De improviso llegó el viento y Gudú creyó percibir por vez primera el lenguaje del que le hablaran su madre y el Hechicero: «Escucha el viento, hijo mío, escucha el viento y el grito del milano». Tal vez el viento era un mensajero, y cuanto pudiera escuchar o entender de él sería inapreciable sabiduría.
Pero el viento no parecía revelarle nada: al menos nada de cuanto él esperaba conocer. Palabras, palabras hermosas se aventaban ahora, apenas recordadas. «Yo no tengo por qué entender estas voces decidió-. Sólo entiendo el olor, el color, el sabor de cuanto palpo y me rodea. Yo soy el Rey.» Y para él, ser Rey era una condición capacitada para ordenar el canto de los mirlos, el amanecer entre las ramas del cerezo, la suave melodía que arranca el viento de la hierba. Y también la grandeza de su pueblo.
Y sí, era probable que los milanos tuvieran un rey; él, desde niño, les había visto en perfecta formación, conducidos por uno solo, hacia las tierras calientes. Y le llegó otro recuerdo, tan frágil, tan leve y aparentemente sin sentido en medio de la gravedad de su espera, que le estremeció: el día en que un gorrión -sí, quizás era un gorrión- alzó inesperadamente el vuelo a su lado y le asustó, como antes no le había asustado nada ni nadie.
«Urdska, princesa o reina, quien seas, ¿dónde estabas cuando yo te buscaba? -se dijo-. Me pregunto si cuanto he heredado, cuanto he luchado, cuanto he conseguido, no era más que la secreta búsqueda de ti. No sé si te odio, pero sí sé que te deseo, que deseo apoderarme de ti… Me inquietas y no sé si quiero humillarte o elevarte hasta mí…» No sabía si Urdska era joven o vieja, bella o fea, porque su ansia era ahora más grande que su curiosidad, y lo atropellaba todo, como una espada o una flecha hincadas en algún lugar del cual únicamente él podía arrancarlas.
De pronto, inolvidable, brumosa, medio oculta en la calma, pero sin duda cierta, esa mañana apareció a sus ojos la imagen de la isla, y toda su estirpe se puso en pie dentro de él, y le invadió el orgullo de saber que él y sólo él era el destinado a enfrentarse por vez primera a la imagen de una llamada más antigua aún que Olar.
Pero el terror brota de una raíz terrible: cuando se cree muerta, es quizá cuando más poderosa se alza, como si se tratara de una savia oculta, capaz de trepar hasta lo más alto del árbol. Y así se mostró aquella mañana, cuando los hombres quedaron súbitamente paralizados como bajo algún encantamiento. Un terror difuso que reptaba a ras de suelo, parecido a niebla espesa y cálida, avanzaba, estepa adelante, hacia ellos. Y el sol, en lo más alto, parecía extender un encendido velo que transparentaba y ocultaba algo que nunca hasta entonces habían contemplado sus ojos ni percibido sus sentidos: la niebla y el sol parecían acordados para turbar sus ánimos y pensamientos. Por vez primera en aquella empresa los hombres flaquearon: aun antes de que aquella flaqueza se manifestara, Gudú la adivinó, porque existe algún heraldo invisible que anuncia el miedo y la muerte antes de que se hagan visibles -como también ocurre quizá con el amor.
El terror se alzaba ahora en el ánimo de cada uno de los hombres y no les permitía huir, ni retroceder o simplemente gritar. Sólo se extendía sobre ellos un silencio tangible y espeso: el aliento del Dragón avanzando entre las aguas.
Nunca llegaría a comprender Gudú cuanto sucedió aquella mañana. Ese algo inaudible avanzaba en el más clamoroso de los silencios y se adueñaba uno por uno de sus hombres, desde los más altos mandos, hasta el más humilde soldado. Y era un silencio distinto a todos los silencios, aterciopelado y agorero, suspendido en el mismo aire que respiraban. Comprendió que también el silencio era una materia audible, palpable, densa, como una presencia invisible o una increíble ausencia de sonidos y ecos. Ni voces, ni pisadas, ni entrechocar de objetos, ni crepitar de llamas, ni siquiera el conocido y casi inevitable ladrido de un perro en la lejanía. Aunque todo se movía, nada se oía. Era una advertencia; y en el inicio de aquella mañana, que él sabía decisiva en su vida, todas estas cosas se le presentaban como ocurridas ya anteriormente, como heredadas del eco de anteriores vivencias. Nadie se lo había explicado, no lo había imaginado, no lo había leído. Sólo, lo sabía.
Llegó hasta ellos un clamor, al principio tenue, como el manar apenas percibido de un manantial; poco a poco creció hasta convertirse en cascada y alcanzar una magnitud casi ensordecedora. Aquella especie de bramido múltiple brotaba de la Isla y los pájaros lo conducían hasta él. Lejos, más allá del Río, seguía alzándose la niebla de verano, espesa y blanquísima, y rápidamente volvió a ocultar la imagen de la Isla, como si nunca hubiera existido.
Desde que Gudú partió hacia las estepas, Olar había regresado a los oscuros días de austeridad que Ardid, con sagacidad unas veces, con placer otras, supo proporcionar. Un aire lúgubre que recordaba vagamente los tiempos de guerras insensatas de Volodioso se extendía por doquier. Nuevamente, los hombres fueron sacados de sus casas; los campesinos y todo aquel que nada tenía se abandonaban a la desesperación. Y tampoco los nobles permanecían alejados de aquella situación: los más jóvenes, empujados por codicia, ambición y las ansias de aventura, creían ver representado en Gudú el sueño de sus vidas; y los viejos, aunque recelosos o francamente a su pesar, les secundaban, pues sólo así podían retener aún lo que Volodioso les había quitado y Gudú devuelto.
Las muchachas se amargaban por ver pasar su tiempo sin la compañía de hombres jóvenes, y las campesinas se marchitaban tras los arados, tan sólo ayudadas por niños endebles o aún no en edad de engrosar la fatídica Corte Negra, pues de los que lo hicieron, como allí comían bien y, pese a la dureza del entrenamiento, vivían como jamás lo habían hecho antes, lo cierto es que la mayor parte de ellos mostraban tan buena disposición a quedarse, que pocos regresaban a sus hogares.
Como Gudú sabía que hombres sanos y jóvenes no debían desperdiciarse, ordenó deportar hacia las estepas o hacia sus vías de comunicación a cuantos hombres útiles se hallaban en las mazmorras, condenados a muerte o prisión perpetua por sospecha de brujería o cualquier otro delito. Y si bien esto se les antojó a algunos muestra de magnanimidad, para otros -en especial los interesados- constituyó una condena igual o peor que la muerte o la cárcel.
Y como, además, aumentaron los impuestos y los débitos, la verdad es que el frío, el hambre y las privaciones llegaron a rozar incluso a los más acomodados, y aun a cierto sector de la nobleza. De nuevo los mercaderes acapararon y pusieron a recaudo sus productos, y pedían por ellas exorbitantes precios -si se decidían a venderlas-. Entre una y otra cosa, la más opaca existencia se arrastraba por aquellas tierras, sin que la buena voluntad y el sabio tino de Ardid lograran hacerle frente con el brío de antaño. Día a día, el descontento de los nobles, y en especial de la Asamblea, iba creciendo a la par que la preocupación de la Reina.
Todos los inviernos les prometía el regreso del Rey, de la paz y del bienestar. Pero los inviernos se sucedían, y el Rey y la paz no llegaban: antes bien, cada día que pasaba aumentaban las crudezas, los rigores, la austeridad y las exigencias del monarca.
– Os prepara un país tan próspero como jamás soñasteis -decía Ardid en las reuniones de la irritada Asamblea-. Tened paciencia.
Pero toda paciencia tiene su límite.
Al tiempo que ocurrían estas cosas, crecían los hijos del Rey. Gudulín iba tornándose cada día más rebelde, descarado y maligno. Ya no sólo se contentaba con martirizar a su bufón, el desdichado Contrahecho, sino que todo aquel que caía bajo su capricho era maltratado y vejado. Gudulina se había retirado y casi recluido en sus habitaciones. Bajo la disimulada vigilancia de Ardid, languidecía y sollozaba, o era víctima de extraños raptos de amor y alegría hacia Gudulín, de suerte que el niño pasaba bruscamente del despego y la ignorancia materna, a sus extremados mimos, halagos y transportes de cariño. Y con todo ello, su educación no era precisamente edificante.
En cambio, los gemelos Raigo y Raiga permanecían totalmente relegados, prácticamente olvidados por su madre. Sólo Ardid se preocupaba de ellos y les atendía. Aunque su cariño y esperanza se centraban ahora en Gudulín, al que veía y consideraba como sucesor de su hijo y futuro Rey, no dejaba por ello de apercibirse de las malas inclinaciones y desastrosa educación del joven Príncipe. Gudulina se mostraba celosa, y a menudo se encaró coléricamente con Ardid, diciendo que ella y sólo ella debía dirigir la educación del niño. Ardid iba perdiendo así sus esperanzas de poder conducirle como había hecho -aunque muy artera y disimuladamente- con su padre.
Raigo y Raiga eran en todo distintos a su hermano: despiertos de mente, de carácter dulce y hermosos cabellos rubios, como su abuela. Ardid hallaba en ellos un reflejo de sí misma, como una doble repetición de su primera infancia. Tal vez por esta circunstancia, añadida al paso inexorable del tiempo, se sentía día a día más fatigada, e incluso, en ocasiones, rozábale una sospechosa tristeza, oscura y brumosa. En alguna ocasión, a solas, preguntóse Ardid si valía la pena haber luchado y ganado tanto por algo que daba tan poca satisfacción. Pero reaccionaba rápidamente, y superada la crisis, se alzaba de nuevo y, quizá, más fortalecida. Y cierto es que si no fuera por ella, las cosas hubieran ido mucho peor de lo que iban en Olar. No en vano sabía Gudú que, dejando a su madre tras él, difícilmente los asuntos de su reino se desmandarían: y no se equivocaba.
Cuando Gudulín cumplió cinco años, Ardid creyó llegado el momento de pensar seriamente en su educación, tal como hiciera en tiempos con su propio hijo. No quería verle convertido en un Rey brutal e ignorante, aunque valeroso -si es que lo era, porque hasta el momento sólo había dado muestras de cobardía y pereza-. No parecía exento de malicia y astucia, pero tampoco de crueldad. Era un niño extraño, que apenas hablaba con nadie, y aun así lo hacía con monosílabos. Nadie le había visto sonreír, y había en toda su persona una tristeza muy profunda, o una gran oscuridad. Tanto que, a escondidas, los criados y la gente del Castillo empezaron a nombrarle el Príncipe Oscuro o el Príncipe de la Oscuridad. Y era cierto que huía de la luz y del sol, y se refugiaba en la penumbra de rincones de los que, por cierto -y bien lo aprendió su padre, a su misma edad-, no faltaban en los intrincados pasillos del Castillo.