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Antes de volver otra vez al fuego de la calle, nos damos una vuelta por la atmósfera climatizada del hotel. Hay tiendas de lujo, vastos comedores, una piscina junto a la que se tuestan algunos osados huéspedes. Todo tiene un aire aséptico y cuidadosamente convencional, con la única peculiaridad de un exotismo oriental siempre adaptado al paladar de quienes normalmente deben alojarse aquí. No es que resulte desagradable (de hecho, siempre gusta que todo esté limpio, y el jardín que rodea la piscina está organizado con buen criterio); pero hay algo alarmante en el postizo de estas comodidades occidentales sembradas en mitad de la llanura de Marrakech.

Poco después salimos para hacer una incursión en la tórrida tarde. Mi tío busca unos jardines que promete dignos de una visita. Sin embargo, algunas calles han cambiado mucho de aspecto en la ciudad nueva, y pese a conocer la dirección nos extraviamos un par de veces. En ambos casos, mi tío recurre rápidamente a un viandante, que le da amables indicaciones. Dicen de los marrakchíes que son de natural simpático y bastante socarrón, y mi tío nos confirma su gracejo añadiendo que hablan un árabe muy característico, lleno de giros particulares y de palabras propias. Es posible, pienso, que unos y otras vengan del tamazigt, la lengua bereber de la cercana región de las montañas, de la que por cierto el aventurero español Domingo Badía fue uno de los primeros europeos en ofrecer un elemental vocabulario. Todas las conversaciones terminan por parte de mi tío con unas palabras que se nos acaban quedando:

– Barak-al-lahu fik.

Lo que quiere decir algo así como "que Dios te dé suerte", la fórmula de agradecimiento preferida por los marroquíes, en lugar del lacónico "gracias" (shukran ). Al fin, nuestros improvisados guías terminan por orientarnos. Tras pasar junto a una explanada cercana a las murallas, donde descansan sentados (o mejor dicho "barracados") los dromedarios que pasean a los turistas, tomamos una carretera que lleva a la Menara, los jardines que mi tío quería enseñarnos. Se trata de una gran extensión cultivada y rodeada por una muralla de adobe. Está cubierta sobre todo de olivos (hay pocas palmeras) y en su centro se abre un enorme estanque junto al que se levanta un pequeño pabellón de recreo. El estanque data de la época almohade y el pabellón del siglo Xix, cuyo gusto romántico y decadente representa a la perfección. Es un hermoso edificio de tejados verdes, al que beneficia en mucho la proximidad del agua. La sombra que dan sus gruesos muros resulta hoy un refugio más que apete cible. Al parecer este sitio era una de las atracciones con las que los sultanes deslumbraban a sus huéspedes europeos. Relaja el espíritu contemplar la imagen del estanque, y más allá de él las rojas casas de Marrakech y la mancha verde del distante palmeral.

Hemos dejado el coche en una zona apartada y expuesta al sol más inclemente, pero allí está el guardacoches esperando su recompensa. En Marrakech (lo mismo que en Rabat, donde llega a desesperar el rito) es difícil aparcar el coche, aunque sea en la vía pública, sin que se acerque el inevitable vigilante. Si es un lugar normal no se les da arriba de un dirham y medio o dos, pero no hay manera de escaparse. Por eso hay que llevar siempre cambio, y mi tío se enfada cuando se busca las monedas y no las encuentra. Lo que puede decirse en favor de los guardacoches es que nunca cuentan lo que les das. El gesto es automático por parte del conductor; mientras arranca ya está bajando la ventanilla para dar las monedas, que cambian de mano sin que él ni el vigilante las miren. Las manos de ambos se encuentran solas, como si estuvieran entrenadas para ello. Casi fascina verlo. Ocurre parecido con los mendigos que por doquier retan al cumplimiento del deber coránico de la limosna: les des lo que les des ellos te darán las gracias y nunca mirarán cuánto les estás dando. La mentalidad musulmana asume que uno da lo que puede y todo lo que puede. No hay derecho a desconfiar y tampoco a exigir más.

Entramos en el rojo recinto amurallado de la ciudad vieja por la puerta de Bab-el-Jedid. Ante nuestros ojos se alza bastante cercana ya la Kotubia, la refinada torre almohade, emparentada con la Giralda de Sevilla y con la torre Hassan de Rabat. Resulta admirable el sencillo remate almenado y la pequeña cúpula sobre la que brillan cuatro esferas de cobre dorado. Viéndola, uno lamenta todo lo que pueda lamentarse que la torre sevillana fuera desfigurada con el engendro renacentista que hoy la corona.

Antes de dirigirnos hacia la plaza Abd el-Mumen, junto a la que se levanta la mezquita de la Kotubia, nos desviamos un momento para visitar el hotel Al-Mamounia, una de las referencias inevitables de la ciudad. Este hotel, donde se viene alojando la flor y nata de la burguesía y la aristocracia de Occidente desde principios de siglo, es quizá el máximo exponente de la imagen de Marrakech como ciudad cosmopolita y como meta de turistas selectos. Uno de los visitantes más ilustres fue Churchill, asiduo a la ciudad durante treinta años. En el hotel enseñan el apartamento en el que solía hospedarse. El resto, comenzando por los fascinantes jardines, es un derroche de lujo. El portero que nos franquea el paso, que lleva una gumía bastante más grande que el de nuestro hotel, parece un cheij, con su majestuosa capa blanca. Ya en el interior recorremos pasillos y vestíbulos suntuosos, y desembocamos en una rotonda de caprichosa decoración donde sólo se escucha el murmullo de una fuente. La piscina, discretamente protegida de miradas impertinentes por tupidos setos, es digna de la Costa Azul. Mientras nos asomamos a ella, vemos venir a una pareja que viste albornoces blancos con el anagrama del hotel bordado sobre el pecho. Por el aspecto y las maneras, son un obvio par de yanquis mascachicles, quizá unos yuppies jugando costosamente a las mil y una noches. Una estancia en Al-Mamounia vale una fortuna, aunque para nuestra vergüenza hemos de confesar que se sienten tentaciones de hacer el sacrificio y poder decir que por una vez en la vida se ha tenido ocasión de disfrutar de una obscenidad semejante.

Uno sale del ostentoso despliegue de Al-Mamounia, camina cien metros y se encuentra de nuevo en ese caótico Marruecos que ya empieza a ser un viejo conocido. Dentro de las murallas el paisaje, salvo excepciones, no es tan aséptico como en la ciudad nueva. Vuelve el polvo, la desorganización, la anarquía de la gente. La plaza Abd el-Mumen, donde se encuentra la Kotubia, es un espacio grande y destartalado. Junto a la célebre torre (esta tarde cubierta de andamios que no aciertan a ocultar su encanto), se ve el edificio de la mezquita, de una simplicidad espartana, y algunos muros en ruinas. El asfalto linda con la tierra sin aceras intermedias, y es la tierra desnuda lo que cubre la mayor parte de la superficie. Gracias a ella, la ciudad convive con el campo.

Seguimos hasta la plaza de Xemaael-Fna, sin lugar a dudas la más célebre de la ciudad, y una visita ansiada desde hace mucho tiempo. Para mí, como supongo que para algunos otros, la plaza comenzó a existir a partir de una extraña y romántica novela de Juan Goytisolo, Makbara , cuyo último capítulo se llamaba precisamente Lectura del espacio en Xemaa-el-Fna . Ese fragmento (conviene reconocer las deudas) me ayudó a los dieciséis años a descubrir algo que poco después, y quizá contra su propia intención, me confirmaría Proust: que el tiempo tiene una entidad escurridiza y dudosa y que son mucho más firmes y fiables nuestras sensaciones, por suceder no en el tiempo sino en determinados espacios. Este descubrimiento ha condicionado en buena medida mi existencia: si viajo y escribo es por capturar espacios y sensaciones, que son dos de las pocas sustancias ciertas de las que adivino que queda hecha la vida. Acudo a Xemaa-el-Fna predispuesto por aquella intensa experiencia lectora de mi adolescencia y por su fama hoy universal, tras haber sido declarada Patrimonio de la Humanidad (cosa un poco grandilocuente y se me antoja que inútil, pero que tiende a infundir un vago respeto).

Y en Xemaa-el-Fna me encuentro, en esta tarde aplastada por el sol, con un espacio no demasiado grande, completamente asfaltado y rodeado de edificios vulgares. Por no faltar, ni siquiera falta una sucursal del banco Al-Maghrib. Hay tres franjas de color: el gris oscuro del asfalto, el rojo rosáceo de los edificios y el azul del cielo, desleído a fuerza de pura luz. La franja gris y la franja azul son anchas y la rojiza es estrecha, porque los edificios no superan las dos o tres plantas. Los coches atraviesan libremente la parte de la plaza que se conecta con las dos calles principales de las inmediaciones. En el resto, apenas se ven unos pocos tenderetes. Son poco más de las cinco y el ambiente es escaso. Mi tío asegura que debemos volver un poco más tarde, y propone que mientras tanto demos un paseo por la medina. Seguimos su consejo, sin poder resistirnos a volver la vista hacia la legendaria plaza al tiempo que nos internamos por las callejas.

Nuestro primer contacto con la medina de Marrakech, en su parte próxima a Xemaa-el-Fna, nos lleva por calles llenas de comercios, desde donde se nos reclama con una insistencia y una soltura que no hemos conocido en otros lugares. Todos hablan español, mejor o peor, y ofrecen mercancía más cara que en Fez o Meknés. En las tiendas hay bastantes turistas comprando cuero, sobre todo. Observamos a varios regateando exactamente como aconsejan las guías, suponemos que sin resultados espectaculares. Los comerciantes pueden ofrecer sus mercancías a un precio abultado en relación con su coste, pero saben que los turistas pueden pagarlo sin sacrificio y sólo aflojarán hasta donde supongan que se ajustan al poder adquisitivo del cliente. Descender más allá sería una estupidez, porque equivale a perder la oportunidad de endosarle el artículo al precio deseado a otro extranjero menos correoso. Sólo los marroquíes consiguen descuentos al límite, aunque casi todos los europeos, después de haber obtenido una rebaja del treinta por ciento, se vayan satisfechos de su habilidad.

Mi tío rememora al pasear por estas calles la juventud que pasó aquí. Nos indica dónde estaba la casa en la que vivía con otros compañeros policías, dónde solía almorzar, dónde paraba a tomarse un té. Hacía muchos años que no venía a Marrakech, y se le nota que la nostalgia hace mella en su corazón. Es probable que viniera aquí sin mucho entusiasmo, porque le enviaban a muchos kilómetros de casa y a una ciudad desconocida. Pero es seguro que aquellos años, en los que se sintió solo e independiente por primera vez en su vida, dejaron en su alma una huella que no puede borrar. Todos somos deudores eternos de los lugares que nos han visto ser jóvenes, y regresar a ellos es regresar a los sentimientos de la juventud. Hoy mi tío tiene sesenta años y su vida ha transcurrido lejos del mundo de aquel policía veinteañero. Pero los sentimientos de aquel otro que fue le embargan como si nunca hubieran dejado de dominar su ánimo. Durante nuestro viaje hemos visto a los gendarmes y a los policías marroquíes siempre con intimidación, aunque a nosotros no nos hayan causado el más mínimo contratiempo. Conforta mirarlos también desde este ángulo, saber y comprobar que pueden ser gente que pasó una juventud añorada y solitaria en ciudades donde eran forasteros. Es hasta cierto punto una obviedad, pero hay obviedades que conviene pararse a reconocer, sobre todo cuando se ocultan detrás de un uniforme, que tantas veces (y quizá un poco injustamente) impide a quien no lo lleva ver al hombre debajo.

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