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PRIMERA PARTE

I. LOS MARGRAVES

Los hijos del Conde Olar heredaron la extraordinaria fuerza física, los ojos grises, el áspero cabello rojinegro y la humillante cortedad de piernas de su padre.

Sikrosio, el primogénito, tenía más rojo el pelo, también eran mayores su fuerza y corpulencia, su destreza con la espada y su osadía. Por contra, de entre todos ellos, resultó el peor jinete, precisamente por culpa de aquellas piernas cortas, gruesas y ligeramente zambas que algunos -bien que a su espalda- tildaban de patas. Si hubo algún incauto o malintencionado que se atrevió a insinuarlo en su presencia, no deseó, o no pudo, repetirlo jamás.

Desde temprana edad, Sikrosio dejó bien sentado que no se trataba de una criatura tímida, paciente, ni escrupulosa en el trato con sus semejantes. Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión. Pronunciaba estrictamente las palabras precisas para hacerse entender, y no solía escuchar, a no ser que se refiriesen a su persona o su caballo, lo que decían los otros. No detenía su pensamiento en cosa ajena a lances de guerra, escaramuzas o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales -no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes-. Era de natural alegre y ruidoso, y prodigaba con mucha más frecuencia la risa que la conversación. Sus carcajadas eran capaces de estremecer -según se decía- las entrañas de una roca, y aunque consideraba probable que un día u otro el diablo cargaría con su alma, tenía de ésta una idea tan vaga y sucinta -en lo profundo de su ser, desconfiaba de albergar semejante cosa- que poco o nada se preocupaba de ello. Amaba intensamente la vida -la suya, claro está- y procuraba sacarle todo el jugo y sustancia posibles. A su modo, lo conseguía.

Pero un día, Sikrosio conoció el terror. El terror nació de un recuerdo y culminaba en una profecía. El recuerdo le asaltaba inesperado, cada vez con más frecuencia, y llegó a amargar parte de su vida. La profecía -que vino mucho más tarde- la destruyó definitivamente.

Y todo esto comenzó una mañana, apenas amanecida la primavera, junto al río Oser.

Aquel invierno había cumplido diecinueve años. Sabía -pero jamás recordó cuándo, ni en qué circunstancias- que salió de caza, que estaba cansado y que se había tendido en la recién nacida hierba, muy cerca de la vertiente que descendía hacia el río. Aún había zonas de hielo y nieve sin derretir en las sombrías hendiduras, junto a la espesura que a la otra orilla del Oser iniciaba la selva.

Para todos los habitantes de la región, el origen del río era un misterio. El manantial de su nacimiento brotaba en la espesura norte, allí donde nadie se adentraba. Solamente su nombre -llegado a ellos no sabían cómo- les estremecía igual que la palabra de un libro prohibido o como la huida de algún reencuentro que nadie deseara y cuyo solo presentimiento les turbara.

De improviso, algo que no era brisa, ni pisada de hombre o animal, ni aleteo, ni, en fin, cuanto su oído de cazador conocía, agitó sutilmente la maleza. Sin razón alguna -su instinto se lo advertía-, un ave huyó, espantada. Y a poco la vio caer a su lado, como herida. Pero no había sangre, ni en sus plumas ni en el olor de la mañana. Era una muerte inexplicable, una especie de caída sobre sí misma, sin heridas, mostrando tan sólo las huellas de su pavor, arma invisible. Contempló su último palpitar en el suelo, la vio estremecerse, agonizar y, al fin, quedar inerte.

Sikrosio no avanzó ni un dedo hacia ella. Había caído un rayo de luz que atravesaba el resplandor de aquel sol apenas brotado, que aún parecía verterse en el cielo como un líquido. Entonces sintió que la tierra temblaba bajo su cuerpo, y era aquel un temblor levísimo. Para quien no conociera la áspera y delicada naturaleza como él la conocía, era un temblor casi impalpable, parecido a un sordo retumbar, aunque sin ruido: redoble de lejanos tambores, pero mudo.

Sikrosio notó cómo su cuerpo se inundaba de sudor, a pesar de que el calor no había llegado aún a aquellas tierras. Como vio hacer tantas veces a culebras y salamandras, reptó hasta allí donde la maleza y hojarasca eran más tupidas y apretó la jabalina contra su costado. Entonces, sobresaltado, oyó los cascos de su caballo -que hasta aquel momento pacía cerca de él- en una alocada huida. Su relincho atravesó el cielo, igual que una flecha de muerte, y Sikrosio olió la muerte, clara y físicamente: era un olor que conocía bien.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que sus párpados, súbitamente pesados, no se cerrasen. Normalmente, no le suponía ninguna molestia permanecer alerta y al acecho con todos sus sentidos, pero en aquel momento una gran pesadez, una penosa sensación de inutilidad se había apoderado de toda su persona; y sólo el asombro que esto le produjo pudo evitar que cayera totalmente en la zona oscura y densa que se abría lentamente ante él. Creyó oír los golpes de su corazón contra la tierra. «Pero ¿ante quién?, ¿ante qué? ¿Qué es lo que amenaza desde ahí…, del fondo del río?»

El miedo era algo totalmente nuevo y amargo para él. En otras ocasiones, si olfateaba alguna amenaza, su corazón volteaba casi gozoso por la proximidad de la lucha, de matar. Pero no era este bronco latido que le sacudía y que -se resistía a creerlo tanto se parecía al miedo. En los lances más osados de su vida no había tenido ni la más remota sospecha de morir, pero en aquel momento la muerte le rozaba a él, sólo a él. Y no era sólo miedo lo que sentía, sino algo peor: un húmedo sudor, un frío viscoso, como de saberse muerto.

Luego, llegó a sus oídos un sigiloso y rítmico golpear. Parecía uno solo, pero estaba hecho de otros muchos: uno en innumerables, como alas que batieran todas a la vez, con vibración y puntualidad de bien adiestrados timbales. Venía de allí abajo y chocaba contra el agua. En aquellos parajes apenas había alguna barca de las usadas por los pescadores que habitaban junto al lago. «Son remos. Remos que baten en el río. Vienen del Norte…»

En aquel momento su terror fue tan evidente como la lasitud de sus miembros y la tendencia de sus párpados a cerrarse. Paralizado, tendido e indefenso igual que una hoja caída del árbol, pensó: «Si se levantara la brisa, me arrastraría». Entonces, por primera y última vez en su vida, les vio. Y jamás pudo olvidarles.

Un gusto a sal inundó su paladar y lengua, y tuvo la clara visión de un mar gris y helado brotando a través de la niebla que rodeaba su conciencia. Incrustado en su más remota memoria, el mar gris y helado, sin orilla posible, se extendió y le invadió, taladrado por ensordecedores, cruelísimos gritos de gaviotas. Desde la última piel de su memoria, antes de que se borrara de ella, nuevamente lo reconoció.

Después, lentamente, del verdinegro mundo del río apareció la enorme y alta cabeza del dragón, tan pausada como una pesadilla. Iracunda, implacable, cubierta de escamas, sus ojos de oro fuego atravesaban los destellos del mismo sol. Visión bella y espantosa a la vez, fue avanzando y creciendo ante él. Salió de la maleza y alzó su cuello, como un grito.

Sikrosio tuvo fuerzas tan sólo para asirse con ambas manos a la hierba, clavar las uñas en la tierra arenosa de la vertiente y admitirlo como el dragón de sus más remotos sueños; el dragón que brillaba en los ojos grises de su padre, el que creyó atisbar, retorciéndose, al fondo de alguna jarra de cerveza. Era su viejo, odiado, amado, conocido, desconocido, deseado, temido, salvaje dragón, hundiéndole por vez primera en la conciencia pantanosa y abominable del terror. Luego, vinieron ellos.

Durante los primeros tiempos, después de aquel día, el recuerdo de aquella escena venía a Sikrosio sin motivo aparente, de la forma más inesperada, entre jarras de espumosa cerveza o en la más placentera compañía. Como caído de lo más alto, imagen misma de aquella ave tan misteriosamente alcanzada, el recuerdo venía a dar contra su corazón: y allí revivía y se alzaba, convertido en buitre. En tales ocasiones, Sikrosio terminaba en el suelo, zarandeado por un convulso temblor y tan pálido como si acabara de expulsar la última gota de sangre.

No era aconsejable permanecer a su lado cuando volvía en sí: siempre fue violento y desconsiderado, pero el terror le volvió de una brutalidad a ras del suelo, casi bestial. Su frente, no muy despejada por naturaleza, iba plegándose, cada vez más profundamente, en un surco que acabó confundiéndole cejas y cabello en una masa rojinegra -más roja que negra-. Los ojos se le redondearon, saltones, en una mirada fija y tan cruel que pocos la resistían sin perder el tino totalmente. Siempre fueron escasas sus palabras, y no pareció demasiado extraño que las sustituyera por gruñidos más o menos locuaces. Pero lo más raro, lo que atemorizó seriamente a quienes le rodeaban, fue la lenta, pero inexorable, desaparición de su risa.

Cuando el recuerdo le tumbaba entre convulsiones, rememoraba haber temblado de modo parecido sólo en cierta ocasión, cuando huía de quienes sañudamente querían matarle y vino a refugiarse en el interior de una caverna sólo por él conocida. Pero también parecía haberse refugiado allí todo el invierno; y si la caverna le libró de la muerte que allá afuera le buscaba, a punto estuvo de proporcionársela dentro, de puro frío. Sikrosio demostró entonces, una vez más, que por caminos naturales no era fácil abatirle.

Pero a la vez, el recuerdo traía consigo la maldita visión de sí mismo, cierta mañana de primavera junto al Oser, y le aniquilaba. Todo su ser volvía a sumergirse en aquella ceguera, en la absoluta incomprensión de cuanto le había acontecido, hasta el punto de convertirle, poco a poco, en el espectro de sí mismo, o de lo que en un tiempo creyó ser. Porque aquella mañana, y cuanto le aconteció en ella, le había desvelado la existencia de un elemento que residía en él, o en el mundo que hasta el momento tan rotundamente hollara, y cuya naturaleza no podía ni pudo jamás explicarse. «Es una historia extraña, extraña, extraña…», se repetía tozudamente. Cuando volvía en sí, el terror se fundía, desaparecía ante sí mismo, y sólo era un jirón de miedo, un mísero despojo en la arenosa tierra que descendía hacia el río.

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