Alargamos mucho el paseo, tanto que nos deja agotados después del día que llevamos a las espaldas. Al final, hasta la noche se vuelve un poco fría. A partir de cierto momento nos vemos recorriendo calles desiertas, entre chalés silenciosos tras los que se adivina una acomodada vida al estilo occidental. En uno de ellos hay una fiesta, a la que llegan muchachos engominados y chicas rubias con vestiditos. En el interior se oye música mecanizada, como la que podría sonar en cualquier discoteca de Europa. Debe de dar mucha sensación montarse un party así en una de estas noches de Marrakech.
Al regresar al hotel, enfilamos directamente hacia nuestras habitaciones. Ni siquiera vemos la televisión. Sólo mi tío se entretiene a hacer algo, que me explica casi como si pidiera excusas, poniéndome en un apuro.
– Tengo que rezar mis oraciones.
Me quito rápidamente de la circulación, para que mi tío rece tranquilo. Con los musulmanes sucede lo que al menos a mí me ha sucedido con pocos cristianos. Cuando hablan de rezar se refieren a un acto a la vez solemne y de púdica intimidad. Aunque se reúnan a miles en la mezquita, cada uno está solo con Alá, tanto como lo puedan estar los que rezan sobre una estera al borde de la carretera. Es una religión con conciencia del deber y de la discreción. Se practica o no se practica, se interpretan flexible o rígidamente los preceptos, pero nadie la defrauda ni la ostenta.
Cuando al fin estoy instalado en mi cama enorme, arropado porque a ello obliga la potente climatización, poco más puede suceder. Me quedo dormido en el acto. Apenas pasa por mi cerebro, antes de la desconexión, una imagen fugaz del anochecer en Xemaa-elFna, con sus sonidos y sus olores. Es una lástima, por cierto, que las palabras sirvan tan poco para describir el olor.