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Entonces, oyó una voz que le llamaba y, sorprendido, se volvió. Vio una joven muy linda, de cabellos negros y ojos tan profundos que recordaban el tono de las violetas silvestres.

– Príncipe Predilecto -le dijo-, he venido a servirte y a amarte: tenme a tu lado y déjame acompañarte.

– Márchate -dijo Predilecto, perplejo y molesto ante tantas mujeres que, sin pretenderlo, se le ofrecían-. Mucho siento decírtelo, pero nada más que la soledad me es grata. Márchate, te lo ruego, y déjame morir.

– No, no debes morir -dijo la muchacha, acercándose a él y tomándole de la mano-. Tú eres el más hermoso, el más joven y el más valiente Príncipe: y yo te amo.

– No digas eso -dijo Predilecto, bruscamente, desasiéndose de su mano. Y se alejó presuroso, con tal dolor y furia en la mirada como jamás Ondina había podido imaginar en él.

Pero ella le siguió y siguió, por las vacías estancias del Castillo; y por más que él la rechazaba, e incluso en una ocasión desenvainó su espada, amenazándola con matarla si no dejaba de importunarle, ella insistía con tal dolor y tantas lágrimas, que, al fin, Predilecto se compadeció. Dejó caer su mano con la espada, y le dijo:

– Si es verdad que me amas, entenderás mejor que nadie que también yo he amado y amo de tal forma, que sólo el objeto de este amor podría calmar mi sed, mi hambre y mi dolor. Así pues, te lo ruego: márchate. Pues mientras tenga vida, y aún después, sólo a ella amaré, y nada en el mundo podrá separarme de su memoria.

Al oír estas palabras, Ondina lanzó tal grito, que el mar se estremeció, y las olas que se estrellaban en el acantilado tornáronse rojas como el vino. Después, recuperando su aspecto fluvial, se hundió en las aguas. Pero Predilecto ya ni siquiera la veía.

En lo profundo del mar, dejándose zarandear de uno a otro lado, Ondina lloraba, entre algas y caracolas, rodeada por el rumor de las corrientes que conducían hasta allí donde moraba su abuela. Pero estas corrientes la atemorizaban, y regresaba, una y otra vez, a la arena, tal y como veía hacer al mismo mar.

– ¿Por qué no puedo apartarme de la tierra? -se preguntaba. «Porque amas», parecía decirle el mar; y lo repetía y repetía, pero nunca terminaba de decir algo que ella anhelaba saber. Hasta que, al fin, una pronta inspiración llegó a su mente: «Tomaré -se dijo- la figura de aquella a quien él ama, de suerte que pueda llevarlo conmigo». «¡Cuidado! -gritó el mar entonces. Y se levantó de tal forma que parecía unirse con el viento celeste-. ¡Cuidado, Ondina! No debes tomar jamás una figura que antes existió.» «Sólo así lograré atraerle», sollozó Ondina. «¡No lo hagas, no lo hagas!…», repitió el mar. Y lo repitieron el eco de las caracolas y las olas que, lentamente, regresaban de la arena.

Pero ella no les escuchó. Así que, tomando el aspecto externo de la que fue Tontina, avanzó hacia el Castillo.

Halló a Predilecto dormido junto al fuego. Pero al besarle en los labios, tuvo conciencia del error que había cometido. Pues aunque le besaba, no sentía bajo los suyos los labios de él. Y aunque le tocaba, no sentía el tacto de su cuerpo. Desesperada, le gritó que despertara, que la viera; pero él, tampoco la oía. Y sólo cuando el sol entró hasta rozar su frente y, voluntariamente, abrió los párpados, la vio. Sus ojos se iluminaron. Extendiendo las manos hacia ella, quiso abrazarla. Pero no lograba sentirla entre sus brazos, como ella tampoco los sentía entre los suyos.

– ¿Por qué haces esto, Tontina? -dijo Predilecto, con tal tristeza que Ondina, a su vez, lloró sin consuelo.

– No llores -dijo él-. No llores: allí donde vayas, yo iré también.

Y Ondina echó a correr hacia el mar, y tras ella Predilecto, de suerte que, cuando ella se hundió en las olas, junto a ella se hundió el Príncipe Predilecto, y junto a la muchacha con aspecto de Tontina se ahogó.

Pero Ondina se desprendió de su cuerpo y, flotando, llegó a la playa. Quedó enredada allí, como una extraña alga, hermosa y quieta. Entonces, tomó entre sus brazos el cuerpo de Predilecto y con gran amor lo estrechó contra ella: pero ya era como los muchachos del fondo de su jardín.

«¿Qué has hecho? -se horrorizó el mar-. ¿Qué has hecho? Has matado al Príncipe.»

Ella lo arrastró, corriente arriba, por el túnel submarino que conducía hasta su viejo jardín, en lo más hondo del Lago. Y allí, lo adornó con perlas y maraubinas, pero por más que le besaba y acariciaba, él no respondía ni a sus besos ni a sus caricias. De suerte que, al fin, le invadió tan profundo y oscuro desaliento y tan irremisible era su dolor, que se dejó llevar, sin freno ni voluntad, hacia las corrientes que conducían a la morada de su abuela.

La Dama del Lago la esperaba, y había tal cólera en sus ojos como jamás el agua había reflejado.

– Eres la más estúpida entre las estúpidas -dijo. Pero como Ondina nada respondía y sólo lloraba, de forma que sus lágrimas venían a unirse a las Raíces del Agua, su ira se aplacó y quedó pensativa. Se inclinó sobre ella y escudriñó atentamente sus ojos:

– Si pudiera remediar algo de todo el mal que hiciste -dijo-, tal vez tu ignominiosa contaminación no sería tan irremediable. Y así, condujo los débiles hilos de plata verde y los trenzados surtidores de oro y, levantando sus largos brazos hacia el lugar donde se hallaba la Gruta del Manantial, lanzó hacia allí la gran vía fluvial. De forma que ésta trepó hasta la Gruta, empujó con fuerza la corriente e inundó el recinto, desprendió a Tontina de su lecho de hojas, y la sumergió.

«Retorna a los tuyos, de donde jamás viles aficionados debieron robarte: estúpidas criaturas ensoberbecidas y ambiciosas, asesinos de leyendas no nacidas, hurones de la salvaje inocencia. Vuelve a tus padres, a tus hermanos, de donde jamás debieron anticipar tu pobre y triste vida. Tontina, Tontina: cuando algún día nazcas -si naces-, ya se habrán marchitado todas estas cosas, y sólo los de limpio corazón sabrán recuperar tu imagen; algún día se sabrá quién fue tu abuela, y tu madre, y tú misma. Y así, podrán hablar al mar, y la resina llameará de nuevo… si aún queda un niño que desee haberte conocido. Tontina, Tontina: ¿cómo te dejaste nacer? El mundo no es hermoso; nunca habrá un mundo hermoso: desapareció el día que el mar se heló para siempre en tus islas. Tontina, Tontina: nadie sabe si algún día regresarás, pero, en tanto, navega, no te detengas jamás: porque sólo así podrás salvar algo de lo que para ti pudo ser, un día, la vida.»

La Dama proclamó la Muerte Más Hermosa, y llegaron por los submarinos caminos los sirvientes-guerreros, con sus largas trenzas de oro, sus ojos aguamarina y sus rodelas de ámbar. Eran los proveedores de resina, que en las turbas danesas mantenían la llama de unos relatos y cuentos, en la sustancia de sus hermanas, las Sagas. Y les dijo:

– Horadad el hielo, gentiles proveedores de resina: vuestra Princesa irá abriendo camino hacia la Pradera de la Gaviota, pues sólo así arribará el día en que hubiera debido nacer.

Los guerreros silenciosos trazaron en el fondo del Lago largas inscripciones con el filo de sus lanzas. Luego remontaron hasta el manantial y desprendieron a Tontina de su lecho de recuerdos, que ya empezaban a empalidecer: pues aquel que los regaba ya no vivía. Pero aún estaba allí su perfume: y los proveedores de resina siguieron su estela.

Colocaron a Tontina como mejor sabían -ya que aún no habían inventado la urna de cristal de su abuela, aún no nacida-. Así, en el fondo de una nave esbelta y blanca, como talada en hueso, dejaron a la niña sobre el oro de su cabello, que el mar levantaba y volvía azul o esmeralda, e incluso, a trechos, del hondo violeta de las noches. Y el mar, que era con ellos tan respetuoso como noble, abrió su ruta hacia la Pradera Infinita, y cien mil gaviotas gritaron en todas las playas del mundo -del mundo que ellos recorrían a gritos y lanzazos, a impulsos de amor y de sangre, entre destellos de hierro y copas de cristal azul-, de suerte que hubo un gran pasmo en la tierra y en el mar, para todas sus criaturas -excepto, por supuesto, las humanas.

Y los guerreros blancos, que sabían dónde ardía el fuego, remaron sin demora, aunque lentamente -tan lentamente que sólo los cien mil siglos de la Dama podrían apreciarlo-, y se sumergieron en la ruta que llevaba al fondo del Lago.

Y como sabían distinguir un Gran Príncipe de un ruin monarca, encallaron entre las flores minerales del jardín de los Muchachos Ahogados; y entre tantos, sólo uno tenía sobre el corazón una piedra horadada, de color azul. De suerte que, desprendiéndolo de algas y ansiosas flores, lo llevaron sobre su escudo, y en el fondo de una nave lo dejaron.

La nave encendía el mar a su paso, y su alta vela se hinchó entre el vaivén de las mil rutas fluviales: y era grande, listada de blanco y verde. Y así, los guerreros blancos desenvainaron la espada de Predilecto y la dejaron a su lado izquierdo, para que a mano la hallara. Y pusiéronle también el juego de ajedrez con que se entretenía de niño, en el Sur, alineadas las fichas de hueso blanco y negro, porque aún tendría que comenzar una batalla, en algún lado, en alguna misteriosa lid que nunca emprendió antes.

Entonces, la Dama, que lo observaba todo en el pocillo formado entre sus manos, dijo: «Oíd, criaturas del agua: va a comenzar el Gran Viaje. Prestad atención, pues raramente podemos presenciar tan preciosa y difícil huida».

El océano hinchó, a salvajes y doloridos lamentos, las velas listadas en blanco y oro, y blanco y verde; y zarparon las naves, al fin: allí estaban su tablero de damas, sus copas de vidrio azul y la cinta que, a veces, Tontina se enrollaba al índice, cuando quedaba pensativa.

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