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CUARTA PARTE

XXI. URDSKA

El verano avanzaba lento y poderoso, como uno de aquellos bellos y feroces animales que en tiempos le describiera el Hechicero. Jamás les había visto, incluso dudó de su existencia, como dudó siempre de tantas otras cosas: porque sólo creía en lo que veían sus ojos, oían sus oídos y comprobaban los hechos. Y, a pesar de todo, ahora regresaban a su memoria: leones, cautos leones voraces y temidos, conscientes de su dignidad y su valor de reyes. El verano era un león antiguo, acechante y devastador. Ardiente y cauteloso, se apoderaba de la estepa. Animal viejo y temible, que levanta humaredas de las charcas abrasadas y hace brotar rojas amapolas, efímeras y bellas entre los trigos. Era el verano, el astuto verano que enardece la violencia agazapada en el corazón de los hombres, que despierta recuerdos de algún invierno hermoso, y al parecer dormido. Vengativo, temido y bello verano.

Lejanas aún, reverberaban frente a él las aguas del Brazo Gigante, y aquella luz distante, prendiéndose entre sus párpados, le desveló -o así se lo parecía- la razón más escondida que albergara su padre. Aquel deseo que, en ese instante, creía palpar con sus propias manos. Aquel deseo antiguo, clavado en la raíz de su estirpe, estaba ahí, frente a él, como eslabones de una frase inacabada, atravesando caminos y caminos de años y años hasta él. Sabía ahora que se hallaba a las puertas de algo que antes nadie había alcanzado. Un grito soterrado, quién sabe por qué o por quién amordazado, le empujaba a golpear y romper alguna corteza hasta desenterrar bajo sus talones lo codiciado desde tiempo y tiempo atrás. Y era como un grito, antiguo esplendor, que ni el anciano y sabio Hechicero ni su previsora madre le habían explicado. Pero él lo conocía, porque vivía dentro de él, acaso desde antes de nacer: una suerte de deslumbramiento, lúcido y secreto. Y le pareció que en aquel momento, bajo aquel sol rey, el león rey era testigo de una luz. Una luz aún más poderosa y brillante que toda la que irradiaba el verano, y aquella luz se alzaba desde la más humilde hierba a sus pies, y todo en su entorno parecía un innumerable despertar de criaturas antes nunca vistas, misteriosas, con lenguas y costumbres desconocidas, al frente de sus insospechadas tierras. Atrás quedaban las brumas de la infancia, los tiernos brotes de la primavera, los balidos de corderos recién nacidos. Y sobre todo, sobre su misma memoria, se supo el primer hombre del mundo. Acaso como aquel Adán del que le hablaran su madre y el Abad de los Abundios cuando era niño; cuando se preguntaba en su soledad cuáles eran su nombre y su rango. Ahora lo sabía. Pero ahí se detenía bruscamente su memoria.

Confuso, se repitió mentalmente que él era el portador de una antorcha -tal y como le había explicado su anciano Maestro que hacían los atletas de la Antigüedad-. Así mismo, él debía ahora pasar aquella antorcha a quienes le sucedieran o relevaran. «¿A quiénes?» No tenía gran conocimiento de sus hijos, no sabía siquiera cómo eran o qué aspecto tenían. Además existía otro mundo, muchísimo más vasto y poderoso, aquel que les había olvidado y, por otra parte, permitido crecer. «Tal vez -se dijo-, los hombres que habitan o gobiernan aquel mundo sufrieron idénticas dudas de las que ahora me asaltan.» Y volvió a preguntarse qué había en su vida que verdaderamente le perteneciera, que fuera auténticamente suyo. Acaso otros hombres antes que él -reyes o vagabundos- sintieron en ellos y en su entorno el peso de la ignorancia, la zozobra de tanto desconocimiento. La misma duda, el mismo terror: el Dragón, el milenario y perverso Dragón alzaba de nuevo la cabeza, y el inabarcable espacio donde habitaba un remoto anhelo se ofrecía a él. Se vio a sí mismo niño, reflejado en las aguas de un manantial o un lago. Y vio un hombre joven, de ojos centelleantes, fuerte y grande, que levantaba su mano derecha y esgrimía una espada contra algo o alguien. Aquella imagen se borró, y en su lugar reapareció el niño pequeño, muy pequeño, enfrentándose al Dragón que persistía en sus terrores infantiles, cuando la noche se abatía sobre sus sueños y él ni siquiera sabía que era el hijo del Rey. Serpenteaba como una lagartija a lo largo de tenebrosos corredores del Castillo de Olar, niño tenaz que huye o busca, o quizás obedece una oscura orden: la que le lleva hasta el lecho de un Rey moribundo, cuyo nombre es Padre. «Cuanto más pienso, menos entiendo», se dijo. Ahora, el verano parecía una promesa, o una trampa: él debía decidirlo. Un desafío que Gudú, Rey de Olar, no podía eludir.

La tarde se deslizaba suavemente a través de la estepa, en el vivac de los hombres. La tarde no agradaba a Gudú, prefería la mañana, la noche o el ocaso, porque la tarde era un tiempo indeciso, desazonante para él. Gudú se encerró en su tienda con orden de que nadie le importunara. Sólo pidió un espejo: uno de aquellos bruñidos metales a los que su madre era tan aficionada. Se contempló en él largamente, y en su brillante superficie únicamente vio reflejado el rostro de un hombre: ni Rey ni mendigo ni noble ni plebeyo. Un hombre, y nada más. Y nada menos. Entonces, se repitió una y otra vez, como para grabarlo bien en su mente, que la Reina Urdska también era una mujer, y sólo una mujer.

Con este pensamiento se acostó, como si así le fuera más fácil derribar las torres del miedo, atravesar los túneles de cuanto ignoraba, hollar los confines de cierto país -país o quimera- que tanto deseara. Antes de que el sueño le venciera, le asaltó una duda: tal vez lo verdaderamente desconocido no lo componían tierras, ni lenguas, ni costumbres, sino simplemente la naturaleza humana, hombres y mujeres que alentaban incluso en su más inmediata cercanía. «Pero no es misión mía entenderles, sino dominarles», fue su último pensamiento antes de dormirse.

Una mariposa blanca tembló sobre su sueño. Era una de esas frágiles, tímidas, casi impalpables criaturas que mueren al amanecer.

En los radiantes días que sucedieron a aquella noche, sus temores y dudas, mejor o peor aventados, crecieron. Gudú conocía bien -o así lo creía- la táctica esteparia: ataque en masa, nubes de flechas, gritos estridentes y amenazadores. Y apenas se producía el choque entre ambas fuerzas, los esteparios retrocedían, veloces, y se dispersaban. Se hacía casi imposible la persecución, cuando aparecían de nuevo, como brotando de la tierra, y atacaban una y otra, y otra vez, hasta vencer o desaparecer de nuevo como por arte de magia. Sabía esas cosas y las tenía como enseñanzas muy valiosas. Sin embargo, persistía en su mente una zozobra, una misteriosa voz que brotaba de su instinto y le advertía que precisamente ahora, cuando se hallaba al borde de conseguir cuanto sus antepasados habían intentado y no logrado, las lecciones y experiencias aprendidas no servían para mucho o para nada. Debía enfrentarse a algo diferente a cuanto conociera, oyera o aprendiera.

Una mañana, antes de reunirse con sus hombres, Gudú permaneció durante un tiempo en la soledad de su tienda y escuchó el despertar de la estepa, y creyó percibir el suave rastreo de animales solitarios, como él mismo, en el viento que desdibujaba la silueta de las dunas. Por entre los matorrales, algo alentaba: un rumor tan repetido como el golpear de una mano sobre la piel de un tambor. Y entonces le asaltó la certidumbre de algo que nunca hasta aquel momento se había atrevido a enfrentar: «Tú eres el hijo no deseado de un hombre que odió a su padre». Pero deseado o no, lo cierto es que también él era el primogénito de una raza legítima y el Rey de un país, y se sabía llegado hasta allí -contra todo pronóstico-, por alguna orden secreta y poderosa.

Temores y recelos y aun los más inquietantes presagios huyeron de su mente con los últimos coletazos de la madrugada. Y salió al nuevo día: el sol, el león se alzaba una vez más, fiero y glorioso. La estepa aparecía cubierta de un tapiz de hierba verde, dura, fresca y centelleante, capaz de arrancar sonidos bajo el viento de la mañana. Al amanecer, florecía entre los juncos y tomaba del rocío un color malva y rosado, húmedo y chispeante. Para él y para sus hombres, tras días de tanta sequedad, de tanta llanura yerma, se aparecía ahora la pradera como una sed repentinamente calmada, no sólo para los paladares sino para el alma misma. «¿El alma?» Ave desconocida y sin nombre. Mucho le hablaron en otro tiempo de aquella sustancia. No entendía bien de qué se trataba, pero, por si acaso, pensó, no había que desechar su existencia. De todos modos, relegaba estas cosas a un espacio vago, accesorio, de su memoria infantil. Ahora las apartó de su pensamiento para dejar paso a la vivísima imagen de un día ya lejano, cuando aún siendo niño su madre le llevaba de la mano, y le mostraba las flores y los pájaros que crecían y anidaban en su jardín privado. Le explicó minuciosamente las particularidades de cada flor y de cada planta, de los vuelos y costumbres de aquellas aves, de todo lo cual parecía gran conocedora. De improviso, casi con brusquedad, se detuvo, se agachó y arrodilló frente a él. Apoyó las manos en sus hombros y le miró a los ojos. Los ojos de su madre, grandes, oscuros, dueños de una luz interna y especial, que ninguna otra criatura poseía, eran ahora lo que recordaba más vivamente; aún más que sus palabras. Le decía: «He de revelarte algunas cosas, Gudú. Cosas que sólo el anciano Maestro conoce y que yo aprendí de sus labios: hubo un tiempo en la Antigüedad en que se enfrentaron los dioses y los hombres, la vida y la muerte, el poder y la esclavitud, la brutalidad y la inteligencia, la codicia y la sabiduría… y el amor a la vida. Hubo, hay y habrá todavía largas luchas, derrotas y victorias para conseguir el poder, el odio y el amor… Pero este último es un sentimiento nefasto, despreciable: tú nunca serás su presa, porque nadie, y menos un Rey, debe ser objeto y juguete de tan abominable sentimiento. Así que escúchame bien, hijo mío: tú eres el Rey, y nadie debe interponerse en tu camino. En el último instante de su vida, tu padre apoyó su mano en tu cabeza, y así fue como te elevó por encima de tus hermanos: no lo olvides nunca, tú eres el Rey de Olar, y nada ni nadie debe impedirlo». Y entonces, su madre le habló de Olar y del olvido, y de alguna confusa historia en la que le explicaba por qué en ese olvido precisamente residía su bien y su mal. Pero no entendió nada más. Ahora las confusas palabras de aquel día regresaban, y los ojos negros, relucientes, de su madre, volvían a su memoria como una suerte de mandato o quizás herencia. Sabía que algo le obligaba a rescatar Olar del olvido, a la vez que ampararse en él. Intuía que existían muchas más cosas que él debía conocer y, por alguna razón, le estaban vedadas. Sacudió la cabeza, como solía hacer cuando algún pensamiento le inquietaba. «Los recuerdos de la niñez suelen ser falaces, equívocos y turbadores… No tienen cabida en mi vida.»

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