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De Ciudad de México, aparte de regalos y material para la escuela, trajeron noticias. De los amigos, de cómo les habían obsequiado, de una obra de teatro que habían visto, de los españoles exiliados. Lo comentaban entre ellos, reían, discutían. Me tranquilizaba comprobar el cambio de mi madre. Su matrimonio la había transformado en una mujer diferente. La veía alegre, habladora, animada. Y mucho más guapa. Le chispeaban los ojos, la piel se le había vuelto sonrosada y sus movimientos eran sueltos y libres. Yo me daba cuenta de que ese cambio se lo debía a Octavio. Octavio era un hombre inteligente, fuerte, bueno. Un hombre que la eligió contra toda previsión, porque ¿no podía encontrar él otra mujer más joven, sin hijos, sin tristezas si quería volver a casarse? Octavio nos había proporcionado una vida cómoda y un porvenir seguro. De no ser por él viviríamos sometidas a la inseguridad material y a los bandazos emocionales de los exiliados, siempre a vueltas con la neurosis del regreso.

La relación entre nosotros cuatro fue un acierto desde el primer momento. Merceditas mostraba a mi madre la misma confiada actitud que a mí me inspiraba Octavio. Eran Gabriela y Octavio para nosotras. Octavio no era mi padre y mi madre no era la mamá de Merceditas. La ausencia de los muertos era irremediable. Al casarse nuestros padres se había creado una nueva estructura familiar, pero los antiguos núcleos seguían existiendo. Era ahí, en esas ligazones previas, donde estaba la raíz del distanciamiento y también del respeto que garantizaba nuestra convivencia. Mi madre y yo adquirimos la costumbre de pasar algún tiempo solas, en la salita de mi madre o en el patio recién regado, y el balanceo de las mecedoras que Remedios nos colocaba en el lugar más fresco, marcaba el ritmo de nuestra cercanía. Merceditas aceptaba estos momentos. Jamás vino a buscarme para jugar o hacer deberes si me veía con mi madre en actitud de confidencia. La mayoría de las veces no había revelaciones concretas. Era más bien un abandono, una tranquilidad, la calma de una intimidad compartida. Yo sabía que también Merceditas tenía esos arrebatos de comunicación intensa con su padre. A su manera los dos establecían una familiaridad inexpugnable. Como nosotras, compartían un pasado y los secretos de ese pasado. Por otra parte mi madre y Octavio parecían felices. Su unión mostraba todas las señales de la armonía y su equilibrio creaba a nuestro alrededor un clima de bienestar. Y entre nosotras, las niñas, las nuevas hermanas, había nacido un vínculo singular. Los dos años que yo llevaba a Merceditas me situaban en un plano de superioridad que no hice valer en ningún momento. Al contrario, la niña despertaba en mí ternura, deseos de protección, todos los sentimientos que produce un ser más débil que nosotros. Por lo demás, el carácter pacífico y complaciente de Merceditas, su sensibilidad para captar los estados de ánimo de los demás, y su ausencia de susceptibilidad me invitaron a quererla sin reservas y a compartir con ella periodos luminosos y otros sombríos de nuestras vidas.

«De un tirón, imposible. Haremos noche en el camino», dijo doña Adela. «Además, Ramón no está acostumbrado a conducir tantos kilómetros seguidos. Y si va Manolito, no cabemos…»

Era abril, hacía poco que había sido mi doce cumpleaños y el tercer aniversario del casamiento de mi madre con Octavio. Unos rumores, la apreciación de un viajero visitante de la hacienda Durán, la hacienda del padre de Rosalía, habían sembrado la inquietud entre los familiares de Octavio. «Se acabó el algodón, dicen que ya no plantan algodón…» «Andan mal por allá abajo. Han despedido a los peones más fieles…» «El señor Tomás ha metido allí a una mujer que lo maneja todo. La tiene en una choza cerca de la casa, pero ella pone y dispone, y quita lo que quiere…» El administrador seguía enviando con regularidad las cuentas claras, detalladas. Si algo iba mal, nadie sabía exactamente qué. Octavio dijo: «Deberías ir.» Se lo dijo a don Ramón, que miró a su hermana desolado. Doña Adela replicó: «Deberíamos ir los dos, él y yo.» Primero fue escribir y anunciar la inminente llegada de los señores. Después la respuesta del señor Tomás: «Qué bueno, tanto tiempo sin verles, que ya les estaban preparando las recámaras.» Después fue la intervención de Rosalía: «¿Y por qué no voy yo? ¿Y por qué no vienen las primas que tanto les va a gustar conocer aquello?» Insospechadamente, Octavio y mi madre accedieron al capricho de Rosalía. «Pues, bueno, que vayan, ya no son tan pequeñas…», dijo Octavio. Mi madre objetó débilmente acerca de la salud y de los peligros, pero doña Adela no la dejó continuar. «No es tan salvaje la hacienda, Gabriela, que mi niña y yo vivimos en ella mucho tiempo, que la de México no es la selva amazónica…» Y así fuimos llegando a la última decisión: «Haremos noche por el camino. De un tirón, imposible…»

Dos días completos, con sus correspondientes paradas para comer y dormir, nos costó el viaje. Desde Oaxaca -«ya vendremos otra vez, Juana. La ciudad más hermosa de México»- salimos a una carretera con muchas curvas y cuestas. Apenas encontramos coches, sólo alguna camioneta renqueante cargada de madera. Y campesinos en sus burros. Parecían dormidos; avanzaban despacio con la cabeza gacha, oculta por el amplio sombrero atravesando, como nosotros, la Sierra Madre del Sur. Desde los áridos riscos, descendimos después a un territorio verde, llano y frondoso. En un punto de la carretera, pasada una ermita en ruinas cubierta de vegetación, una flecha, toscamente pintada, indicaba «A la hacienda Durán». Era el comienzo de un camino estrecho, lo justo para que pasara el automóvil. Las copas de los árboles formaban un túnel que ocultaba la luz. Al cabo de un buen rato entramos en un espacio despejado. Al fondo, una cerca blanqueada marcaba el comienzo de la finca. Por un paseo de palmeras llegamos hasta la casa, rosada, con dos escalinatas curvas que confluían en el porche principal. La puerta se abrió y allí estaba el señor Tomás sonriente, con el sombrero en la mano, esperándonos.

Desde el primer momento me sentí atrapada por el mundo que acababa de descubrir. Recuerdo la primera noche que pasé allí. Las aspas del ventilador giraban en el techo de mi cuarto. La gasa finísima del mosquitero se movía leve, al paso del aire. Me envolvían las sombras y un murmullo de vida nocturna se diluía en el vaho vegetal, casi líquido, que penetraba por la malla de las ventanas. Una mariposa, que había quedado encerrada en la habitación, golpeó aturdida el mosquitero. Era grande y pude ver sus manchas brillantes a la luz de una luna aparecida entre jirones de neblina. Me hubiera gustado moverme, abrir la ventana, liberar a la mariposa extraviada. No me decidí. No tenía miedo; era una deliciosa laxitud que me embargaba. El cansancio del día y el zumbido del ventilador me fueron sumergiendo en un sueño profundo.

El amanecer fue deslumbrante. Durante la noche había llovido y el sol lucía en un cielo limpio. No lejos de la casa, se extendía la selva. «El capataz las lleva a dar un paseíto», dijo el señor Tomás… «No tiene trabajo urgente, no. Su mejor trabajo es complacerlas.» Desayunamos ensalada de frutas y café con leche y bollos, y nos subieron a una camioneta cubierta de lona. «Las llevaré hasta el poblado Durán, que está cerquita», dijo el capataz, un mulato grande, muy complaciente. Se dirigía siempre a Rosalía: «Ha crecido usted mucho, señorita. ¿Recordaba la hacienda?» Por el camino atravesamos puentes sobre ríos secos o inexistentes. Entre los árboles se veían chozas de palma trenzada con hamacas colgadas a la entrada. En un bosque de palmeras abrazadas y asfixiadas por otros árboles, había una explanada: el comienzo del poblado Durán. A la puerta de una choza un viejo tallaba un tronco retorcido. Tenía algunas figuras terminadas, colocadas ordenadamente en el suelo: una paloma, un diablo, un pescado con forma de dragón. «Los pinta con colores que saca de las plantas», nos explicó el capataz. El viejo nos regaló limones y nos enseñó sus obras cuidadosamente.

Al día siguiente nos llevaron a la laguna, la parte ensanchada de un río que se pierde en la selva. En el centro de la laguna había una pequeña isla. La rodeamos en una barca de remos. La pájaros, águilas, garzas, pelícanos huían ante nuestra proximidad. Los arbustos, enormes, entraban en el agua, y sus raíces se enredaban unas con otras formando una verdadera red. En los árboles, ceibos y cedros, se veían las bolsas negras de los hormigueros gigantes. Al regresar por un camino diferente, vimos nuevos poblados. Los niños convivían en absoluta libertad con los cerdos, los pavos y los cabritos. El sol quemaba y las moscas se detenían sobre los restos de un animal muerto al lado del camino.

Cuando llegamos a la casa, doña Adela, don Ramón y Tomás tomaban café en la sala. Parecían satisfechos. La palabra la tenía Tomás y don Ramón asentía: «… y vean ustedes, pues, cómo es prudente el cambio cuando el cambio se ve necesario, y si no queremos guerra habrá que buscar paz…, que ya recuerdan que el indio de estas zonas anda rebelde de años y años…, que el mulato y el negro se adaptan a esta tierra pero que muy rebién.»

Desde la ventana de mi cuarto contemplé el atardecer. El sol iba desapareciendo más allá de la llanura poblada de verdes. Cuando el disco rojo se fue ocultando, el cielo se volvió rosa, asalmonado, vainilla.

Rosalía me recordaba mucho a Olvido. Siempre hablaba de novios y de bodas. El matrimonio era una obsesión. «Cuanto antes mejor. Así tienes hijos joven», decía. Y, misteriosa, me susurraba al oído: «Una amiga mía se ha casado con dieciséis cumplidos. Ya sabes…», insinuaba pícara. Yo no sabía pero ella trataba de explicarme, mimaba el embarazo con gestos cómicos. Luego aclaraba con palabras: «De tres meses, mujer…»

Mi grado de inocencia era exagerado. Pero ya Rosalía, como Olvido en su día, trataba de iniciarme en los secretos a voces de la vida. Fue a Rosalía a quien tuve que acudir para contarle a medias asustada, excitada a medias, que allí, en la hacienda de su padre, había llegado el momento de confirmar mi feminidad. El segundo día amanecí con las sábanas manchadas de sangre. Rosalía y su madre me consolaron y me dieron consejos risueños salpicados de interpretaciones jocosas: «Que ya te visitó el caballero de la casaca roja…, que ya está la tierra lista para la siembra.» Con esa información previa, a mi madre le costó poco trabajo aleccionarme de forma científica sobre lo mismo.

El día que Rosalía cumplió quince años, pocos meses después de nuestra excursión, se celebró una gran fiesta. Era, me explicó mi madre, una costumbre en ciertos ambientes para presentar en sociedad a las jóvenes. A partir de esa «fiesta de quince», los pretendientes, incluso los novios, eran aceptados.

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