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– Habéis sido desleal conmigo, tratando al Príncipe en forma tan incorrecta como malvada. Y como no he olvidado lo que os prometí, tened por seguro que iréis a la hoguera sin remisión.

El anciano cayó de rodillas sollozando y pidiendo a la Reina le salvase de tan horrible fin. Y viéndolo allí a sus pies, y contemplando su vejez, una antigua espina vino a clavarse en el corazón de Ardid. Y así, su ira se debilitó, y reflexionó, diciéndose, al fin, que tal vez no había más culpable que su propio nieto, ni más víctima que su Maestro. Así lo demostró Astrágalo, enseñando a la Reina las huellas que la precoz crueldad del niño habíale infligido. Cuando, a veces, el Maestro se arrepentía -por miedo o por verdaderos remordimientos- de sus malas lecciones, el joven Príncipe le amenazaba con delatarle a la Reina o a la Asamblea de Nobles como un viejo pervertido, brujo, y otras cosas. Y no contento con esto, le hacía blanco de sus flechas, pinchazos a punta de daga y demás lindezas, de suerte que el viejo tenía los brazos y piernas convertidos en un puro y amoratado acerico.

– Está bien -dijo Ardid, tan convencida como apenada-. Pero de ahora en adelante yo misma me ocuparé de mi nieto. En cuanto a vos, quedáis destituido de vuestro cargo y desterrado de Olar; y como deberé simular que sois condenado a la hoguera, por apiadarme de vos, a otro de los muchos destinados a ello quemaremos en vuestro lugar y con vuestras ropas. Pero sabed que debéis salir de este Reino y jamás volver a él. Pues si tal cosa sucediese, no habría piedad para vos.

Así se hizo: disfrazado de mendigo, el anciano Astrágalo fue arrojado de allí, y en su lugar, fue condenado a la hoguera -vestido con sus ropas, tapado el rostro con capuchón negro- otro infeliz anciano acusado de idénticos crímenes. Y fue duro en verdad para el viejo Astrágalo: pues la molicie, el vino y el exceso de comida -comió más en aquellos tres años que en toda su vida- habían hecho más destrozos en su vieja persona que todas las durezas y privaciones pasadas. Y mucho más duro fue el regreso a la antigua miseria. Como ya era muy anciano, y había engordado en demasía y perdido toda su agilidad, no podría dedicarse al bandidaje, como antaño, o a expoliar a los campesinos. Con lo que, perseguido a pedradas por los niños, y arrojado de aldea en aldea por las mujeres -el hambre les obligaba a espantar a todo desconocido que asomase por los embarrados caminos de aquella naciente primavera-, casi llegó a lamentar no haber preferido la hoguera a tan lenta como cruelísima agonía. Y así, de camino en camino, desapareció, y no volvió a saberse de él.

En los días esplendorosos del verano, Gudulín saltaba por la ventana con su pequeño carcaj al hombro y, deslizándose por la tupida enredadera, llegaba hasta la copa del gran olmo blanco. Y desde aquellas ramas, descendía al suelo, corría hacia la zona posterior de la Torre, y llegaba a la muralla. Allí, aún se abría cierta vieja y mohosa puerta de hierro, por donde años antes -mucho antes de que él naciera- la entonces desventurada Reina Ardid dejó escapar a la Princesa de las Estepas que le arrebataba el amor del Rey. Él no sabía estas cosas cuando descubrió aquella puerta, oculta entre el orín y la hiedra. Alzaba ahora su pesado picaporte, salía al campo y al bosque, y por allí merodeaba, en busca de animales que atravesar con sus pequeñas pero agudas flechas.

Así, Gudulín llegaba hasta una gruta donde anidaban murciélagos y, cuando él entraba, ellos volaban en tropel, y alguno chocó contra su cara. Por fin, un día atrapó uno, extendió sus alas y contempló su carita de diablo; lo llevó hasta un abedul, y allí lo clavó, sirviéndose de agudas ramitas y utilizando una piedra como martillo. Luego, lentamente, lo torturó con el punzón de hueso, del que jamás se separaba. Pálido, con los labios blancos de placer, regresaba anochecido. Y a escondidas, tal como salió de ella, volvía a su cámara, donde el Trasgo le reprendía lastimeramente: no por lo que hacía -que lo ignoraba-, sino por su ausencia.

Cierto día de julio, en el maligno y caluroso mediodía, se deslizó Gudulín por la enredadera y pisó con tan mala fortuna que vino a caer violentamente al suelo, y allí quedó, blanco el rostro y ensangrentada su cabeza. Mucho más tarde, dos criados lo encontraron, y esta vez costó mucho reanimarle. Había perdido mucha sangre y casi lo creían muerto. La noticia había corrido como viento por toda la ciudad, cuando un joven, aun arrostrando las sospechas y peligros que la revelación de su ciencia causaría en las oscuras mentes de la Asamblea, dijo que tal vez él podría curar al Príncipe. Le costó hacerse oír, pero una muchacha, una ayudante de cocina de las que se afanaban entre las calderas del Castillo, era su novia. Por ella llegó su petición al Cocinero Real, y del Cocinero pasó a la servidumbre, y de ésta al Mayordomo, y de éste, a través de complicados pasillos y cuchicheos, a las camareras de la Reina.

El Trasgo permanecía muy quieto, casi inmóvil -quizá por primera vez en su vida- sobre el dosel de la cama del niño. En vano hacía saltar entre sus dedos piedras refulgentes del río, palabras con doble tino y cáscaras de escalambrujo. Incluso llegó a verter sobre la frente de Gudulín delicada y dorada semilla de mostaza -totalmente desconocida en Olar, excepto para los trasgos-. Pero Gudulín, su luz y su vida, seguía blanco, profundamente marcadas las ojeras de sus ojos, los párpados cerrados. Era un niño muy hermoso cuando permanecía dormido o inconsciente, cuando no se podía percibir el siniestro reflejo de su oscura mirada. Y así pues, con el negro y suave cabello empapado de sudor sobre la frente, los labios exangües, las manos inactivas -e inofensivas- sobre la cobertura del lecho, podía conmover incluso a quienes no le amaban -u odiaban, como sucedía con la mayoría de pajes y sirvientes-. Y las lágrimas del Trasgo caían con tal brillo sobre la frente del niño, que los presentes creían ver una bandada de mariposas de irisadas alas que venían a despedirse del joven Príncipe Heredero. Hasta el punto que, más de uno, desazonado por su brillo, que en verdad se antojaba tan triste como un funeral, intentó espantarlas. Por un cálido viento que llegaba del Sur, el abedul blanco movía las ramas finas, Y un raro aroma a mosto, viejo como el mundo, llenaba la estancia. Fue en aquellos días, cuando otro racimo ya tan rojo como el otoño mismo, perdió, uno a uno, hasta cinco hermosos granos, que rodaron, tersos y perlados como sangre de lluvia, bajo las pieles que cubrían al Príncipe.

Gudulina permanecía, quieta, a los pies del lecho. Miraba a su hijo tan fijamente y tan seria, que súbitamente sus ojos fueron una revelación para Ardid: aquélla era, precisamente, la profunda, atónita, extraordinaria seriedad de los ojos de Tontina. Y Ardid descubrió que todos los niños del mundo -los de noble cuna o los más villanos- acaparaban en su mirada aquella expresión: como si en ella se agazapara el más grave, asombrado y dilatado de los reproches. Y se dijo que nada sabía ella, ni nadie, de esta profunda mirada del mundo, del inmenso estupor de la tierra ante el humano acontecer. Entonces, fue a Gudulina y le habló como si hablara a una niña:

– Hay un hombre que dice que salvará a Gudulín. Si tú lo deseas, él llegará hasta aquí.

Gudulina pareció despertar de su profundo asombro y, tornándose de nuevo mujer -pero mujer desquiciada-, prorrumpió en maldiciones hacia todos los hombres y todas las tierras, y todo lo que existiera fuera de su dolor. Decía, entrecortadamente, que si un niño debía morir delante de su madre, el mundo no merecía la pena de haber sido creado.

– No morirá, no morirá -dijo Ardid, estremecida de horror ante sus palabras y, sobre todo, ante el sofocado grito, un ronco sonido que no gritaba pero que parecía taladrar las paredes del tiempo mismo-. No morirá…

Hizo conducir al joven hasta sus aposentos, y al verle quedó asombrada de su porte. Pues, aun en medio de su dolor -a pesar de todo y aun conociendo la índole perversa de su nieto, era hijo de Gudú, y llevaba su sangre-, quedó traspasada por un sentimiento singular: como si en él reconociera, de improviso, algo tan conocido como olvidado.

Era un hombre joven, de alta estatura, y tan rubio que sólo Tontina hubiera podido rivalizar con él. Y sus ojos eran tan azules, y tan perfectas sus facciones, que no parecía de origen tan humilde como se decía -pues, para Ardid, todo villano era tosco, torpe y feo-. Avanzó hasta el niño y, soplándole en los ojos y en los labios, quedó un rato como transido en honda meditación. El Físico del Castillo, a juicio de Ardid un estúpido ignorante -en lo que no le faltaba razón, ya que ni sabía leer-, que tan sólo sabía aplicar sanguijuelas y hierbas sobre las heridas, le miró con odio. Y Ardid leyó en aquel odio el propósito de, una vez curado el niño si es que lo lograba, acusarle de brujo. «Pero no será mientras yo viva», se dijo Ardid, con tal firmeza y pasión que a ella misma sorprendió.

El Trasgo, entonces, saltó sobre su hombro, y abrazándose a ella prorrumpió en sollozos, diciendo:

– Niña querida, niña querida… este joven es una de las pocas criaturas humanas capaces de hacernos respetar vuestra especie.

– ¿Qué dices, querido? No entiendo…

– Está al borde de la Historia de Todos los Niños, pero él nunca quiso entrar allí, ni siquiera cuando tuvo edad razonable para conseguirlo. Y jamás entrará, ni tan sólo lo deseará: pero ten por seguro que allí sería bien recibido, aun cuando nunca supo ser niño…

– No te entiendo -dijo Ardid. Pero tan intensa era de pronto la Tristeza que en la tarde de verano ascendía desde el Lago, que su voz se quebró y ni fuerzas tuvo para decirle que no usara ahora, por lo que más amara, y era esto, sin duda alguna, Gudulín, el lenguaje de su especie. Aquel lenguaje llamado Ningún, que de niña entendía, y ahora se hacía para ella cada vez más confuso.

El joven ordenó que su anciano sirviente, o ayudante, trajera un cofre misterioso, y ante el estupor general y las veladas protestas del Físico y de los nobles, que comenzaron a oponerse escandalizados, se horadó una vena y a través de un conducto de fina urdimbre, parecido a un tubo, llegó a horadar la vena del brazo del pequeño Príncipe. Y así, su propia sangre llegó al heredero de Olar. Ardid atajó toda protesta con su más poderoso y altivo aire de Reina, diciendo:

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