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Poco después, fueron atacados por los miembros de una tribu. Y eran tan imprudentes -o tan grande era su miedo-, que hicieron prisioneros en gran cantidad, y su dispersa retirada fue cortada con más facilidad que en ocasiones anteriores. Fueron azotados, hasta confesar que la historia oída les causaba tan gran espanto, que preferían morir a manos de Gudú que enfrentarse a la Reina Urdska: puesto que un hombre de la estepa había osado revelar tales cosas, para ninguno de ellos habría ya piedad, fueran o no fueran responsables, por parte de la Reina.

Así estaban las cosas cuando, al día siguiente, una nube de polvo avisó a los soldados de Gudú del avance de caballería enemiga: pero ahora no venían en son de guerra, sino que, llegados tan cerca que podía distinguirse sus rostros, permanecieron quietos en apretada fila, las lanzas bajas. Hasta que, al fin, Gudú ordenó fueran enviados dos de sus hombres en son de paz y en demanda de noticias.

Regresaron a poco, portando la lanza del Gran jefe Largklai, de cuya empuñadura colgaba una espesa y negra cabellera trenzada. Según explicaron, perteneció a un temible adversario del interior llamado Rojklo, hermano menor de Urdska. Desde que le dieron muerte, la Reina había jurado destrozar a su asesino, y a partir de ese momento, el tal jefe y su tribu se veían condenados a vagar sin tregua de un lugar a otro, sin que les fuera posible permanecer un solo día en el mismo sitio. Así, vivían en continuo galope y desazón, comidos de odio y de terror. Por todo lo cual -dijeron-, habían decidido o morir peleando contra el Rey de Olar, o unirse a él contra Urdska.

– Lo último es más sensato -dijo Gudú-. Aunque antes deben someterse a algunas pruebas.

Se sometieron. Y tan duras fueron éstas, que, acaso, más de uno llegó a decirse si no hubiera resultado más pertinente caer en las garras de Urdska, o darse muerte con la propia espada, con tal de dar fin a su miserable existencia. Como primera medida -excepto su jefe Largklai, a quien Gudú trató con deferencia y alojó en una tienda-, fueron desarmados y encadenados. Tras conseguir que dijesen hasta la última palabra de cuanto sabían o sospechaban sobre la maldita historia de Urdska y su ciudad, fueron armados con lanzas de madera y entrenados de tal guisa por los soldados de Gudú -con Yahek y Rakjel al frente-, que buena parte de ellos quedaron prácticamente inservibles, y despreciados por los procedimientos habituales. El resto, en cambio, salió de aquellos lances bien entrenado: y tan feroces y valientes eran, tan desesperados estaban, y tan estrechamente vigilados -pues durante el tiempo en que no eran adiestrados, permanecían prisioneros-, que cuando al fin llegó el día de su partida hacia el Brazo Gigante, casi se sintieron felices.

Ya se anunciaba el verano, y cálido en verdad, cuando Gudú juzgó que tanto los hombres como la estación y el clima se hallaban en su buen punto.

El resto de las pequeñas tribus que por aquellos contornos merodeaban, hizo ostensible su ausencia, su silencio y su respeto. De forma que no tuvieron contratiempos dignos de reseñar.

En la guarnición quedó una parte de sus hombres; y con el grueso del ejército, Gudú emprendió la ascensión por la orilla del Gran Río. A su paso, tan sólo hallaron los poblados abandonados y aún humeantes: pues ni su oferta ni su presencia inspiraban mejores cosas a sus habitantes. Con íntima satisfacción y orgullo, llegado el decimotercer día de su expedición, vieron aparecer ante sus ojos un pequeño poblado, con restos de vida aún recientes. En lugar del acostumbrado silencio, hedor y soledad, tres muchachos de unos diez o doce años surgieron de las calcinadas ruinas. Se acercaron a ellos, los brazos alzados, pidiendo clemencia, y una vez fueron escuchados por Yahek y Rakjel, dieron cuenta al Rey de que aquellos muchachos, enterados y espoleados por su gloria y su fama, deseaban unirse a sus Cachorros.

– Los acepto -dijo Gudú-. Y espero que cunda el ejemplo entre sus compañeros.

Y así fue: pues en adelante, no sólo muchachos, sino algún joven guerrero solicitó unirse a su empresa. Y todos fueron aceptados y adiestrados como tenían por costumbre.

Siguiendo las explicaciones de Rakjel, Yahek, Largklai y los prisioneros, Gudú había trazado la ruta hacia el Brazo Gigante. Y se decía que ya era tiempo, según sus cálculos, de que este Gran Brazo fluvial apareciera a su vista. Pero nada lo hacía suponer así: avanzaban y avanzaban, y únicamente soledad, vacío y miseria iban hallando en su camino. Los días pasaron, y tras días y más días el verano estaba llegando a su más madura edad. Y no había rastro de cuanto esperaban. Los hombres empezaron a dar muestras de fatiga y desconfianza.

Y llegó hora en que el soberbio Jovelio retó en duelo a muerte a Rakjel, por considerar que eran víctimas de una traidora mentira. Antes de que esto ocurriera, Gudú logró apaciguarles, y tal firmeza y confianza había en sus palabras, y en su valiente e indomable actitud, y en su ciega certeza en el éxito de la aventura, que, al fin, la interrumpida marcha río arriba se reanudó.

Y al fin, cuando el propio Gudú temió secretamente que la duda empezara a apoderarse de él, el brillo del Brazo Gigante espejeó en el horizonte. Casi podía oírse en el aire de la mañana latir los corazones de todos los hombres: tanto el del Rey como el de los esteparios a él unidos. En aquel punto, Gudú mandó detenerse a las tropas, y armaron el campamento. Allí, trazaron y perfilaron los múltiples planes que durante todo el camino llevaban urdiendo. Reunió a los jefes en su tienda y extendió ante sus ojos los pequeños dibujos que tanta desconfianza como admiración solían despertar.

De esta forma, Gudú y sus Capitanes planearon la táctica y la distribución de sus hombres para llevar a cabo el primer paso: cruzar el Brazo Gigante a ambos lados de la isla, a distancia suficiente para no ser vistos desde ella. Y una vez al otro lado, se desplazarían de forma que la isla quedara en su parte posterior, rodeada por la estepa y, por el otro lado, el agua. Pero antes debían conocer qué había en aquel lado del río. Pues podían hallarse con otras tantas ciudades como con nutridas tribus guerreras, o con solitarias estepas, e incluso, con el fin de éstas; o con bosques, o quizá con el temido Gran Precipicio donde acababa el mundo, aquel del que se nutrían y del que surgían los malos Diablos, al mando de la más peligrosa y feroz Diablesa: la legendaria, misteriosa y terrorífica Reina Urdska.

Pero Gudú así lo había decidido. Y ninguno tuvo ánimos para contradecirle. Cualquier cosa era ya mejor para ellos que tan larga e incierta espera.

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