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Las mujeres, instaladas en dependencias aparte y separadas por una empalizada de madera, tenían permiso para salir y entrar a su antojo, ya que tan contentas se hallaban con sus hombres, bien alimentadas, y cuidando de sus muchachos hasta los seis años, en que ingresaban en los Cachorros y se adiestraban a las órdenes de Yahek y Randal. Cocinaban y aseaban -según su entender, que era más bien parco- las habitaciones del Rey y las suyas propias.

A veces, la Bruja de las Estepas merodeaba por las dependencias de las mujeres. Pero prefería los bosques, y halló un tronco hueco donde cabían enteramente tanto ella como sus cuencos de barro, así como su yacija de hojas y paja. De esta forma, tenía siempre al alcance de su vista a Yahek, para que no pudiera mitigarse su odio. Las mujeres solían llamarla para dormir a sus hijos, pues la anciana sabía contar historias acompañadas de canciones que, al oírlas, todos los niños, por rebeldes que fueran, cerraban los ojos, como si sus párpados se llenaran de fina arena. Solamente permanecía alejada de una mujer, a cuyo hijo jamás quiso dormir, ni tan sólo mirar: y ésta era Indra, y el niño de ésta y Yahek se llamaba Krhin.

Gudú mandó instalar un gran taller de herrería y armas, y para ello envió a sus hombres en busca de los diez mejores maestros en tales oficios. Unos vinieron de grado, otros con resignación, y dos con cadenas, pues el Rey solía ser expeditivo en sus decisiones y poco amigo de discutirlas con nadie -y menos con los propios interesados-. Pero, de grado o por fuerza, aquellos hombres allí quedaron, y de sus fraguas y talleres salían las mejores armas y las más templadas hojas del Reino.

Así, llegó el deshielo. El río creció, las orillas verdearon entre la última escarcha, y se cubrieron los ribazos de campanillas azules y redondas flores amarillas como diminutos soles. Las muchachas más jóvenes de los contornos bajaron a las orillas del río, y los hombres las miraban desde las almenas de la muralla del Castillo Negro. El mismo Rey, un día, atinó a pasar a caballo junto al bosque, y cerca del río vio a dos campesinas jóvenes, que se lavaban y acicalaban junto al agua. «Hace tiempo -pensó- que aquellas hermosuras que me rodeaban, ahora escasean, si no es que han desaparecido…» Dicho lo cual, se aproximó a ellas cuan suavemente pudo. Al oír los cascos de un caballo, ambas se adentraron en el agua, despavoridas, y trepando a una especie de islote que de él emergía, estrechamente abrazadas, le miraron temblorosas.

– No tenéis de qué asustaros -dijo el Rey, descabalgando-. No voy a mataros ni haceros nada que no os agrade sobremanera.

Entró en el agua, y con ella hasta las rodillas tendió su mano a la que le pareció más linda y joven: una muchacha de unos catorce años, de pelo rubio oscuro. Iba muy pobremente vestida, y, al mirarla de cerca, Gudú juzgó que estaba demasiado flaca y probablemente hambrienta. Pero, con la experiencia que iba acumulando en éstas como en tantas otras cosas, pensó que mejor ataviada y alimentada, en nada tendría que envidiar a las más hermosas que él había tenido el agrado de conocer.

– Ven conmigo -dijo el Rey-. Te juro que nadie te hará daño: antes bien, te daré de comer cuanto quieras, y un vestido mil veces mejor que el que llevas puesto.

– Os lo ruego, Caballero -dijo la mayor-. No os llevéis a mi hermana pequeña, pues mi madre moriría de pesar.

– Pues no recibirá ningún pesar, si tu hermana conmigo viene -dijo Gudú, un tanto impaciente. Excepto el desagradable episodio de Tontina, no solía resistírsele muchacha alguna-. Tu madre recibirá dobles raciones de víveres, y la libraré de impuestos durante unos años… ¿A quién pertenecéis?

– Al Barón Rucindo -dijo la mayor-. Y sabed que es Señor de mal talante.

Al oír esto, Gudú rió con fuerza y, asiendo a la muchacha, la arrastró tras sí hasta la orilla, en tanto decía:

– Decid al Barón que el Rey Gudú ha tomado para sí una de sus vasallas; y tened por seguro que no tendrá objeción que hacerme.

Al oír tal nombre, las muchachas palidecieron. Y la hermana mayor salió del río con rapidez, y desapareció campo traviesa, en menos tiempo del que había necesitado para llegar al río.

En tanto, la menor temblaba de tal forma y con tal espanto le miraba, que Gudú se sintió molesto. Golpeándole ligeramente con el pie, dijo:

– No me mires como un conejo a un jabalí, estúpida, y sígueme. Ten por seguro que no vas a arrepentirte.

La montó a la grupa de su caballo y con ella regresó a la Corte Negra. Llamó entonces a un viejo soldado llamado Relisio, que, por faltarle la media mejilla que le arrebató un guerrero de las Hordas -en tiempos aún de Volodioso-, era muy respetado, tanto por los hombres del Castillo como por el propio Rey; de aquí que, dada su edad y conocimiento, habíale nombrado su intendente.

– Relisio, envía a este pájaro asustado a las dependencias de las mujeres. Decid a Indra que le dé un vestido limpio, que la ordene bañarse y peinarse, y que le dé de comer cuanto desee. Y si dentro de una semana ofrece un aspecto más lozano, me la envíe.

Pues Indra como mujer más refinada y entendida que las otras mujeres, tenía para estas cosas mayor tino y gusto.

– Así lo haré, Señor -dijo Relisio.

Al cabo de unos días, la muchacha fue enviada a Gudú. -Unas cuantas raciones suplementarias y unos metros de tela pueden hacer tantos milagros en los soldados como en las muchachas -dijo Gudú, satisfecho. Pues la muchacha, aseada, peinados en suaves trenzas sus cabellos dorados, con la piel más clara y lustrosa y los ojos brillantes, ofrecía un aspecto inmejorable. Incluso sonrió cuando, al preguntarle su nombre, con una torpe reverencia, enseñada por Indra, dijo:

– Arandisca, Señor.

– Feo es el nombre -dijo Gudú-. Bueno, te llamaré Lontananza, como otra muchacha tan bonita como tú, de quien guardo buen recuerdo. Espero que sepas cumplir tu cometido igual que ella.

Dicho lo cual, mandó instalarla en su cámara, y desde aquel día le acompañó.

La muchacha embellecía día tras día, y el Rey dijo:

– Dentro de un mes, a lo sumo, desaparecerán los callos de tus manos y pies: de suerte que ningún detalle te faltará.

– Gracias, Señor -dijo la nueva Lontananza-. Pero quisiera saber algo de mi madre y hermana, a quienes prometisteis ayudar si yo os obedecía.

– ¿Eso dije? Bien, en todo caso, me parece justo. Dime dónde habitan, y allí enviaré a mi gente a cumplir mi promesa.

– Oh, Señor -dijo Lontananza, con voz titubeante-, en verdad que somos la familia de uno de aquellos herreros que aquí trajisteis. Y desde entonces, mi madre y hermana rondan este lugar con la esperanza de verme, aunque ya les envié recado y algún alimento a través de las mujeres.

– Pues bien -dijo el Rey-, hazles saber que no deben ocultarse, y es más, si tu madre puede llevar esta vida, le permito reunirse con tu padre. En cuanto a tu hermana, también puede ingresar en las dependencias de las mujeres, y no dudo que hallará pronto algún árbol en que ahorcarse a gusto.

– ¿Qué queréis decir, Señor?

– No lo tomes a pies juntillas -dijo Gudú-. Me refiero a que hallará buena acogida entre los soldados, y aun podrá elegir entre los más generosos, pues andamos escasos de criaturas tan jóvenes y agradables como vosotras. Habrás observado que la mayoría de las mujeres son madres, y no demasiado tiernas. Y si bien a falta de pan buenas son tortas, no vendría mal reforzar esas dependencias con nuevos elementos de mejor calidad.

– Así se lo diré, Señor -dijo Lontananza. Y besó con veneración la mano de aquel que, en épocas aún no muy lejanas, odiaba y tildaba de bestia entre las bestias.

Con esto, la noticia cundió por los alrededores. Y si bien algunas madres guardaron a sus hijas con temor, otras, por contra, simulando ir en busca de hierbas junto al río, acercábanlas a las proximidades de la Muralla Negra. Y otras jovencitas, por propia voluntad, hasta allí se llegaron: de suerte que, a medida que el buen tiempo avanzaba, y las hierbas y plantas, y todas las flores del campo, asomaban sus cabezas en el bosque y las colinas, y descendían en tapices azules, rojos y violetas, blancos y dorados, hasta el río, así las muchachas en edad y hechuras diferentes fueron acercándose y aun entrando, y aun permaneciendo allí con buen ánimo. Dispuestas a no abandonarlo, mientras tuvieran ocasión de ello.

Así, Lontananza fue acompañada por otra muchacha, llamada Iliona, y, algún tiempo más tarde, por otra, de nombre Cinzia. Y las tres fueron instaladas en la cámara del Rey, y aunque disputaban a menudo y reñían por cualquier cosa, lo cierto es que buen cuidado tenían de que estas cosas no llegaran al Rey; pues, en el fondo, sentíanse a gusto las tres juntas -ya que la sola compañía del Rey no era, en suma, en extremo amena, salvo en los momentos de amor-. Y ficticiamente, sentíanse como princesas -cosa que nunca habían soñado antes-, contábanse cuentos y tejían juntas bellas telas, y aunque de tarde en tarde las soliviantaba algún mal aire que encendía celos o mal humor, y se pinchaban los dedos con las agujas de tejer, o se tiraban de las trenzas, lo cierto es que no se sentían dispuestas a cambiar su puesto por el de antaño, ni a privarse de su mutua compañía. Y como entre los soldados también cundió la posibilidad de llegar a entablar amistad con las recién llegadas, verdad es que no sólo el bienestar y la aparente alegría reinaban en la Corte Negra, sino que sus gentes aumentaban de forma sorprendente.

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