Todas estas cosas las veía Ardid con desazón, pero pasaban totalmente inadvertidas a la Asamblea de Nobles, que sólo veían en él al heredero del Trono. Así, cierto día, les reunió para hablarles del heredero. Según su costumbre, Ardid creyó oportuno halagarles con la demanda de un consejo sobre lo que ya había decidido inapelablemente de antemano. Pero sabía cuán frágil y misteriosa era la naturaleza humana, y cuán sensibles al halago y a la importancia que se daba a sus personas aquellos mismos que, minutos antes, dieran pruebas de inflexibilidad.
Aunque la Asamblea no conocía el verdadero carácter del Príncipe, y su madre, Gudulina, en los transportes de amoroso capricho que a veces la asaltaban, solía decir, a cuantos quisieran oírla, que Gudulín era el verdadero retrato de su padre. Esto no sólo no era exacto, era una atroz equivocación: pues ni las supuestas cualidades ni los palpables defectos pertenecían al autor de sus días, sino que eran de su exclusiva pertenencia.
Si Gudulina veía en él cualidades maravillosas, alguien aún le creía mejor: el Trasgo, que le adoraba hasta un punto inimaginable. Se había convertido en su único y verdadero compañero y amigo. Como en tiempos hiciera con su abuela, llevábale secretamente por los oscuros vericuetos y senderos, en pos del codiciado vino. Gudulín se dedicaba insistentemente a perseguir al Trasgo, golpeándole con cuanto hallaba -raíces de cepas, piedras resplandecientes, oscuros animales de ojos siniestros- allí por cuanto túnel éste le llevaba, ya que su edad y estatura, y su heredado poder, así lo permitían. Y si bien los golpes no podían hacerle daño, puesto que no hacían mella a su sustancia corpórea, sí le dolía en sumo grado el hecho de que la criatura que -según sus palabras dirigidas a la propia Ardid- era la luz de sus ojos, la raíz de su corazón, y cosas así, albergara hacia él intenciones tan aviesas. Pero no mermaba esto su amor: antes bien, crecía con el tiempo, y Ardid tenía ya que ocultarle a los demás de tal forma, que el Trasgo apenas si aparecía excepto cuando estaba a solas con la Reina, Contrahecho y Gudulín.
Éste tomó tal afición al vino, que solía ir cada vez más a menudo en su busca. Y ambos, ocultamente, se embriagaban de mala manera. Pero como estas cosas ocurrían de noche, cuando se suponía que el Príncipe dormía, nadie se apercibía de ello. Sólo veían que el niño, cuanto más crecía, más extraño se tornaba. Su aspecto, por otra parte, era agradable, con sus enormes ojos negros y aterciopelados, y sus cabellos brillantes y sedosos. Pero su piel se volvió pálida, y profundas ojeras aparecían en su rostro, y se afilaba extrañamente la pálida naricilla. Gudulina encargaba vestidos hermosos para él: pero el Príncipe iba de continuo sucio y roto, sin que nadie se explicase -excepto Ardid, que suspiraba en silencio- la razón de tales destrozos. Era descarado y, como sus tíos Soeces, mostró gran afición a frecuentar lacayos y sirvientes. Obligaba al Trasgo a seguirle hasta las cocinas y las más bajas dependencias, hasta los sótanos del Castillo, donde habitaba la servidumbre. A veces, escondidos tras un tonel de manteca, escuchaban las conversaciones y los juegos de los pinches, que eran muy aficionados a los dados.
Cierto día Gudulín empujó al Trasgo hacia el centro de uno de sus corros: y tal era ya el grado de su contaminación, que un pinche lo vio, aunque no en su verdadera forma, sino entre sombras o reflejos: a ráfagas de luz podía confundirse con una lechuza, un pajarraco o un animal cualquiera. Rondaba por la cocina un gato rojo, goloso y ladino, al que odiaba el tal pinche, y al ver el rojo resplandor que el fuego despertó en la melena del Trasgo, agarró una escoba de gruesas púas y se dedicó a atizar tantos golpes al Trasgo que, si éste estuviera capacitado para sentirlos, habría fallecido sin remisión.
Tal jolgorio y alegría despertó la escena en Gudulín, que a menudo repitió la hazaña, y con ello proporcionaba al Trasgo tales sustos y pesares, que llegó un día en que sintió desprenderse y rodar al suelo el primer grano del racimo de su pecho. Gudulín lo vio, y con asombró lo recogió.
– ¿Qué es esto? -dijo con su torpe media lengua, que sólo el Trasgo entendía claramente.
– Ah, Príncipe de mi vida, ése es el dolor que me causas.
– Pues mira si esto te duele más -dijo el niño, y así diciendo pegó tal dentellada al grano de uva, que este dolor sí se clavó muy hondamente en el pecho al Trasgo; un grito agudo salió de sus labios y, tornándose todo él ceniciento, huyó por el tubo de la chimenea y no paró hasta hallarse en las buhardillas de aquella torre singular cuyo tejado azul fuera capricho de Volodioso. Se sentó desfallecido, y miró en torno: parecía todo cubierto de polvo y telas de araña, y de los cofres que fueron de Tontina, asomaban las cabezas de aquellos muñequillos que ella tanto quería, y ahora habían sido allí amontonados y olvidados, junto a sus cristalitos de colores.
– Trasgo, Trasgo, cuánto pesar te corroe -dijeron los muñecos; y lloraban tanto que sus ojitos de vidrio, azules y amarillos, parecían derretirse.
– Idos, idos -dijo el Trasgo, con sollozo tan hondo, que ellos desaparecieron en el fondo de las arcas. Y sólo una familia de lagartijas que allí moraba le contempló, pensativa y doliente.
En tanto, Ardid seguía cuidando cada vez con más esmero su jardín, que por tercera vez renacía: y a medida que Raigo y Raiga y Contrahecho crecían y el bufoncillo los llevaba ya de la mano en los primeros pasos que los dos gemelos daban en torno al Árbol de los Juegos, súbitamente éste volvía a florecer y crecer, y llenarse de hojas de oro. Ardid lo contemplaba, y decía:
– Mira, Gudulina, hija mía, cómo florece el árbol de mi jardín.
– ¿Qué árbol? -decía ella-. No veo ningún árbol.
Y Gudulina no lo veía, entre otras más profundas razones, porque ni tan sólo lo miraba. Y si lo hubiera mirado, como no sentía ningún interés por él, tampoco lo hubiera distinguido de los otros árboles. Seguía viendo tan sólo, allí donde sus ojos se posaran, el rostro de Gudú.
La Asamblea había escuchado y reflexionado sobre la supuesta demanda de consejo que Ardid les formulara. Y como ella había decidido de antemano, fue en busca de un Maestro que, aunque no poseyera las cualidades y la sabiduría del anciano y añorado difunto que había inspirado a su padre y su abuela, sí fuera, al menos, lo mejor que pudiera hallarse. Y para ello -según decidió Ardid, aunque pareció decidirlo el anciano Barón Tersio buscóselo entre los infortunados que, por su edad, aún permanecían en mazmorras, acusados de brujería y malas componendas con el diablo.
Hizo varias y minuciosas visitas a tan hediondos y espeluznantes lugares, donde aquellos infelices -muchos de los cuales ni tan sólo habían osado pronunciar en toda su vida un mal conjuro de aficionado- se pudrían y morían. Dio al fin con un anciano, en cuyos ojos adivinó en seguida los auténticos poderes -o algunos, al menos-. Eran ojos acostumbrados a escudriñar estrellas y resplandores nocturnos, y describir el lenguaje de las llamas o el de la corteza quemada del abedul. Sumido en la máxima miseria, permanecía junto a diez condenados más, aprisionado con cadenas de hierro. Tal era su depauperación, que sólo por el brillo singular de sus ojos verdes podía creerse que aún vivía.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Ardid.
Pero el viejo no tenía siquiera aliento para hablar. Entonces Ardid ordenó desencadenarlo y conducirlo a su cámara. Una vez allí, a solas, hízole sentar en un mullido cojín. Entonces el viejo pareció desfallecer definitivamente, aunque esta vez de placer. Tras darle de beber y comer, ordenó a sus doncellas que le lavaran, despiojaran y cortasen el cabello y la barba, que en enmarañada y gris pelambre le llegaba hasta la cintura. Le alimentó y cuidó con gran solicitud, con lo que el viejo creía haber muerto ya y hallarse camino del Paraíso. Aunque con estupor, pues contaba tres muertes en su haber, amén de infinidad de hechicerías y toda clase de pecados de variada especie. Tal vez -pensó-, a última hora, y en vista de sus padecimientos en la tierra, las Altas Divinidades se habían compadecido de él. Cuando le halló más repuesto, la Reina le hizo vestir ropas limpias y decentes. Y al verle de nuevo en su presencia, sintió en verdad una gran emoción, pues con la túnica negra, y el suave caminar, y el frágil y ensimismado semblante enmarcado en blancos cabellos, creyó ver nuevamente, si no al añorado Maestro, que en verdad fue para ella más que su propio padre, al menos a un viejo conocido que le resultaba familiar.
– Anciano -díjole, dominando el temblor de su voz-, sentaos y escuchadme.
Así lo hizo el viejo, y la Reina añadió:
– Tengo cierta facilidad para conocer en seguida aquellos cuya sabiduría es para mí tan preciosa, como lo puedan ser la juventud, fuerza y valor para un hijo del Rey. De suerte que, habiéndome fijado en el brillo de vuestra mirada, atino a suponeros conocedor de muchas cosas aún ocultas a la mayoría de los hombres.
Al oír estas palabras, el anciano lanzó un grito quejumbroso: súbitamente sus sueños de Paraíso se derrumbaron, y viose de nuevo pisando la miserable tierra, y ante la Reina de quien tan malos tratos había recibido. Tras aquellas palabras, imaginó que nuevamente iba a ser torturado -o quizá muerto- como sospechoso de brujería.
– ¡Compadeceos de mí, Reina y Señora, os lo suplico! ¡Juro que jamás tuve la menor noticia de esas cosas, y que ni tan siquiera sé leer ni escribir! Mal puedo saber nada entonces… Oh, Señora, apiadaos de un pobre anciano que jamás hizo daño a nadie.
– Callad, insensato -dijo Ardid, impaciente-. Sólo por tu sabiduría, de la que no dudo (como no dudo de la sarta de mentiras que acabáis de proferir), os salvaréis de la muerte. Y no sólo esto, sino que gracias a esa sabiduría, que soy la primera en admirar y amar, llevaréis desde ahora la más regalada vida que hayáis soñado jamás.