el reloj y dijo: «Perdónenme que es la hora del noticiero.» Y se fue hacia la radio. «Los aliados han invadido esta madrugada Normandía…» La tensión se deshizo como por encanto y la conversación se convirtió en una llamarada de esperanza.

«Doña Gabriela, si yo le dijera…», empezó Remedios. Se quedó con la frase en el aire, las manos entrelazadas en la cintura, la sonrisa esbozada a medias. «¿Qué tiene que decirme, Remedios?», preguntó mi madre. «Mañana lo verá usted, no se lo digo.» Al día siguiente era el cumpleaños de mi madre. Nos despertamos temprano, como todos los días. Era lunes y había que ir a Puebla, a las clases. Estábamos vistiéndonos cuando por toda la casa resonó una canción. Era una canción que yo conocía bien, pero aquello era otra cosa. Se oía música y muchas cosas, finas y suaves la mayoría, que sonaban unidas en un armonioso conjunto. Al bajar las escaleras, mi madre ya estaba allí en el amplio zaguán, rodeada de niños:

Éstas son las mañanitas
que cantaba el rey David
a las muchachas bonitas
se las cantamos así…

Algunos hombres tocaban la guitarra. Las mujeres callaban. Se acercaron a mi madre y le fueron entregando sus regalos, una a una, como en una ofrenda. Mi madre no lloraba nunca, pero vi un brillo húmedo en sus ojos. «¿Lo ve, doña Gabriela, lo ve como tenía que esperar?», decía Remedios. Ella sí lloraba, conmovida y orgullosa del homenaje. Después, como todos los días, los niños se fueron a la escuela. De la cocina de Remedios salieron dulces y refrescos y la fiesta continuó toda la mañana.

Por entonces, los niños eran cerca de cuarenta. Cuando se abrió la escuela habían acudido sólo diez. Aquel éxito tuvo sus ramificaciones. Los mayores, chicos de trece y catorce años, que ya sabían leer y escribir con soltura y hacer operaciones matemáticas, dejaron de asistir a las clases. Muchos empezaron a trabajar en la hacienda, en los almacenes, donde ayudaban a pesar y medir, a marcar los sacos, a hacer el cálculo de lo recogido. Algunos, animados por parientes o conocidos, se fueron a la ciudad. «Se puede conseguir tantas cosas sabiendo leer y escribir», decía Remedios. «El que no sabe es ciego y mudo, doña Gabriela, usted está haciendo un milagro…» No todos opinaban lo mismo.

Un día se presentó en la hacienda un personaje vestido de oscuro, con corbata y sombrero y una carpeta en la mano, que preguntó por Octavio. Como no estaba se quedó esperando «porque», dijo, «es con él con quien necesito hablar». Le esperó durante un largo rato, y al verle aparecer se dirigió a él con tono misterioso: «¿Señor don Octavio? Necesito hablar con usted…» La entrevista no duró mucho. El hombre se fue andando por donde había venido, hasta el camino por el que pasaba el viejo coche de línea que se dirigía a Puebla. Cuatro kilómetros de andadura y un par de horas de espera al sol.

Como había pronosticado doña Adela, el inspector informó a Octavio que tenían quejas serias de la escuela de mi madre. La coeducación estaba prohibida en todo el territorio. Aparte de otras consideraciones, aquello tenía que terminar, por la moral y buenas costumbres. Separarían a los niños de las niñas y se abriría una investigación para ver si el ministerio podía autorizar una escuela doméstica que no tenía permisos ni controles. Mi madre se limitó a decir: «Podían haber, enviado antes a alguien para comprobar que aquí había cuarenta niños analfabetos.»

No se supo el origen de la denuncia que motivó la visita del inspector de Instrucción. Pero la denuncia había existido. Octavio tuvo que mover muchos hilos. Llamó a muchas puertas de caoba, visitó muchos despachos regiamente decorados hasta que logró convencer a quien correspondía, «de la utilidad y el servicio de una pequeña escuela primaria, asentada en una hacienda, sin costo alguno para el gobierno y con la garantía de una maestra titulada que venía de España como tantos a compartir su esfuerzo con nosotros».

Todo quedó resuelto con una condición, la separación de niños y niñas. «En eso no podemos hacer nada, Octavio, nada desde que salió la nueva Ley», le dijeron. Esta nueva exigencia llevó a mi madre a transformar su escuela y a darle un nuevo giro. Necesitaba otro local. Un pabellón separado de la casa con dos alas, niños y niñas. La antigua escuela situada en la capilla quedaría para actividades comunes, porque mi madre se negó a aceptar una separación total. Octavio accedió a construir la escuela. Otro problema vino a surgir con la separación: mi madre necesitaba ayuda. A través de Nuria buscó otra persona que quisiera vivir en la hacienda de lunes a viernes.

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