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Tan atónito quedó el viejo ante estas noticias que, mudo, boquiabierto y mirándola estupefacto, ofrecía un estado aún más lamentable, si cabe, que cuando se hallaba encadenado.

– ¡Revivid de una vez! -dijo Ardid, cada vez más impaciente-. No hay nada extraordinario en lo que os he dicho: sabed que os he elegido para educar e instruir a mi nieto, el Príncipe Gudulín. Y que espero seáis tan esmerado en su educación como lo fuera mi Viejo Maestro el Hechicero.

Tras estas palabras, un largo silencio llenó la estancia. Hasta que, súbitamente, otro alarido -de gozo, ahora- estremeció al anciano, que rodó desvanecido de dicha a los pies de la soberana.

Una vez reanimado -cosa que resultó ardua, pues, aquel que por tan duras pruebas pasara, estuvo en un tris de fallecer sólo al oír el anuncio de bienestar y dicha-, cacheteándole en las demacradas mejillas, logró al fin Ardid que le escuchara y entendiera:

– Decidme, ¿cuál es vuestro nombre?

– Astrágalo -balbuceó el viejo brujo.

Rápidamente, la Reina buscó en el viejo Libro de los Linajes -en su sección «Hermanos en Ciencia»- y en verdad que lo halló. No le agradó excesivamente el historial de Astrágalo: en su juventud fue ladrón de caballos, luego bandido, y más tarde entró en un convento para resguardarse de la justicia. Allí, el Abad le tomó gran afecto, pues era rara su inteligencia y disposición de aprender. Así, aquel hombre sabio le adentró en el conocimiento de muchas cosas ocultas, y él, por su parte, devoró cuanto había al respecto en la nutrida y mohosa biblioteca conventual. Llegó a tener contacto con un anciano fraile que vivía prácticamente en el huerto y que dedicábase a la investigación del firmamento, las estrellas, sus signos y su influencia sobre los humanos, y así entró en gran pasión por estas cosas. Tras una guerra -eran tiempos de Volodioso, y él pertenecía al País de los Maguncios, al Sureste de las tierras de los Desfiladeros, donde a menudo se tenía contacto con brujos y chamanes de la estepa-, el convento fue un día pasto de las llamas. Él escapó, disfrazado de mendigo, y anduvo por tierras y lugares variopintos, aplicando -bajo peculio- entre los campesinos un poco de magia en su forma más mísera: rechazando males de ojo, procurando remedios contra las paperas o tumores, devolviendo la leche que habían robado las brujas de las vacas…, a cambio de pan, queso o una gallina -si bien ésta era, por lo general, adoptada sin permiso de sus dueños-. Eran tiempos revueltos y salvajes, y Astrágalo se dedicó, entonces, a saquear a los muertos, despojar a los ahorcados y desvalijar a los enfermos. Así, fue pasando su vida, hasta llegar a Olar. Y allí, oyó hablar de la más joven Reina, que casó a los siete años con el impío y feroz, aunque grande y admirado, Volodioso. Mucho le intrigó la cosa, y permaneció en la ciudad, donde habitaba en un cubil cerca de la zona donde se abrían los lupanares y lugares de esparcimiento de soldados y de campesinos que habían logrado vender una vaca. También practicó sus artes entre aquellas mujeres, de suerte que las libraba de influjos malignos, las proporcionaba bebedizos amorosos y toda clase de potingues de más o menos eficacia. Alguna vez había logrado algún éxito e incluso conseguido llevar a buen término algún conjuro. Pero la existencia era cada vez más dura, y como era un ser humano -aunque contaminado-, se veía obligado a defender su vida, calmar su hambre, vestir su cuerpo y, en fin, continuar avanzando sobre sus dos piernas, ya, en verdad, muy viejas. Con lo que, al fin, cuando ya tenía algunos ahorros que le permitieron montar un pequeño lugar de Averiguaciones, y andaba en la confección de un Instrumento Desvelador de Estrellas, fue apresado sin contemplaciones como sospechoso de brujería y encerrado en aquella mazmorra, donde pasara largos años.

«¡Dios mío! -se dijo Ardid, cerrando el libro-, ¡qué gran diferencia, entre mi anciano y querido Maestro y este brujo de baja estofa!» Sabía bien en qué se distinguían un hechicero -honorablemente dedicado al conocimiento de los grandes secretos que sustentan el mundo- y un brujo. Un brujo puede ser honesto, en algunas ocasiones, pero por lo general son malos aprendices de la verdadera sabiduría, y a menudo caen en tentaciones deleznables, capaces, incluso, de causar males y desgracias sin cuento.

Pero ¿qué podía hacer? Aquél era el menos malo entre todos.

– En verdad -díjole Ardid, observando sus uñas amarillas de ladrón- que tenéis más de bandido que de sabio, pero como conozco la verdadera razón que os hizo cometer tanta tropelía, y esta razón es la que mayormente ha regido mi vida, esto es la Ciencia, os perdono en gracia a que sois humano y, como tal, ya que pobre y mísero nacisteis, habéis necesitado defender vuestra vida con uñas y dientes. Pues bien, sabed que nada escapa a mi sagacidad, y que si os desmandáis en vuestro cometido, lo que os ocurrirá será tan grave, que recordaréis la mazmorra y otras calamidades como el más dulce y placentero sueño. Pero si, en vez de ello, os dedicáis en cuidado y amoroso interés a educar al Príncipe, os proporcionaré no sólo regalada vida y hermosos trajes, sino también medios para dedicaros a vuestras investigaciones. Y aún más: con gusto colaboraré con vos. Y tened por seguro que no soy novata en estas lides, y algo sé que tal vez vos no conozcáis nunca: he dedicado mi vida al estudio, y lo que para muchos, incluso para vos, aún permanece en la oscuridad, está lleno de destellos luminosos para mí.

– Os juro, Señora, que así lo haré y que no os arrepentiréis de haberos mostrado tan generosa -dijo Astrágalo. Y verdaderamente conmovido intentó besar el borde del vestido de Ardid, pero ésta lo apartó.

Cuando ya estaban estas cosas decididas en el secreto de su cámara, el Trasgo, que había escuchado todo con indiferencia, susurró:

– Es un torpísimo aficionado cuya contaminación ni siquiera es peligrosa.

Más tarde, Ardid convocó nuevamente a la Asamblea para decidir quién sería el Maestro y Preceptor de Gudulín. Y tan bien llevó estas cosas, y tan dulce y arteramente las condujo, que el propio Barón creyó que Astrágalo sería el mejor Maestro -según Ardid, traído de más allá del Sur- y Preceptor del indócil muchacho.

Ciertamente que el viejo Astrágalo hubo de lamentar tener a su cuidado semejante discípulo, pero como cosas muy peores conocía, aceptó resignada y aun alegremente la detestable compañía del Príncipe, y aprestóse con la mejor voluntad y entusiasmo en su instrucción.

Como Gudulín pasaba a menudo las noches en vela junto al Trasgo, y cuando inició sus lecciones ya había empezado a emborracharse, permanecía dormido la mayor parte del tiempo. El anciano sudaba lo indudable en su afán por despertarle y mantenerle atento. Pero, con escaso o nulo rendimiento por parte del Príncipe.

Sin embargo, mal que bien, a medida que los años iban pasando, las cosas fueron progresando.

Gudulín cumplió seis y luego siete años. Y cuando este cumpleaños se celebraba, estaban aún ignorantes en Olar de la próxima aparición del Rey. Entretanto, y con grandes esfuerzos por parte del Maestro Astrágalo, Gudulín había aprendido a leer, mal escribir su nombre y tenía muy vagas nociones sobre la ciencia que tanto amaba su abuela y tan desesperadamente intentaba inculcarle el anciano. Pero en cambio, para otras cosas mostraba tal destreza y disposición como astucia.

Y a poco, el anciano, desanimado por el desinterés del niño y asombrado por la clase de preguntas y curiosidad que en él descubría, fue lentamente recordando su turbio pasado de malandrín, y llegó momento en que, a escondidas, ambos jugaban a los dados, bebían cuanto podían rapiñar y el anciano llegó a tomarle afecto, aunque, ciertamente, muy particular. Y su nueva y bien aprendida lección no dejó de ponerse en evidencia cuando tanto las doncellas de su abuela como la gente del Castillo en general, empezaron a notar en falta infinidad de objetos, e incluso joyas. Todo ello iba a engrosar el tesoro que Gudulín acumulaba en el interior del tubo de la chimenea de su dormitorio, donde ahora solía morar, casi permanentemente, el Trasgo. «No hagas esto, niño querido -decíale el borracho y dulce Trasgo, a veces-, puede obstruir el tubo, y asfixiarte.» «No lo toques», contestaba secamente Gudulín, sin hacer caso de las lágrimas del Trasgo. Pues cuanto más crecía, más desconsiderado y cruel se mostraba con él. Y así, le castigaba de la forma que sabía como la única posible: pasaba una o dos noches fingiendo no verle o no oír la llamada de su inconfundible martillo de diamante, que otrora sedujo a Ardid. Hasta que el pobre Trasgo, totalmente ebrio, se desesperaba dando volatines a su alrededor. Volatines que, a decir verdad, cada vez eran menos gráciles.

Una noche ocurrió lo que predecía el Trasgo: el tubo de la chimenea se obstruyó, entró el humo en el dormitorio, y el Príncipe hubiera perecido asfixiado si el Trasgo no lo saca en brazos hasta las almenas de la Torre Este. Pero a causa de ello se produjo un incendio y, alarmados, los sirvientes que le cuidaban entraron en la estancia, y hallando la cama incendiada, y no viéndole, fueron con grandes lamentos a comunicarlo a la Reina y a su madre. Gudulina, con agudos lamentos enloquecidos, y pálida de dolor Ardid, creyéronle abrasado. Pero no era así: y cuando más desolador era el espectáculo, y habían llegado, a medio vestir, los más importantes nobles de la Corte, para conocer la desgarradora nueva, el Príncipe se reía con toda su alma tras el tapiz de la ventana de la cámara real. Hasta que creyó oportuno aparecer y, con burdas mofas y soeces palabras -aprendidas tanto de sirvientes como de su Maestro, que conservaba fresca la memoria de tal lenguaje y a solas o con su discípulo lo practicaba a placer- dejó muda de estupefacción a la Corte.

Este incidente fue considerado como una travesura infantil.

Pero no quedó así en el ánimo de Ardid. Empezó a espiar al niño y, a poco, descubrió cómo solía pasar sus lecciones y gran parte de sus noches. Llamó al Maestro y, llena de cólera, le dijo:

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