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En el vaivén de sus sentidos, Ardid no acertaba a definir si el estremecimiento que reptaba por su espalda se debía al terror o a un muy cálido secreto y quizá prohibido deleite. Y cuando Leonia, con gesto tan dudoso como encantador, dibujando un vago contorno, dijo: «Podéis elegir, Señora, sin el menor escrúpulo o comedimiento, lo que mejor apetezcáis y deseéis», no sabía Ardid, en verdad, si se refería a las bandejas que le ofrecían, repletas de lenguas de flamenco, o a tan variada como fascinante compañía. Y no faltaban también entre sus acompañantes, delicados jovencitos de mirada aterciopelada y cabellos trenzados o rizados de forma tan caprichosa, que para sí quisiera Ardid en la más encumbrada y lujosa de las solemnidades de Olar. El espíritu de Leonia abarcaba todo aquello y aún más: hasta las cacatúas y pájaros exóticos, y danzarines y danzarinas, e incluso tiernos niños de orejas taladradas por anillos de oro, y flores, y bebidas y viandas que se ofrecían graciosamente por doquier. Las damas de Olar retenían lengua y respiración; y Ardid hubo de recurrir a su habitual aplomo y regio porte para no prorrumpir en gritos de admiración como campesina que por primera vez asiste a la feria del mercado.

Aunque la Reina Ardid y sus damas se habían adornado con la totalidad de sus joyas, mustias baratijas parecían al lado de los zafiros, amatistas, esmeraldas, rubíes y diamantes que inundaban a todos los presentes. Y con tal donaire y displicencia los lucían, que no ponían demasiado cuidado en apretar sus broches y cierres, o ajustar las agujas: así que, sin aparente cuidado, los perdían sobre la hierba. Y si por algún sirviente eran devueltos a sus dueños, con distraída expresión los retornaban a su puesto. «Esto es elegancia -se dijo Ardid, en el creciente entusiasmo que la embargaba-. Truhanes o no truhanes, esto es elegancia, porte, distinción y desprecio por lo baladí.»

Y satisfecha de haber llegado a tales conclusiones que, a su juicio, ponían al descubierto el meollo de muchos errores cometidos por la humana naturaleza, tomó asiento con la más esplendorosa de sus sonrisas. Y como en verdad era bella, y su tersa y estallante madurez sobrepasaba a la turgente y gordezuela carne, aunque bien repartida, de Leonia, y a la pálida aunque digna y serena belleza de sus acompañantes, los ojos de los truhanes o no truhanes repararon con harta y grata complacencia en ella. Ardid lo notó, y aunque ligeramente asustada, percibía sobre sí sus miradas y el amordazado deseo de murmullos que acariciaban embriagadoramente sus oídos -graciosamente rematados por gruesas perlas del desdichado Rey de los Desfiladeros.

– ¡Qué hermosura, Señora! -dijo al fin, dándose aire gentilmente con el precioso abanico de plumas que le ofrecía Leonia-. Sois una anfitriona sin igual.

– Me avergonzáis, Señora -respondió Leonia bajando los ojos (que Ardid descubrió abundantemente teñidos de una sustancia azul y transparente a un tiempo)-. Pobre refrigerio es, en verdad, para tan alta y noble Reina como sois vos.

Y así cumplimentadas, decidieron para su capote prescindir en lo sucesivo de más protocolo, y se abandonaron a las delicias del ágape. Y como Ardid no podía reprimir su admiración ante la exquisitez de los platos y la delicadeza sin igual que los rodeaba -en contraste con las feroces miradas y horrendas (aunque incrustadas de pedrería) cicatrices de los comensales-, la Reina Leonia puso punto final a su irreprimible aunque frenado asombro, diciéndole -mientras ensartaba en una larga aguja de oro el corazón de un faisán:

– Querida, no olvidéis que ésta es una isla, y una isla mujer: y que si bien nadie puede dudar que los hombres son extraordinarios conquistadores, además de otras cualidades bien conocidas, en definitiva las mujeres somos la civilización.

– ¿Así lo creéis? -murmuró Ardid, que jamás había oído aquella palabra, pero admiraba de tan audaces términos en mujer que, si bien sabía contar y calcular rápidamente, seguramente no sabía leer ni escribir (para eso disponía de esclavos al dictado)-. No se me había ocurrido. Aunque abrigo mis dudas sobre tales afirmaciones, no las desecho, y es más: las retengo para, durante el largo invierno, estudiarlas a fondo.

Pese al vino, la música, la delicia de los variados platos, las danzas y el revoloteo de pájaros y risas, la conversación manteníase espumosa y grácil. Muy lejos estaban para Ardid las pesadas comilonas de soldados borrachos en que, irremisiblemente, degeneraban casi todos los banquetes de Olar, por suntuosos y solemnes que se pretendieran. Pues aunque Leonia procuraba no cansar a sus comensales con reflexiones que cortaran el buen curso de sus digestiones y libaciones, lo cierto es que salpicaba de excelente pimienta, almizcle, sal y toda clase de hierbas aromáticas su voluble ir y venir, hecho de respuestas, preguntas, apostillas y demás arabescos verbales.

Y entre bocado y bocado, entre halago y cortesía, tanto de parte de Leonia como de sus acompañantes, lo cierto es que, en breves alusiones o cándidas insinuaciones, o maliciosos golpecitos de plumas de avestruz, con las que se abanicaba graciosa e insistentemente -la noche era cálida, y aún más cálida la hacían el vino y el yantar-, Ardid pudo enterarse de cosas tan sustanciosas como la enormidad de sus riquezas, la sagacidad desplegada en los negocios, las dotes de buen mercader y excelente diplomático que adornaban a Leonia.

Escuchando palabras por aquí, palabras y silencios elocuentes por acá, lo cierto es que, entre el perfume de la noche y la ligereza de las conversaciones, que revoloteaban de allí para allá como mariposas -cosa impensable en los rudos modales de Olar-, confirmó Ardid lo que Leonia le contara: que la fabulosa Isla desaparecería con Leonia, junto a su Reino y esplendor, el día en que ella los abandonara, tal como su esplendor y Reino nacieron con ella.

«¿Qué significaba aquello?…» La curiosidad y la confusión llenaban el corazón de Ardid. Y así, como al desgaire -todo era tan confuso y tan locuaz aquella noche, y tan secreto y desprovisto del mismo-, sin apenas darse cuenta -como ocurre, a veces, en los sueños-, supo de los orígenes de la Isla, el Reino, la viudez e, incluso, las circunstancias más íntimas de la vida de tan singular Reina.

A los nueve años -si bien desarrollada y precoz, como se desprendía de los hechos-, Leonia fue la pasión amorosa de un temido Rey del Archipiélago Septentrional; y raptada de su isla natal -una remota y pedregosa región, más al Sur, Sur adentro-, se convirtió a poco en la más gentil soberana de una flota tan rica como sanguinaria. Y no era menos cierto que antes de cumplir los once años había asesinado a su raptor, y que tomando por esposo a su aliado, el famoso Rey de la Piratería Oriental, aumentó -al unirlas- la flota de ambos y su fabuloso botín. Tampoco estaba muy lejos de la verdad -según pudo colegir Ardid, atrapando palabra aquí, comentario allá-, que a los doce años Leonia ya se había desecho del Aliado Oriental y sus gentes y, asumiendo el mando de ambas flotas unidas, descartó la idea de tomar nuevo esposo, para así elegir libremente, acá y acullá, la pareja, como placía, sin fastidiosos ceñimientos a cánones o estilos al uso.

Según pudo entender Ardid, Leonia fue víctima de calamidades y gozadora de fortunas. Vino a perder su flota y riquezas en lucha con el menos temible, menos rico y menos astuto de cuantos piratas surcaran las aguas del mar: si bien ayudado éste por una tempestad que, amén del abordaje y fuego, dio al traste con su Reino marítimo. Y vino a dar con sus tiernos huesos -contaba no más de trece años, según calculó Ardid- a la Isla, por su lado bueno -el que no se ofrecía a la vista del vasto continente-. Quedó fascinada por la belleza que gozaba de aquel otro lado, donde un diminuto archipiélago aparecía magníficamente entre las olas. Allí estuvo alimentándose de la abundante fruta salvaje, y en verdad deliciosa, de aquellos parajes. Con el rubio cabello al viento y sin más cobertura que su dorada piel, fue vista por un Príncipe de los Bajíos. No era demasiado poderoso, pero llevaba incrustadas en las encías, que muy generosamente mostraba al sonreír, una muestra tan completa de pedrería, que hubiera hecho palidecer de envidia la corona de muchos reyes terrestres. Y por ésta y otras misteriosas causas, Leonia se unió a él. Pero ahora no aceptó un nuevo Reino marítimo, sino que por su cuenta y gran experiencia, gracias a la pasión que inspiró en aquel Príncipe de los Bajíos, no tardó en apoderarse de la sonrisa de su calavera. Despojado de todas sus joyas, al parecer yacía enterrado en el centro de la Isla. Y del fruto de la sonrisa de aquel Príncipe, emprendió las depredaciones, que ella prefería llamar transacciones atinadas, comercios sensatos, con toda piratería, pequeña o mediana, que por allí se acercara. Y sobre los cimientos de aquella despojada calavera, levantó el Palacio, y en torno al Palacio, el Reino.

El brillo del sol sobre su desnuda piel y sus dorados cabellos atrajeron a muchos cándidos y desafortunados. Con el tiempo, acudieron otros, no tan cándidos, aunque sí afortunados. Arribaron a sus costas dispuestos a tratar con tan audaz como fascinante criatura. De suerte que llegó a buenos tratos, pactos y convenios. Y tuvo esclavos de todo origen y catadura con que iniciar su obra, y gentiles caballeros y hermosas muchachas poblaron su Corte. Aunque la mayoría de ellos poseían reinos tan suntuosos como flotantes y a la deriva. Aquellos pactos, aquellos convenios y aquellas especulaciones crecieron como la espuma y consolidaron los frágiles cimientos que habían brotado de una monda calavera de siniestra y muy despojada sonrisa. Ningún sello ni firma ni huella ni garabato, dejó constancia de aquellos convenios, pues conocida es la escrupulosidad con que se rigen los que reinan en la mar: y el Reino de Leonia se fundó y cimentó y consolidó sobre aquellos sólidos e indestructibles principios. «En verdad -rumiaba Ardid, entre vapores de suaves y estimulantes bebidas- que me creía astuta, luchadora, fuerte, afortunada y paciente, y tenía mi vida como singular vida de mujer: pero al lado de Leonia, todo lo vivido, sufrido, gozado y ansiado por mí, me parece un mal cosido, a punto de estallar por todas partes.»

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