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Todas las criaturas lacustres, fluviales y marítimas abandonaron sus palacios de nácar, o de musgo, o de hielo, y acudieron a ver cómo las naves de Predilecto y Tontina afluían a una misma vena marítima. Y así, con solemnidad suboceánica, chocaron y se partieron en miles de diminutas y relucientes astillas: saltó la quilla, la vela y el mástil; rodaron al fondo del mar los escudos pintados, las copas de oro, las piezas de ajedrez, los collares y los emblemas. Sus cuerpos se desprendieron y flotaron, y vinieron a chocar uno con otro, igual que las proas de sus naves. Y alzaron éstas la cabeza, y los dragones de oro tuvieron una última mirada mineral antes de hundirse en el cieno y retornar a lo que fueran: huellas, espectros de naves y de reyes, de batallas y de muerte sinnúmero.

Pero no así Tontina y Predilecto: pues en el espeso lamento del mar, se agitaron cada una de las dos mitades de una sola piedra, horadada y azul; y así, como se cierran las dos hojas de la concha, se ajustaron una sobre otra, tan herméticas como el nácar de las perlas, sobre aquel orificio único, por donde el mundo, acaso, pudiera atisbarse, un día, hermoso. Y cada una de las dos mitades iba indestructiblemente atada al cuello de ambos muchachos.

Y arrastrados por aquella piedra, Tontina y Predilecto ascendieron en el agua y se alejaron, los cuerpos enlazados por una misma cadena y una sola piedra azul, pulida y horadada por las Raíces del Agua, unidas ya sus dos mitades.

– ¿Adónde van? -dijo débilmente Ondina, mirando cómo se alejaban en el agua.

– Más allá de las regiones de Nunca y Siempre, donde residen los ecos y las huellas de la Luz, y los reflejos engañosos del mundo -dijo su abuela-. No puedo hacer otra cosa.

– Abuela, te lo ruego, arráncame esta raíz -dijo Ondina. Y su voz sonaba tan desfallecida y tan honda como el agua que despierta eco en las grutas submarinas-. Arráncamela: no puedo vivir con tanto dolor.

– No puedo -dijo ella-. No puedo.

Pero tanto y tanto suplicaba Ondina, y tal era el dolor de sus ojos y de su voz, que al fin la Dama dijo:

– Por ti voy a romper una muy arraigada tradición; pero no sé si lograré conseguirlo. Es sabido que a los que se dejan contaminar, nadie debe ayudarles. Sin embargo, eres mi nieta, y esto no puedo olvidarlo por más que lo desee. Y tampoco puedo olvidar que, después de todo, amaste a un ser humano que, en verdad, hubiera merecido ser fluvial.

Y así, le ordenó dormir, y colocó sobre sus ojos dos perlas negras. Cuando ella dormía, de entre sus propios cabellos extrajo la larga aguja de oro con que marcaba la ruta de las Raíces del Agua. La clavó en el pecho de Ondina y, con todas sus fuerzas, intentó arrancarle la raíz, que ya era tan crecida como nacimiento de coral, y tan dura como éste. Por más que la Dama se esforzaba y hundía su aguja en él una y mil veces, al fin desistió. Y con gran melancolía contempló a su nieta dormida, y dijo:

– La raíz ha arraigado demasiado. Nadie podrá arrancártela. Pero se me ocurre que, si en vez de ella, te arranco la memoria, olvidarás el objeto del nefasto amor y, por tanto, tu dolor se mitigará.

Así lo hizo, y la memoria se desprendió tan fácilmente como la bruma se desprende del techo del agua. Y con ella se perdió. Ondina abrió los ojos y miró a su abuela. Pero la sonrisa fija y quieta que antaño tanto la distinguía, había desaparecido. -Flota -dijo la Dama-. Aléjate, aléjate, Ondina querida, que tu dolor es un dolor olvidado.

Ondina obedeció, blandamente, y se alejó en el agua. Ya no recordaba a Predilecto, pero la melancolía anidaba en sus ojos y en sus labios.

– ¿Ya no recuerda al Príncipe? -indagó un curioso pececillo rojo que la Dama guardaba junto a ella (como algunas mujeres guardan pájaros o flores).

– No lo recuerda -dijo la Dama-, y por tanto, su amor tampoco la hiere como antes. Pero ahí está aún la raíz: y desde hoy, Ondina flotará por todas las orillas del agua, convertida en la tristeza.

– ¿Y qué ocurrirá?

– Nada nuevo -dijo la Dama-. A veces se adentrará con la bruma hasta las moradas de los hombres, penetrará con la sal en su lengua y sus palabras, invadirá con su aroma mentes y corazones. Pero esta enfermedad es tan común ahí arriba -y señaló el techo del Lago- como el odio, la venganza o la ambición, o como el amor mismo.

Y así, los ojos de la Dama se oscurecieron, porque sabía que su nieta vagaría sin fin por las costas, las resacas del vino y las orillas de las tempestades, sin descanso. «Estas cosas -se dijo-, ¿a quién importan? No a los humanos, por supuesto.» Y regresó a las Raíces del Agua con su aguja de oro, que había quedado teñida -desde aquel día y para siempre- por una sangre fina, delicada, casi transparente.

Desde entonces, a veces, llega hasta el corazón de los humanos un sentimiento extraño: recuerdo, melancolía o deseo. Es Ondina, aunque ellos no lo saben, que ronda sin descanso por playas y litorales.

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