El Príncipe Predilecto no aparecía por ninguna parte, y Gudú, acostumbrado desde niño a no prescindir de él para ninguna empresa, experimentó por primera vez en su vida un extraño sentimiento: la sensación de que había olvidado algo, un arma, una orden, una advertencia. Algo le faltaba, y si hubiera sido capaz de amar, tal vez en aquellos momentos habría llorado. Pero aunque no le amara, tener junto a sí al Hermano Protector -desde un día en que, siendo niño, le defendió de la burla y patadas de los criados- le había parecido tan natural como el día y la noche, como la sed y el agua, como su brazo derecho o el aire que respiraba. No sentía pesar, es cierto, pero sí una desazón e incomodidad tal, que anduvo inquieto durante muchos días: y en vano envió hombres por toda la comarca, sin resultado. Cuando, al fin, se le ocurrió enviar un emisario a las tierras del Sur, donde Predilecto tenía sus posesiones -aunque, sin él saberlo, despojadas por orden suya-, ya había desaparecido todo rastro de su hermano. El emisario regresó diciendo que sólo abandono, muerte y soledad reinaban allí, junto a las ortigas y la maleza. En muchas leguas a la redonda, aun habiendo recorrido alquería por alquería, sólo miseria e ignorancia halló entre sus escasos habitantes. Y sólo un pastor le dijo: «El Príncipe ha muerto». Y como nada más pudo conocer, regresó con el convencimiento de que allí no había puesto el Príncipe sus plantas.
Tan preocupado estaba el Rey en esta cuestión como en el adiestramiento de los que, orgullosamente, llamaba «sus cachorros», en la denominada Corte Negra. La elección de futura esposa se retrasaba en manos de su madre, a quien encargó de buscar no una, sino varias candidatas, y de origen lo menos brumoso y delicado posible.
La Reina, que aplazaba de día en día, y con gran desánimo, la reunión para la elección de posibles candidatas, se vio sorprendida por la visita de su hijo. Sin mucha ceremonia -más bien ninguna-, Gudú se hizo escuchar:
– Madre -dijo-, deseo que mi tío, el Príncipe Almíbar, reanude la Historia que quedó inacabada.
– ¿Qué Historia?
– La Historia de nuestro pueblo y nuestra estirpe. Ardid permaneció un instante pensativa. Luego dijo:
– Sí: el buen Margrave Olar hizo grandes cosas dignas de tener en cuenta; y también, por supuesto, vuestro padre -por la frente de Ardid galoparon innobles hechos, cruentos, dolorosos y amorosos hechos, que ahuyentó, como ahuyentaba los insectos en torno a su lámpara de estudiosa Reina-. Pero, sin duda alguna, vos mereceréis más adelante mejor capítulo. ¿No creéis oportuno esperar?…
– ¿Por qué? -se impacientó Gudú-. Debe constar mi vida del principio al fin, como la de Sikrosio, que, según veo, pasáis a la ligera…
– ¡Oh, Sikrosio! No fue un ser honorable.
– Honorable o no, existió. Y tal vez sin él mi padre no hubiera jamás soñado ni podido llegar a Rey. Así pues, madre, decid al Príncipe que reanude la Historia. -curiosamente, sólo nombraba con este título a Almíbar y Predilecto; si bien, para este último, como era meticuloso y prefería ahorrar confusiones, solía añadir la palabra hermano
– ¿Y por qué lo deseáis con tanta premura?
– La Historia es la única forma de sobrevivir en la memoria de las gentes, madre; la única forma de salvarse del olvido.
Un frío extraño, como sutil nevada, cayó de improviso sobre el corazón de Ardid. Miró a su hijo con inquietud; mas éste parecía abstraído en el vuelo de una importuna mariposa que le rondaba, con insolente vuelo.
– ¿Y por qué…, por qué, hijo mío -rara vez así le nombraba-, queréis perdurar en la memoria de las gentes?
Un ligero estremecimiento, precisamente allí, en aquel jardín tan hermoso, donde el sol brillaba y las mariposas osaban coquetear sobre la frente del futuro Rey de Olar, parecía regresar.
– Porque el ejemplo de un Rey es para otro Rey como un faro: le indica los peligros y arrecifes de la costa-repuso Gudú, que, por cierto, jamás había visto el mar.
Y, en tanto lo decía, abrió las dos manos, con ojos atentos hacia el vuelo de aquel verde insecto que le estaba importunando.
– Es una buena razón -dijo Ardid, mientras sentía un cierto alivio. En aquel momento, creyó ver pasar por la frente de Gudú un silencioso e innumerable cortejo de jinetes: reyes destronados, reyes triunfantes, tristes reyes y reyes anónimos y olvidados; y todos venían e iban hacia el mismo país de la ignorancia y de la duda.
Gudú cerró las dos manos y atrapó el insecto. Estuvo contemplando sus manos unidas, y Ardid creyó escuchar, muy dentro de sus oídos, el aleteo indefenso de aquella aturdida y osada mariposa.
Pero, de súbito, Gudú abrió las manos y la dejó huir. La sorpresa que este hecho insólito -insólito en su hijo, claro está produjo a Ardid, fue causa de que de nuevo el recelo, el temor y una vaga desazón regresaran a ella. Escudriñó los ojos de su hijo, y de nuevo la tranquilidad llegó a su ánimo. En los ojos grises de Gudú no había ni la más remota sombra de piedad, o algo que se le pareciese.
Gudú había manifestado -y así lo hizo llegar a la Corte y Asamblea- que no veía razón para denominar Olar al Reino, si Olar era la ciudad capital y Olar el Castillo y Corte. De forma que, para evitar confusiones, junto a las nuevas leyes de sucesión por él dictadas, ordenó que todas sus tierras y las que aún podría añadir a su país, llamaríanse Reino de Gudú -aunque popularmente seguiría siendo el Reino de Olar-. La Asamblea, que desde la autocoronación del Rey habíase replegado lentamente a la misma oscuridad en que la mantuvo el Rey Volodioso, nada tuvo que objetar, excepto estampar su firma -o signo que así pareciera- en el pergamino de la conformidad. Y como, por otra parte, y a gran diferencia de Volodioso, Gudú no regateaba su esplendidez con ellos, y a sus hijos les nombraba rápidamente capitanes, si estimaba eran dignos de ello, y como aquella tierra daba hombres, si no en exceso inteligentes, sí arrojados hasta rayar la ferocidad, Gudú descubrió que para ello sólo precisaban un jefe en quien confiar tanta gloria. Así mismo, prodigábales posesiones, mando y riqueza, de modo que la Asamblea tenía sobrados motivos -aparte del supersticioso temor que los ojos del Rey les inspirara- para admitir y sellar con su asentimiento cuanto éste tuviera a bien disponer.
Los únicos cuya opinión no se consultaba eran, como de costumbre, las gentes que no poseían bien alguno. Llevaban siglos en el olvido, y aunque de tarde en tarde brotaba la rebeldía, tal era su ignorancia y pobreza, que acababan descuartizados y expuestas sus piltrafas, de forma que, para escarmiento de su rebeldía, se mantuviera grabado en todas las molleras por mucho tiempo.
La reconstrucción del viejo Castillo Negro quedó terminada cuando el invierno ya tocaba a su fin. Y si bien no provocó la admiración de los espíritus delicados y soñadores, aunque sí perturbó la sensibilidad de Almíbar por la inarmónica distribución de sus volúmenes y contornos, lo cierto es que Gudú se halló altamente satisfecho de los resultados. Las dependencias interiores, utilizadas para vivienda de sus gentes, como la suya propia, no revestían lujo ni comodidad alguna. No había más que pieles negras -robadas a las Hordas- con que cubrirse, paja y hojarasca para dormir, y los más imprescindibles enseres de uso. Pero sus rebaños estaban bien guardados, y mandó buscar dos pastores en los contornos para que cuidasen de ellos. Y aquellos hombres, montaraces y que apenas sabían hablar, y que los campesinos tenían como medio brujos -pues se les atribuían tratos con el Diablo y relaciones sexuales con cabras-, se sintieron satisfechos de asegurar el comer y beber, como jamás lo fueron antes. Su feroz temperamento se aficionó al manejo de las armas, tal y como contemplaban hacer a menudo a los que habitaban aquel Castillo. A su vez, tornáronse pastores-soldados, y sus exhibiciones a imitación de lo que veían a los soldados y a los cachorros divertían sobremanera a Gudú: y con ellos reía como jamás le había visto reír nadie: esto es, con auténtico regocijo.
El mayor de aquellos pastores-soldados se llamaba Atre, y era hombre ya entrado en años, y tuerto por añadidura, pero tan vigoroso como sólo se recordaba al Rey Volodioso y, en el presente, al propio Gudú. El mismo Yahek habíale retado en ocasiones a luchar sin armas, y salió vencido; por lo que, desde entonces, admiró secretamente a Atre. Y éste, por contra, sintió un tierno afecto por él. De suerte que un día le dijo: «Vamos a hermanarnos, viejo lobo». «¿Cómo es ello?», preguntó Yahek, que era simple y curioso como un campesino. Y Atre contestó: «Raja tu brazo hasta que te sangre, y yo haré lo mismo, de forma que así unamos nuestras sangres: y hermanos seremos». «Bueno -dijo Yahek-, no me importará, aunque hiedas a estiércol, ya que has podido vencerme. Pero ten por seguro que mi espada no reconoce hermanos, y con la espada te vencería en dos vueltas de hoja.» Así lo hicieron. Y después de celebrarlo con abundante vino, Atre dijo a Yahek: «Ahora, Hermano Lobo, enséñame a manejar la espada como tú». «Ni lo sueñes -dijo Yahek-. Pues no dormiría tranquilo en lo que resta de vida.»
Por otro lado, el segundo de los pastores -que unas veces decía ser hijo de Atre y de una extraña criatura mitad cabra y mitad mujer, y otras decía haber sido engendrado por el propio Diablo en vientre de mujer- contaba, al parecer, unos veinte años. Era alto y fornido -aunque menos que Atre-, y tan estúpido que mantenía constantemente la boca abierta, por lo que a menudo sufría las bromas de los soldados y cachorros, que se la llenaban de piedras, atinando de lejos y como blanco de su puntería. Pero él -llamado Oci- se prestaba muy agradablemente a tales demostraciones, pues tenía tan fuertes los dientes, encías, lengua y paladar, que era capaz de detenerlas hasta llenar su boca a rebosar, y luego escupirlas con tal fuerza que en más de una ocasión llegó, con ellas, a atravesar la cabeza de alguna estúpida y curiosa gallina de las que pululaban a sus anchas por dependencias y recintos de todo el Castillo. Y más de una anidó en algún rincón de la oscura escalera, de suerte que los soldados solían buscar los huevos allí y beberlos crudos, pues, por su origen campesino, tenían esto como sustancia en verdad de gran fuerza y vigor para sus músculos y cuerpos.